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Con primor de artesano, Gerard pasó la bayeta por la superficie del disco de vinilo. A continuación, lo colocó en el plato giradiscos y la aguja de zafiro cayó sobre el surco. Después de unos segundos de incertidumbre, comenzó a desgranar los primeros acordes de Epitaph de King Crimson, la canción más triste del mundo.

Se sentó en el sofá y tomó un trago de Chivas mientras su mirada se perdía entre los recovecos de un mueble atestado de elepés, clasificados por el nombre de los cantantes y grupos musicales.

Además de King Crimson, en su discoteca habitaban los mejores representantes del blues y el rock sinfónico. Nombres legendarios: Electric Light Orchestra, Genesis, The Alan Parsons Project, Fleetwood Mac, Supertramp, Mike Oldfield, Pink Floyd… En tiempos del Skype, del Shazam y del iTunes Store, escuchar a cualquiera de aquellas leyendas en vinilo era como regresar durante unos instantes a un mundo perdido.

Habían pasado dos días desde la muerte de Ramón Aparicio. Durante esos dos días, Gerard no se arrepintió ni una sola vez de lo que había hecho. Era un estúpido, y los estúpidos hacían estupideces, eso era todo. Además, el mundo podía seguir rodando sin él.

En un momento de lucidez llamó al Hospital General, imaginando que Teresa Valls habría llevado allí a Lucrecia. Su suposición resultó correcta. Por suerte, la joven había sido dada de alta el mismo día en que ingresó. Buena noticia. Sabía que no era suficiente, que aun desprovisto de placa y pistola, él seguía siendo un policía, pero no estaba en condiciones de ofrecerle a la muchacha nada más. Solo podía revolcarse en su propio lodo, un lodo absorbente que lo engullía y lo transportaba a un pasado de malos malísimos y héroes sin fisuras.

¿Quién conoce a King Crimson?

Gerard sonrió mientras apuraba el whisky. Álvaro lo fastidió durante años con las larguísimas canciones de aquel grupo musical que mezclaba rock progresivo, hard rock, jazz fusión y heavy metal. Con King Crimson uno podía volverse casi loco escuchando 21st Century Schizoid Man mientras miraba la espantosa carátula del álbum In the Court of the Crimson King, recuperar la cordura con I Talk to the Wind y acabar rendido a los pies de Peter Sinfield al concluir la cara A del disco con Epitaph, una canción sublime aunque tristísima.

Cinco años menor que Álvaro, el pequeño Gerardo adoraba a su hermano melenudo, porreta y gamberro, un auténtico héroe que aguantó estoicamente todas las palizas que le pegó el padre, facha y militante de un partido de ultraderecha. Álvaro era bueno para los estudios, pero los curas no podían con él, así que fue enviado durante un año a un internado inglés y regresó convertido en un muchacho repeinado y decidido a obedecer. Y, sobre todo, a no tener que volver al colegio-reformatorio inglés. Nada que ver con la imagen que Harry Potter ha creado de los internados ingleses; en realidad, Hogwarts es un Chiquipark comparado con la cruda realidad.

Qué castigos. Qué hostias. Qué humillaciones.

De vuelta a casa, Álvaro dejó de escuchar a King Crimson, de fumar porros y de servir de ejemplo de su hermano pequeño, Gerardo, que era bastante mediocre en los estudios, y no despertaba en el padre de familia más que un desprecio visceral por un vástago sin talento. Por suerte, el primogénito —ya enderezado— estudió Derecho en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, una Facultad de Derecho Canónigo basada en la tradición académica jesuita. Tras la licenciatura cursó un máster de Derecho de Empresa, se casó por la Iglesia católica, apostólica y romana con una muchacha muy fea pero de familia muy rica, le puso los cuernos dos años después, e ingresó en el partido de ultraderecha ya convertido en un político de futuro prometedor.

Todo fue más o menos bien hasta que Álvaro de Arteaga Castillo decidió incluir en su extensa lista de amantes a la esposa de Gerardo de Arteaga Castillo —su hermano pequeño—, que no era rica ni fea, sino pobre y muy guapa, y que al poco de casarse con Gerard se había dado cuenta de que se había casado con el hermano «malo», un miserable policía nacional sin ambiciones políticas, y mucho menos de ultraderecha.

Quizá fue durante aquella comida navideña cuando Alvarito comparó a su mujer —de derechas pero con estúpidas ideas democráticas que incluían el rechazo hacia la figura del Caudillo— con su cuñada, sin ideas políticas, pero con un par de tetazas que no la dejaban ni respirar a la pobre. Aunque todo comenzó como una aventurilla cualquiera, Alvarito fue consciente de que con la tetuda quedaba mucho mejor en las fotos, y a pesar de que se había casado por la Iglesia, llamó a consultas a sus asesores, que fueron tolerantes con el cambio de hembra. La primera mujer era una birria, un callo malayo que, por no tener, ni siquiera tenía empuje patriótico. La segunda, en cambio, era un bombón descerebrado pero muy vistoso, una adquisición tan valiosa como una finca en la sierra o un catamarán.

Álvaro de Arteaga Castillo pidió el divorcio de su mujer e incluso la anulación del Tribunal de la Rota, que consiguió. Por su parte, el patriarca aceptó que su hijo primogénito —que ya era el ánima del partido y futuro candidato a las elecciones—, rehiciese su vida con la cuñada. Al fin y al cabo, él también se hubiese separado de su mujer de buen grado, pero eran otros tiempos. Para cuando Álvaro de Arteaga Castillo se casó por segunda vez, su hermano Gerardo ya había desaparecido del mapa.

El sonido del teléfono lo arrancó bruscamente de sus tristes evocaciones, un mortificante pasatiempo al que Gerard se abandonaba con demasiada frecuencia, y que le impedía —a pesar de que no le faltaban candidatas— hacer aquello que técnicamente se conocía como rehacer su vida. Gerard reconoció el número de Vilalta, y estuvo tentado de no contestar. Sin embargo, el sentido de la responsabilidad, esa absurda compañera que no lo dejaba ni en los peores momentos, le obligó a descolgar el teléfono.

—Castillo —se limitó a decir.

El inspector jefe tampoco se anduvo con rodeos.

—Ven ahora mismo a comisaría. Tengo sobre la mesa la pistola y la placa de un imbécil. Creo que te pertenecen.

Gerard meneó la cabeza, confuso.

—Vilalta, no entiendo…

Al otro lado del teléfono escuchó una sonora carcajada.

—Sí, Castillo, lo que oyes. Resulta que los de Asuntos Internos están muy ocupados persiguiendo corruptos y prevaricadores y me han dicho que no tienen tiempo para ocuparse de los imbéciles, como es tu caso. Así que ven a trabajar, que no estás suspendido de empleo y sueldo, so capullo.

—Vilalta, yo…

—Sí, pedazo de animal, ya sé que le saltaste dos dientes al inspector Manzano, pero mira… parece que le diste gusto a más de uno. Además, el Manzano ese está de baja y no quiere interponer ninguna demanda… por ahora. —Vilalta se detuvo a tomar aliento—. ¡Coño! ¿Quieres venir ya?