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Soy un hijo de puta.

Se lo estuvo repitiendo mentalmente durante todo el trayecto. Aunque estaba pendiente de la conducción, bajo la intensa lluvia, podía imaginarla hundida en el asiento, encogida, casi paralizada. Ni siquiera los puñeteros tics se atrevían a distraerla de su sufrimiento.

Entraron en Pedrafita y se detuvieron frente a un letrero luminoso que anunciaba un hostal. Gerard bajó del coche y entró en el establecimiento sin cruzar ni una palabra con ella. Lucrecia lo observó mientras él hablaba con el recepcionista. Tras llegar a un acuerdo, Gerard se detuvo en la entrada y oteó a través de la lluvia. Después de unos instantes de vacilación, cruzó la calle con paso rápido, pero ante la mirada de sorpresa de Lucrecia, no se dirigió al coche, sino que se perdió en la oscuridad, unos veinte metros más allá. Ella se volvió, sobresaltada, para descubrir que se detenía frente a un vehículo estacionado en la acera opuesta.

Gerard golpeó con los nudillos en la ventanilla del conductor y fue entonces cuando recibió una sorpresa totalmente imprevista y agradable. Acababa de descubrir que no lo seguían dos mossos d’esquadra a las órdenes del inspector Manzano. De hecho, no lo perseguían dos mossos. Dentro del coche camuflado de la Policía Nacional, Gerard descubrió, atónito, un rostro rubicundo que llevaba seis años sin ver.

—¡Que me muera ahora mismo! —gritó Gerard bajo la lluvia—. ¡Carballeira!

Lucrecia observaba a los tres hombres con los que compartía mantel. El miedo y la desconfianza habían dado paso a una cálida sensación de bienestar; se sentía a salvo. Obediente y silenciosa, casi no pronunció ni una palabra durante toda la cena, limitándose a sacudir la cabeza y a agitarse con vigor mientras daba cuenta de su ración, consciente de que Gerard la vigilaba por el rabillo del ojo. Liberada a sus tics, necesitaba dar rienda suelta a la tensión acumulada en los últimos días. Ahora disfrutaba del amparo de tres hombres que la arropaban como alabarderos de la guardia papal, sobrios e impermeables a sus aparatosos tics.

Además, le interesaba mucho descubrir la relación que había entre el tal Carballeira y Gerard. El afecto y complicidad entre ambos era evidente, a pesar de no tener en común ni edad, ni procedencia, ni manera de ser. El misterio quedó desvelado enseguida; supo que habían sido compañeros de trabajo en Madrid. Desgranaron algunas anécdotas de un pasado juntos en la comisaría de Chamartín, y aunque la amistad entre ambos era palpable, Lucrecia no consiguió saber por qué la vida los había separado después. Llevaban seis años sin verse, y ni siquiera se habían intercambiado una llamada telefónica. Sencillamente, cada uno había seguido su camino. No había rencor ni desconfianza en el reencuentro, así que el motivo no tenía nada que ver con una posible disputa.

Lucrecia no era la única que se mantenía silenciosa. El compañero de Carballeira, Pérez, era un manchego seco y requemado de poquísima palabra. Un tipo callado que parecía estar de vuelta de todo, y bien ocupado en la dificultosa tarea de sobrevivir. De hecho, casi toda la conversación la llevaban entre Carballeira y Gerard, que había pasado a ser Gerardiño.

—La semana pasada uno de vuestros capitostes nos pidió ayuda —dijo Carballeira—. Querían que les echáramos una mano, porque vuestro caso tiene ramificaciones aquí, en Galicia.

—No lo entiendo —murmuró Gerard, sorprendido—. ¿Y os hacen venir de Madrid?

Carballeira se encogió de hombros.

—¿De Madrid? ¿Quién viene de Madrid?

—Vosotros.

—Yo no.

—¿No estás en Madrid?

—Me volví a Galicia hace tres años —contestó Carballeira—. Cambiaron las cosas y pedí el traslado.

Aquel «cambiaron las cosas» no resultaba muy explícito, y más cuando provenía de una persona de la cual, a pesar de las horas que habían pasado juntos, Gerard no sabía absolutamente nada. Carballeira nunca quiso explicar por qué había acabado en Madrid, tan lejos de su Atlántico natal. No lo había hecho por gusto, desde luego. Nadie abandona la tierra en que nació porque sí. En los primeros meses, Carballeira se mostró taciturno y amargado, y, además, la chulería de Gerard lo sacaba de sus casillas. Un día llegaron a las manos. Los hombres tienen, a veces, que resolver los conflictos de forma civilizada. Después de destrozarse mutuamente las narices y de sangrar como dos cerdos en San Martín, ninguno de los dos quiso acusar al otro. El expediente disciplinario tuvo para ellos el mismo significado que para unos recién casados un libro de familia.

A partir de entonces, amigos para siempre.

Cuando Gerard le confesó que su mujer le ponía los cuernos con su propio hermano y que se iba a Barcelona, Carballeira cabeceó con sentimiento. Que te vaya bien.

—¿Y entonces? —preguntó Gerard sin entender—. ¿Desde dónde nos venís siguiendo?

—Desde Pedrafita.

—¿Y antes?

—Hasta aquí se lo han manejado entre los Mossos y la Guardia Civil. Creo que incluso ha intervenido la Ertzaina. En fin, que sois muy populares.

Gerard hizo un gesto de disgusto. La popularidad no le interesaba, y aquella menos que ninguna.

—¿Y Pérez? ¿De dónde sale?

—De Monforte de Lemos, como yo.

—Pero… no es gallego.

—No, es de Albacete.

—¿Y qué hace aquí, en Monforte?

—Se casó con una gallega, el tío listo.

Pérez asintió y se dignó responder.

—Qué carallo.

Ya en el resopón, y al calor de un aguardiente de hierbas, Carballeira entró en materia.

—Fuimos a Ponte da Cerdeira y hablamos con la hermana de la muerta —explicó el gallego después de apurar su vaso—, pero no quiso colaborar.

—No creo que supiese gran cosa —apuntó Gerard ante la mirada curiosa de Lucrecia.

—Mala puta, decía, y no le arrancamos ni una palabra más a la muy tola —explicó Carballeira.

—Estuvo en Barcelona, pero lo único que le interesaba era pescar la herencia.

—Sí, y cuando supo que rondaba por ahí un hijo, y que no le tocaría ni un céntimo del pastel, acusó a la muerta de hacerle la última jugada desde el más allá. Chiflada perdida, ya te lo he dicho.

—¿Sabéis algo más?

—Hablamos con la gente del pueblo, para ver si recordaban algo de aquella época, pero nos estamos remontando a treinta y cinco años atrás. Los pocos que quedan son los más viejos, y el que no tiene alzhéimer está demente, que ya no queda nadie porque la juventud se va a las ciudades aunque se mueran de hambre. Ya no quieren coger una azada ni que los maten, y se echan a perder las tierras porque se las venden por cuatro chavos a un desgraciado que construye una macrodiscoteca, que en realidad es un mercadillo de drogas sintéticas de esas que ya no saben ni con qué se drogan…

—Carballeira, céntrate.

El gallego asintió con vigor.

—A Soledad Montero casi no la habían visto rondar por allí durante los meses que pasó en casa de su abuela. Prácticamente vivía encerrada. Dicen que era una cría gorda como un tonel y con cara de malas pulgas.

—Gorda y preñada.

Lucrecia se tragó su aguardiente y durante unos segundos respiró como un asmático en plena crisis, con el alcohol quemándole la tráquea. Carballeira la miró con escepticismo.

—¿Y tú eres gallega, rapaza?

—No es por el aguardiente, Carballeira —replicó ella al borde del ahogo pero muy digna—. Así que… ¡mierda! —Ahora aplaudió con furia—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Soledad Montero tuvo un hijo!

Carballeira se dirigió a Gerard, lanzándole a Lucrecia una mirada de desdén.

—¿Y tú de esta ya te fías?

—Lo justo y necesario.

—Tiene mala cara. ¿No le dará un telele?

—No, qué va. Es fuerte como un roble.

—¿Y seguro que no se droga?

—Joder, Carballeira.

El gallego se encogió de hombros, le hizo un gesto a un camarero indicándole otra ronda y prosiguió.

—Soledad Montero se fue a Barcelona y no regresó nunca más a Ponte da Cerdeira. Además, su abuela, que era una mujer muy querida en el pueblo, alegre y conversadora, después de la partida de su nieta no volvió a ser la misma de antes. Se volvió muy reservada y no salía nunca de casa, solo para ir a la iglesia a confesarse.

—La mujer tendría mala conciencia.

—Falleció un año después, y aunque no trascendió el motivo de la muerte, en el pueblo se rumorea que se murió de pena.

—¿Y el cura ese? ¿Podríamos hablar con él?

—Está muerto.

—¿Y los hospitales? En el pueblo nadie sabe nada, pero si nació un niño y sobrevivió, tuvo que ir a parar a un hospital.

—¿Por qué? Tal vez Soledad Montero parió y entregó el niño a alguien. No tenemos ni idea de lo que pudo suceder.

—No fue así. Ese niño nació y ella lo abandonó. Lo atacaron las ratas y sobrevivió de milagro. Tuvo que ser atendido.

—No sé, Gerardiño. Si quieres, podemos investigar, pero date cuenta de que si hace treinta y cinco años de eso, va a costar encontrar información.

—El niño no pudo desaparecer.

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Carballeira—. ¿Qué conseguiremos buscando al hijo de Soledad Montero?

Gerard lo miró y sonrió.

—Si buscáis al hijo de Soledad Montero, encontraréis al asesino.