17
El cadáver lo había descubierto Lucrecia Vázquez.
Otra vez.
Por suerte, no se lo habían comido las ratas. De hecho, su aspecto apacible, sin signos de violencia, apuntaba a muerte natural.
Eso era todo lo que Gerard sabía antes de llegar a las inmediaciones de la Editorial Universo. Dejó el coche atravesado en la calzada, por detrás de la cinta balizadora. Dentro de la zona acordonada brillaban las luces de emergencia de media docena de vehículos policiales. Fue entonces cuando supo que el caso acababa de escapársele de las manos. Se identificó ante dos mossos que custodiaban uno de los dos lados de la calle, y conforme se acercaba a la entrada del edificio, vio a dos hombres, aunque solo conoció a uno de ellos: el intendente Serra. Se volvió, miró a su subalterno que lo seguía, y le dio una palmadita en el hombro.
—No pasa nada, chaval —le animó—. Estaba cantado que nos iban a apartar de la investigación, y más ahora que ha muerto Ramón Aparicio. Felicítate, viviremos mucho más tranquilos.
—Cabrón —masculló Pau Serra al ver a su padre.
Gerard sintió una oleada de simpatía. Comprendía aquel sentimiento de rabia e impotencia mucho más de lo que el cabo podía imaginar.
Mientras se acercaban, el intendente Serra cuchicheó algo a su acompañante, un hombre bajito, de unos sesenta años. Este asintió con vigor, y cuando Gerard Castillo llegó hasta ellos, le dedicó una sonrisa franca y le saludó, extendiéndole la mano.
—Sargento Castillo, soy el comisario Solans.
Mientras le estrechaba la mano, Gerard miró de reojo una cámara de seguridad que estaba a su izquierda.
—Me temo que me han relevado del caso —dijo.
—No exactamente, sargento.
Gerard alzó una ceja, sorprendido.
—El intendente Serra me ha convencido de la necesidad de trasladar la investigación a la Central. En eso estará de acuerdo.
Gerard miró por primera vez al intendente y le dedicó una torva sonrisa.
—Intendente.
—Sargento.
—Mi subalterno, el cabo Serra —dijo Gerard, señalando al muchacho, inmóvil como una estatua.
El comisario le dedicó un breve saludo. El intendente ni siquiera miró a su hijo.
—A partir de ahora habrá dos grupos de investigación —prosiguió el comisario—. El suyo se seguirá ocupando de Soledad Montero, y el otro grupo de Ramón Aparicio. El inspector Manzano será el responsable y se encargará de enlazar los dos equipos. Es evidente que las dos muertes están relacionadas.
Gerard apretó los dientes. Ponerse a las órdenes de un inspector de la Central era lo último que deseaba en este mundo, pero no podía negarse. Entendía que la decisión del comisario Solans era coherente.
—Castillo, el caso lo requiere —insistió el comisario al ver la cara de disgusto del sargento—. Yo no quiero relevarle del caso porque tanto su inspector jefe Vilalta como la inspectora Valls me han asegurado que usted es un excelente investigador y yo necesito a los mejores.
Gerard asintió con exagerada vehemencia.
—Nos encontramos ante un enorme reto y tenemos que juntar todas nuestras fuerzas para resolver el caso con éxito —prosiguió el comisario Solans—. Y las claves del éxito serán: organización, disciplina, comunicación y más comunicación. ¿Comprende, Castillo?
Gerard ahogó un bostezo y volvió a asentir.
—Además, este caso va a adquirir un seguimiento mediático excepcional, así que necesito solucionarlo cuanto antes —concluyó el comisario.
—No creo que deban ser los medios los que nos marquen los tiempos, comisario.
—Me temo que el sargento no está en muy buenas relaciones con la prensa —murmuró el intendente en tono malicioso.
—No, no lo estoy —replicó Gerard—. No me gustan los micrófonos ni los flashes, aunque entiendo que haya gente que se gane así el pan. Sin embargo, a los que no soporto de ninguna manera es a los cantamañanas que se exhiben ante las cámaras como estrellas de cine. Creo que somos policías, no presentadores de televisión.
El intendente abrió la boca para protestar, pero el comisario le detuvo con un gesto de la mano.
—Castillo, tiene que entender que los impedimentos hacia los periodistas no hacen más que dificultar nuestra labor. Si no les atendemos, nos critican, nos presionan, y nos ponen a la opinión pública en contra. Además, es una cuestión fácil de solucionar: se escoge a un portavoz policial con un poco de labia y de presencia y se da una rueda de prensa de vez en cuando. Es cuestión de cuidar un poco nuestra imagen.
Gerard asintió con vigor.
—Me ha convencido —dijo—. Es más; propongo al intendente Serra de portavoz policial.
El comisario Solans suspiró profundamente.
—Sargento, haga usted su trabajo, que yo me ocuparé del mío.
—Pues ya que lo dice, comisario —replicó Gerard—, me gustaría hacer una inspección ocular del edificio.
—No vaya por libre, Castillo —intervino el intendente—. Lo primero que tiene que hacer es ponerse en contacto con el inspector Manzano. Le recuerdo que ahora está bajo sus órdenes. Todo lo que vea, lo que descubra o lo que averigüe es inútil si no informa de manera adecuada e inmediata a su superior. Me remito a las sabias palabras del comisario Solans: comunicación y disciplina. Mucha disciplina.
—Comunicación y disciplina… —repitió Gerard como un mantra. Al cabo de unos segundos, como si despertase de un sueño, hizo un leve gesto de cabeza a modo de despedida y se alejó, con Pau Serra pegado a sus talones.
—Jefe… —musitó el cabo poniéndose a su lado—. ¿Qué va a hacer?
—Voy a matar a la inspectora Valls por cínica —masculló Gerard—. Y después a Vilalta por hacerme la cama. Luego te dejaré huérfano. ¿Te explico por qué?
—No, no hace falta.
Gerard y Pau subieron las escaleras que conducían al primer piso. Nada más llegar a la planta superior vieron un largo pasillo lleno de despachos. Dentro de algunos pululaban los hombres de blanco tomando instantáneas. En las puertas de todos los despachos lucía una placa brillante con un pomposo cargo grabado: Director de Marketing, Directora de Prensa, Directora de Producción, Asistente de Dirección, Coordinador editorial… Gerard sonrió malicioso al recordar las viñetas del humorista Pablo de La Codorniz: pelota primero, pelota segundo, pelota tercero… No, seguramente todos aquellos directivos ocupaban puestos de gran responsabilidad y él era un zafio ignorante y un malpensado.
En el despacho del fondo se podía ver a Teresa Valls, apoyada en el quicio de la puerta y charlando con alguien que se encontraba en su interior. Gerard se detuvo en mitad del pasillo y se dirigió a su subalterno.
—Quiero que busques a Jordi Prats y que te explique todo lo que pueda. Y luego inspecciona por tu cuenta.
—¿No puedo entrar a ver el cadáver, sargento? Tengo que irme acostumbrando, y este me parece que tiene buena pinta.
—No.
El cabo hizo un gesto de desconsuelo.
—Serra, ya te llevaré al depósito para que te diviertas —dijo Gerard—. Ahora necesito que hagas tu trabajo y que te muevas rápido. Y no te identifiques si no es absolutamente necesario. En cuanto Manzano descubra que nos paseamos por aquí, nos echará a patadas, ¿entendido?
El cabo asintió con vigor y los ojitos brillantes. Su misión era de vital importancia.
—Seré discreto, señor.
—Venga, Sherlock, muévete.
El cabo Serra volvió sobre sus pasos y desapareció dentro del primer despacho. Gerard recorrió los últimos metros de pasillo y se enfrentó a la inspectora. Ella le saludó con un gesto de disculpa.
—¿Cómo es el Manzano ese? —preguntó Gerard a modo de saludo.
—Un hijo de su madre.
—Pues muchas gracias, inspectora. ¿Qué pasa? ¿Me la tiene jugada?
—No quiero que le releven, sargento.
—No tengo ningún interés en seguir con el caso, y mucho menos de estar a las órdenes de un inspector de la Central.
—Lo sé, pero sepa que tiene todo mi apoyo.
—¿Y para qué me servirá?
Antes de que Teresa Valls pudiese contestar, una voz masculina surgió del interior de la estancia.
—Sargento Castillo, deje de discutir. El muerto le espera.
Gerard se sorprendió al reconocer la voz de Jaime Aguilar y comprendió que el médico lo había escuchado y le recriminaba su actitud. Tenía razón. De nada le serviría descargar su rabia contra Teresa Valls, ya que ella había actuado, en apariencia, de buena fe. Si él tenía dificultades para obedecer y para trabajar en equipo, era su problema.
—Perdone, inspectora, he sido muy brusco.
Ella se encogió de hombros, quitándole importancia. Teresa Valls estaba más que curtida en brusquedades.
—No haga esperar al doctor Aguilar —le dijo.
Nada más entrar, Gerard vio al forense inclinado sobre el cuerpo inerte de Ramón Aparicio. Se le encogió el estómago al ver al editor muerto. No hay manera de acostumbrarse a la visión de un cadáver, y menos cuando se trata de alguien que se ha conocido en vida. Además, a pesar de que Vilalta le había dicho que no mostraba signos de violencia, su aspecto distaba mucho de ser apacible. Que no le hubieran abierto la cabeza con un hacha o saltado los sesos a tiros no implicaba que su muerte hubiese sido natural. El editor yacía grotescamente apoyado en una butaca frente a la mesa, tenía los brazos rígidos y también las piernas, y se había deslizado en el asiento hasta que sus pies habían tropezado con las patas de la mesa. La postura era extraña, casi inverosímil, aunque la expresión de su rostro lo era aún más. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada perdida; la boca abierta y la lengua asomando entre los labios. Esa expresión le confería una patética apariencia de idiotez profunda. Gerard recordó al editor y se estremeció. Ramón Aparicio había sido un hombre locuaz y expresivo, de mirada inteligente y mente ágil, y ahora parecía un burdo espantapájaros sin alma.
Sobreponiéndose a la visión del cadáver, Gerard centró su atención en los objetos que había sobre su mesa. Muy poca cosa: ningún documento, solo el monitor del ordenador, una foto familiar y una agenda. Gerard consultó la página correspondiente a aquel día y comprobó que la primera anotación era una entrevista con Lucrecia Vázquez a las nueve de la mañana, lo que encajaba con el hecho de que hubiese sido ella la que lo descubrió.
—¿A qué hora murió?
—Entre las cinco y las seis de la madrugada.
Gerard hizo un gesto de desconcierto.
—¿Está seguro?
—Completamente —ratificó Jaime Aguilar—. El rigor mortis y la temperatura del hígado me indican que lleva alrededor de nueve horas muerto.
—Vaya horitas de venir a trabajar —murmuró Gerard, pensativo.
—¿Qué cree que hacía aquí? —le preguntó Teresa Valls.
—Citarse con su asesino —respondió Gerard—. Que, a su vez, es el asesino de Soledad Montero.
El forense y la inspectora lo miraron expectantes.
—No sé, lo estoy diciendo por decir. En realidad, no tengo ni idea.
—Es todo muy extraño —repuso Jaime Aguilar—. Sé que no me incumbe, pero reconozco que me interesa.
Gerard se encogió de hombros. Tenía la desagradable sensación de que los hechos iban más rápido que sus propios pensamientos. Apenas había podido encajar algunas piezas de su rompecabezas, nuevos acontecimientos se sucedían, sumando más muertes, más escenarios, más hallazgos… Demasiados frentes abiertos.
—Ramón Aparicio tenía mucho que ocultar, eso es lo único que sé —concluyó Gerard con pesadumbre. A continuación prosiguió, señalando al muerto—: No veo signos de violencia, pero es evidente que no ha fallecido de muerte natural, tal y como me dijeron por teléfono.
El médico levantó la vista y lo miró por encima de sus gafas de presbicia.
—De natural, nada. —El forense lo conminó con un gesto a acercarse—. Mire.
Jaime Aguilar le estaba mostrando un pequeño puntito en el cuello. Un pinchazo.
—¿Le inyectaron paralizante muscular?
—Seguramente.
—Por eso está tan rígido —murmuró Gerard—. Supongo que no tendría una bonita muerte.
—Fue larga y angustiosa. Quince o veinte minutos de sufrimiento para morir de asfixia.
—Imagino que la jeringa no ha aparecido por ningún lado.
—La hemos buscado en todo el edificio y no la encontramos —intervino Teresa Valls—. El asesino se la llevó. O la asesina.
Gerard la miró con fijeza. Sabía que la inspectora no daba puntada sin hilo.
—¿Sospecha de Lucrecia Vázquez? —preguntó.
—Mi trabajo no es sospechar de nadie, sargento —dijo Teresa Valls, encogiéndose de hombros—. Aunque también le informo de que me temo que el inspector Manzano, que es un lince, sí que sospecha de Lucrecia Vázquez.
—Puede sospechar de quien quiera, pero hay una cámara de seguridad en la entrada —le dijo—. Primero tendrá que ver esa grabación.
—Ya tenemos la cinta, sargento —repuso Teresa Valls—. El problema es que eso tendrá que explicárselo al cazurro de Manzano. A él le han dado la orden de que encuentre rápido a un sospechoso, y él lo va a encontrar rapidísimo. Que sea culpable o inocente es lo de menos.
—Supongo que no me está hablando en serio, inspectora.
Teresa Valls asintió con pesar.
—Me temo que sí —dijo—. He visto detener a muchos inocentes y luego dejarlos libres sin cargos. Así se hace callar a la prensa. Mirad, mirad, cómo estamos trabajando…
—Pero ¿Lucrecia Vázquez? ¿Por qué?
—Porque es una pobre desgraciada que no tiene nadie que la defienda. Manzano la retendrá setenta y dos horas en comisaría y dirá a los medios que ya tienen un sospechoso. Luego, si no consigue pruebas contra ella, la soltará. Aunque, con los métodos que utiliza Manzano, es posible que ella confiese que mató a Kennedy.
—Si es así, inspectora, me alegro de que no me hayan relevado del caso. Puedo ser un auténtico perro de presa si me lo propongo.
—Lo sé, sargento.
Gerard alzó la mirada y se dirigió al forense.
—¿Me informará de los resultados de la autopsia, doctor? Se lo pregunto porque ahora ya no estoy al cargo de la investigación.
Jaime Aguilar asintió mientras se sacaba los guantes de látex. Había concluido su trabajo.
—Cuente con ello, sargento.
—Bien, ahora iré a ver al famoso inspector Manzano. Quiero saber qué ha hecho con Lucrecia Vázquez.
—Antes de que se vaya —le dijo Teresa—. Sepa que ya tenemos los informes de toxicología y de genética de las muestras encontradas en Santa Creu. Se los haré llegar.
—Jordi Prats me habló de unas misteriosas pestañas —apuntó Gerard en un tono algo mordaz.
—Sí.
—¿Me puede adelantar los resultados?
Teresa Valls sonrió misteriosa. Era evidente que tenía un as en la manga.
—El informe de toxicología determina una cantidad de imipramina muy superior a la recomendable —dijo.
Gerard alzó una ceja, decepcionado.
—¿El tipo al que se le caen las pestañas toma antidepresivos?
—Sí.
—Menudo descubrimiento —dijo Gerard lanzando un bufido—. Todo el mundo está deprimido, y los adictos a los medicamentos se cuentan por millares. Es el peor resultado posible. Si hubiesen detectado restos de quimioterapia, eso sí que resultaría determinante.
—Es cierto, sargento, por ahí no hemos avanzado nada —repuso Teresa Valls con voz suave—. Pero el informe de genética ha descubierto algo muy relevante.
—¿De qué se trata?
—El perfil genético obtenido de las pestañas indica que se trata de un varón.
—Vaya, eso excluye a la mitad de la humanidad —ironizó Gerard—. Más o menos.
—Y, por ende, a Lucrecia Vázquez.
—No, no la excluye, inspectora. La inculparía, en todo caso, si las pestañas fuesen suyas, ya que ella afirmó que no estuvo dentro de la casa. No obstante, eso tampoco sirve para determinar su inocencia.
Teresa Valls asintió con vigor.
—Tiene razón, sargento, pero si le digo, además, que ese perfil coincide en un número muy alto de marcadores genéticos con el de la víctima, Soledad Montero, ¿qué le parece?
Gerard la miró boquiabierto. Tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Me está diciendo que esas pestañas pertenecen a un hijo de Soledad Montero?
—Sí.
Gerard tragó saliva. Se pasó la mano por los cabellos y suspiró profundamente.
—Así que es verdad —murmuró—. Ese hijo existe.
Durante unos instantes, todos permanecieron en silencio. Un silencio espeso, tenso, presidido por el cuerpo inerte de Ramón Aparicio. Fue Gerard quien lo rompió de nuevo, al decidir que tenía que confiar en Jaime Aguilar y Teresa Valls. Los necesitaba si quería proseguir la investigación por su cuenta, tal y como deseaba hacer.
—Hay algo que debo decirles, pero les ruego discreción absoluta.
—Puede confiar en nosotros, sargento —dijo Jaime Aguilar.
Gerard tardó unos segundos en ordenar sus ideas.
—Doctor, usted me dijo que Soledad Montero había estado embarazada y que dio a luz. En aquel momento pensamos que el niño había muerto, pero esas pruebas genéticas nos demuestran que no fue así.
—Cierto.
—Tengo razones para pensar que ese niño, aunque sobrevivió al parto, sufrió horribles mutilaciones.
—¿A qué se refiere?
—Fue devorado por ratas. Quizá perdió un ojo, la nariz y los labios. También fue mordido en brazos y piernas.
—¿Cómo es posible que sepa esos detalles? —preguntó Teresa Valls sobrecogida.
—En la editorial apareció un escrito cuya procedencia desconocemos y que explicaba la historia de un niño abandonado al nacer. Después de ser brutalmente atacado por ratas, fue salvado in extremis y encerrado en un orfanato. Años después fue adoptado por un matrimonio que lo mantuvo recluido durante años. —Gerard tomó aliento—. No voy a extenderme, pero parece la historia de ese hijo que Soledad Montero tuvo y abandonó.
—¿Quién ha escrito esa historia?
—En teoría, Soledad Montero, pero parece que ella no escribía sus novelas, sino que se las encargaba a negros literarios. Así que desconocemos su procedencia, aunque es muy posible que se la enviase su propio asesino, en una especie de macabro anuncio de sus intenciones.
—¿Y ella no sospechó?
Gerard recordó los mensajes de correo electrónico que Dana Green había borrado de su ordenador. Los mensajes de Ángel.
—Dana Green había recibido algunas amenazas por email, pero no se las tomó en serio.
—¿Amenazas de muerte?
—Sí.
—Así que su asesinato no es la obra de un psicópata desconocido —concluyó sombría Teresa Valls—. Se trata de la venganza de un hijo trastornado y enloquecido por el odio.
—Hay algo que no me cuadra, sargento —repuso Jaime Aguilar—. Si la historia es como usted la explica, estamos hablando de alguien deforme, casi sin rostro, que no pasaría inadvertido. No podría pasearse por ahí tan campante sin llamar la atención.
—No se paseaba por ahí —contestó Gerard—. Con toda seguridad tenía un cómplice. Estoy convencido de que no pudo actuar solo. Aquella noche, en Santa Creu, Soledad Montero le abrió la puerta a alguien que conocía.
—¿Lucrecia Vázquez?
Gerard se encogió de hombros.
—Lucrecia no ganaba nada con la muerte de Soledad Montero. Iba a escribirle su próxima novela y eso representaba un salto muy importante en su carrera como escritora. Aunque tuviese razones para desear su muerte, no habría elegido este momento para asesinarla.
—Eso es cierto.
—No digo que no pudiese ser ella, pero podría ser cualquiera. Al parecer, Soledad Montero acostumbraba llevarse amantes a Santa Creu. Amantes que conocía por internet.
—Pero ¿aquella casa no es de Ramón Aparicio? —preguntó Jaime Aguilar, extrañado.
—Sí.
—¿Y él consentía que ella la utilizase como nidito de amor?
Gerard asintió con la cabeza.
—Curioso, ¿no?
Teresa Valls y Jaime Aguilar se volvieron y miraron a Ramón Aparicio como si esperasen que el muerto respondiera.
—¿Por qué lo haría?
—Creo que Soledad Montero le hacía chantaje. Y también creo que él fue cómplice de su muerte, aunque dudo que supiese de qué forma iba a ser asesinada.
—¿Cómplice? ¿Por qué?
—Estoy seguro de que Ramón Aparicio tenía razones para querer que Soledad Montero desapareciese.
—¿Qué razones podía tener? Ella era la estrella de la editorial, su mayor fuente de ingresos. Si Lucrecia no tenía razones para desear su muerte, él mucho menos.
—Ella era la estrella de la editorial, sí, aunque no escribió ni un solo libro. Ramón Aparicio convirtió a Soledad Montero en una escritora famosa, pero podría haberlo hecho con cualquier otra persona.
—¿Y por qué lo hizo?
—Ella tenía poder sobre él.
—¿Qué poder?
—Ramón Aparicio era el padre de ese hijo que Soledad Montero tuvo y abandonó.
Teresa Valls y Jaime Aguilar se miraron, estupefactos.
—¿Está seguro? —preguntó ella al cabo de unos segundos.
—Por eso la necesito, inspectora, para que lo demuestre. Coteje el ADN de las pestañas con el de Ramón Aparicio. Estoy convencido de que hallará compatibilidad.
—Lo haré.
Durante unos instantes, todos permanecieron en silencio.
—Y aún más —concluyó Gerard—. Sé que ese hijo que tuvo Soledad Montero con Ramón Aparicio tiene alrededor de treinta y cinco años.
—Un hombre de treinta y cinco años, con el rostro deforme, tal vez tullido —apuntó Jaime Aguilar—. ¿Cómo ha podido vivir oculto tanto tiempo? Increíble. De pronto reaparece, dispuesto a llevar a cabo una terrible venganza. ¿Cómo ha conseguido llegar hasta Soledad Montero y asesinarla de esa forma tan bestial? ¿Cómo ha podido entrar aquí, en la editorial, y asesinar a Ramón Aparicio? ¡Nadie lo ha visto! ¡Es inexplicable, sargento!
—Alguien lo ayudó. Alguien «dio la cara» por él.
—Esa persona que dio la cara por el asesino, que lo ayudó a matar a Soledad Montero y a Ramón Aparicio, ¿por qué lo haría? —preguntó Teresa Valls, impresionada.
—Si yo tuviera la respuesta a esa pregunta, inspectora —concluyó Gerard—, sabría quién es.