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Gerard estaba convencido de que Jaime Aguilar tenía razón cuando le exponía sus dudas acerca de la identidad del supuesto hijo de la escritora, y de su capacidad de moverse sin ser visto, de esfumarse. Era evidente que tenía un cómplice, necesitaba que alguien le ayudase, y ese alguien trabajaba en la editorial.

¿Podía ser Lucrecia Vázquez?

Al llegar a la segunda planta escuchó un murmullo de voces. Se acercó a una puerta entreabierta y descubrió la sala de actos. Allí dentro estaban reunidos todos los empleados de la Editorial Universo, aguardando su turno para ser interrogados. A pesar de lo pretencioso del nombre de la editorial, allí no había más de quince personas, aunque tratándose de tomar declaraciones una por una, resultaba una labor ingente. Gerard se felicitó a sí mismo al estar liberado de aquel trabajo tan ingrato. Se detuvo en la entrada y lanzó un vistazo general. En pocos segundos clasificó a los allí reunidos en directivos y empleados. Estaban separados por una línea imaginaria que los dividía en dos grupos. Los empleados ganaban por mayoría absoluta, y Gerard frunció el ceño al recordar los más de diez despachos con sus correspondientes placas doradas en la puerta. ¿Dónde se habían metido los directivos? La respuesta le vino a la mente casi de inmediato y le hizo sonreír irónicamente: Lucrecia había descubierto el cadáver a las nueve de la mañana, y allí solo estaban los trabajadores que se hallaban dentro del edificio a esa hora. Los directivos y coordinadores no tenían por costumbre presentarse en el puesto de trabajo tan temprano. Así que allí no había más que cuatro jefecillos cumplidores que, en un corrillo cerrado, cuchicheaban entre ellos. Seguramente vaticinaban el negro futuro que se les avecinaba.

No era para menos.

Aunque no había trascendido a los medios cómo había muerto Soledad Montero, los periodistas especulaban con un final atroz. Pero también era cierto que el asesinato de Dana Green había sido un revulsivo en la venta de sus thrillers religiosos, tan pasados de moda. Dos días después de su muerte, se habían agotado las existencias de sus libros en Carrefour, unos libros que llevaban años pudriéndose en el almacén y habían salido varias veces en oferta promocional de 5,95 euros, y ni así se habían vendido. Ahora, la Editorial Universo preparaba una reedición de todas sus obras en edición de lujo. Para completar el ofertón, iba a incluir un kit con un mapa de la Tierra Santa en tiempos de Jesucristo, una cruz de Ankh y una reproducción del código de Hammurabi.

Así que, por más brutal que hubiera sido, la muerte de Dana Green había resultado muy rentable.

Además, todos en la editorial sabían que la escritora era un invento de Ramón Aparicio, y que Soledad Montero no había escrito ni una sola línea de sus exitosos thrillers de hermandades. Por lo tanto, de la misma forma que el editor había llevado a la fama a Dana Green, podía hacerlo con cualquier otro.

Pero Ramón Aparicio sí que era insustituible, y su muerte dejaba descabezada la editorial, ya que nadie se veía capaz de ocupar su puesto. Ninguno de los directivos tenía el talento necesario ni el sentido de la oportunidad de Ramón Aparicio. La muerte había encontrado al editor trabajando en el lanzamiento de una nueva estrella literaria: Lucrecia Vázquez, a la que iba a vender como la Åsa Larsson española.

Como las desgracias nunca vienen solas, no solo se habían quedado sin editor, sino también sin la estrella. La muchacha era la principal sospechosa del doble asesinato, y aunque nadie hubiese dado un céntimo por la inocencia de la Lucrecia Vázquez, todos conocían su trabajo como escritora, y admitían que era magnífico. Se expresaba con sencillez, sin el envaramiento típico de los noveles, y no sentía la menor necesidad de adornar sus textos con florituras literarias. Además, tenía un sentido excepcional del ritmo y era una trabajadora incansable.

Negro futuro para la negra literaria. Y negro futuro para la editorial.

Gerard entró en la sala y descubrió a dos agentes que vigilaban a los allí reunidos con el mismo entusiasmo con que dos maestros vigilarían un patio de escuela. No le vieron. Se acercó a los directivos y escuchó algunos retazos de su conversación.

«No hay derecho… Ese inspector Manzano es un animal… No había necesidad de tratarla así… Cualquiera se da cuenta enseguida de que Lucrecia no está bien de la cabeza…».

Gerard se plantó ante ellos, sobresaltándolos. Todos lo miraron asustados.

—Usted… ¿también es policía? —balbució uno.

—Sí.

—¿Nos ha escuchado?

—Sí.

—Nosotros…, en realidad… No queríamos…

—¿Qué le ha pasado a Lucrecia Vázquez? —preguntó Gerard con suavidad.

—Ella… insultó al inspector… Mal hecho, sí —tartamudeó el hombre—. Pero tiene que entender… que la pobre…

Gerard asintió, mientras le daba una suave palmadita en el hombro.

—Tranquilo, hombre. Yo soy policía, pero de los que rellenan papeles —repuso—. Dígame, ¿qué pasó?

—Lucrecia insultó al inspector y… y él la arrastró fuera de la sala… No sabemos nada más.

—¿Les pareció que el inspector se comportaba con, digamos… brutalidad?

Los directivos se miraron entre ellos, y como si respondiesen a una señal invisible, asintieron al unísono. En aquel momento, los agentes que vigilaban al grupo de trabajadores de la editorial se dieron cuenta de la presencia de Gerard.

—¡Oiga! —Los dos mossos se acercaron con rapidez—. ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado permiso?

Gerard se alejó del grupo de directivos, sacó su placa y se la enseñó a los agentes.

—Sargento Castillo, de la Unidad de Investigación Criminal —respondió.

Uno de los mossos miró la placa con detenimiento, como si pretendiera descubrir que era falsa.

—Perdone, sargento… ¿De qué unidad?

—De la comisaría de Les Corts —mintió Gerard con aplomo.

Los dos agentes asintieron con vigor. La información parecía veraz.

—Perdone, sargento, pero no teníamos noticia…

—Ya lo sé, es una decisión de última hora del comisario Solans —explicó Gerard—, para ayudar en la investigación. Y díganme, ¿su superior es el inspector Manzano?

—Sí, señor.

—Muy bien, ¿dónde puedo encontrarlo?

—No lo sé, señor. Salió de la sala con una testigo, y no hemos vuelto a verlo. Nuestra obligación es custodiar a los empleados y no permitir que se vayan hasta que se les tome declaración.

—Esa testigo… —Gerard carraspeó—. Los empleados me han dicho que el inspector se la ha llevado un poco… bruscamente.

Los dos agentes se miraron entre ellos.

—La testigo estaba fuera de sí, sargento —respondió uno—. Para decirlo de una manera amable.

Gerard asintió comprensivo.

—¿Se puso violenta?

Ahora los dos agentes rompieron a reír.

—¿Violenta? ¡Eso es poco! ¡Loca perdida! ¡Daba miedo y todo! ¡Si la hubiese visto, una chavala más fea que Picio y que empezó a llamarnos hijos de puta y a revolverse como si estuviese poseída por el demonio! ¡Seguro que iba drogada!

—Seguro que sí —afirmó Gerard—. Hoy en día todo el mundo se droga. ¿Y dónde está ahora?

—El inspector la apartó del grupo, no sabemos más.

—Bien, iré a ponerme a las órdenes del inspector —concluyó Gerard—. Gracias, agentes.

Los dos mossos asintieron con vigor y volvieron a su cometido, mientras Gerard abandonaba la estancia por una puerta lateral. Ya en el pasillo, vio que en aquella planta no había presencia alguna de Policía Científica. Pegó la oreja a la primera puerta y escuchó una voz entrecortada: alguien estaba prestando declaración. Cruzó el pasillo con sigilo y se dirigió a la siguiente estancia. Procedió de idéntica forma, y escuchó un murmullo repetitivo. Una voz femenina repetía una palabra como si fuese un mantra.

Mierda… mierda… mierda…

Gerard abrió la puerta con sigilo, tanto, que Lucrecia tardó unos segundos en darse cuenta de su presencia. Estaba sentada en una butaca y agitaba la cabeza con furia.

—Lucrecia…

Ella levantó la mirada, sus ojos estaban cubiertos de lágrimas que resbalaban por su rostro y ya habían mojado el cuello de su camiseta.

—¡Lárguese! —gritó.

Fue entonces cuando Gerard se dio cuenta de que Lucrecia estaba esposada al reposabrazos de la butaca. No obstante, no fue eso lo que le enfureció. No. Que estuviese esposada podría considerarse una medida cautelar en el caso de que Lucrecia hubiera provocado una situación de descontrol. Pero algo le demostraba que la violencia ejercida contra la muchacha había sido desmesurada. Tal vez la habían golpeado, con toda seguridad había sido víctima de un trato humillante. Primero se lo indicó el olor acre e inconfundible, después el cerco húmedo que manchaba los pantalones de la muchacha a la altura del pubis.

—¿Qué te han hecho, Lucrecia?

—¡Lárguese! ¡Lárguese! ¡Lárguese! —repitió ella.

—Por favor…

Gerard no se acercó. Se limitó a esperar. Ella estiró de las esposas y agitó la cabeza con violencia. Estaba fuera de sí.

—¿No ve que me he meado? ¡Meado! ¡Meado!

—No me iré de aquí hasta que no me digas qué te han hecho.

Lucrecia respiró con violencia, como si le faltase el aire. Se limitó a negar con la cabeza.

—Te lo ruego, Lucrecia —insistió Gerard.

Ella respiró con dificultad e intentó hablar. No pudo. Tardó unos segundos en controlarse. Después de ese tiempo su voz brotó temblorosa, aunque nítida.

—Yo no maté a Soledad Montero y no he matado a Ramón.

Gerard meneó la cabeza lentamente.

—No te estoy acusando, Lucrecia, solo quiero saber qué ha pasado.

—¡No los maté y no estoy loca! ¡No estoy loca! ¡No estoy loca!

—Lo sé, Lucrecia —repuso Gerard consciente de que ella no podía reaccionar—. Intenta tranquilizarte, te prometo que en pocos minutos estarás fuera de aquí. ¿Me crees?

Ella negó lentamente. Ya no le escuchaba.

—Es una pesadilla… una pesadilla…

—Lo siento —murmuró Gerard desde la puerta—. Siento que pases por esto.

Gerard cruzó el pasillo y abrió la puerta del cuarto que se estaba utilizando de interrogatorio. Se plantó frente a los dos agentes que le tomaban declaración a uno de los empleados. Antes de que pudiesen reaccionar, les mostró la placa.

—Busco al inspector Manzano.

Quizá fue el tono, tal vez la mirada. Uno de los agentes respondió de inmediato.

—Ha bajado a hablar con el comisario.

Gerard giró sobre sus talones y salió del cuarto sin decir nada más. Bajó las escaleras sintiendo un latido sordo en las sienes. Recordó las palabras de Teresa Valls:

«Al inspector Manzano le da igual si es culpable o inocente, lo único que le interesa es que es una pobre desgraciada que no tiene a nadie que la defienda».

Al llegar a la planta baja, Gerard apretó las mandíbulas y el latido en las sienes se tornó ensordecedor.

Recorrió el vestíbulo para descubrir en la entrada del edificio al comisario Solans acompañado de Teresa Valls y de un hombre desconocido.

—¿Inspector Manzano?

El hombre se volvió y lo miró con extrañeza. Era alto, no tanto como él, pero de constitución muy robusta. Un hombre capaz de inmovilizar a una muchacha sin ninguna dificultad, de doblegarla sin necesidad de golpearla, y mucho menos de humillarla. La violencia ejercida sobre Lucrecia había sido innecesaria, gratuita, y lo que era aún más repugnante: había sido vejatoria. Aquí, como allá, siempre habría algún hijo de puta que disfrutaba maltratando a los demás, que despreciaba la dignidad ajena y que no dudaba en pisotear al débil.

—¿Qué le ha hecho a la testigo? ¿Le ha pegado? ¿La ha amenazado?

El inspector Manzano enarcó una ceja y en su boca se dibujó una sonrisa irónica. Gerard leyó en su mirada maliciosa como en un libro abierto.

Iba a negarlo.

—¿Quién es usted y de qué coño habla? —le preguntó con una mueca de asco en su boca.

—Estoy hablando de Lucrecia Vázquez, la muchacha que ha dejado esposada en un cuarto del tercer piso.

El inspector Manzano hizo un gesto exagerado como si intentase recordar.

—Lucrecia Vázquez… Lucrecia Vázquez… Ah, sí, la chiflada… ¿Qué cuento le ha explicado esa maldita loca?

—Hijo de puta… —masculló Gerard.

—¡No! —gritó Teresa Valls.

Demasiado tarde. Gerard estrelló su puño contra la mandíbula del inspector Manzano, y aunque este podía resultar un peligroso contrincante dada su envergadura, no debía de estar acostumbrado a pelear con hombres, solo a golpear muchachas, ya que no ofreció ninguna resistencia. Cayó como un fardo contra la pared, y Gerard le asestó un segundo golpe, el definitivo. Manzano abrió la boca y se deslizaron por su barbilla dos dientes cubiertos de sangre espesa. Intentó farfullar alguna palabra, pero no lo consiguió. Tras unos segundos, resbaló con la espalda apoyada en la pared hasta caer sentado en el suelo.

—¡Sargento! —gritó el comisario—. ¿Se ha vuelto loco?

Gerard negó lentamente y dio un paso atrás. Metió la mano dentro de la camisa y sacó la H&K. Solans lo miró aterrorizado.

—Tranquilo, comisario —murmuró Gerard—. No voy a matar a nadie.

Luego, con parsimonia, sacó la placa de identificación y se la dio, junto con la pistola. Miró a Teresa Valls, y la señaló con un dedo.

—Le pido un favor, inspectora. Ocúpese de Lucrecia Vázquez.

Y sin esperar respuesta, salió del edificio.