30

Los impulsos son traicioneros. Rendirse a ellos convierte al ser humano en una marioneta incapaz de calibrar las posibles consecuencias de sus actos.

Eso debería saberlo un hombre de treinta y siete años.

Por desgracia, no era el caso de Gerard Castillo. Tiró el manuscrito sobre la mesa y señaló a Lucrecia con un dedo.

—Prepara la maleta —le ordenó—. Rápido.

Lucrecia respondió con una sacudida violenta de cabeza.

—¿Que qué? —Atinó a preguntar.

—Que prepares lo imprescindible. Nos vamos de viaje ahora mismo.

—¿Adónde?

—A Ouleiro. Vamos a descubrir quién te ha enviado este manuscrito.

—¿Y tenemos que hacerlo… nosotros?

—¿Quién si no? ¿Manzano?

Lucrecia negó con vigor.

—No le pienso entregar el manuscrito a ese hijoputa.

—Entonces no hay más opciones. Tenemos que ir a Ouleiro.

—Ouleiro… Ouleiro… —Lucrecia repitió aquel nombre varias veces, valorando la posibilidad de acceder a la propuesta de Gerard. No estaba dispuesta a dejarse arrastrar tontamente a una aventura incierta sin estar segura de que era lo mejor para ella.

—No puedo —decidió.

—¿Por qué?

—Mañana tengo que ir a declarar a comisaría —dijo con poca convicción—. Ya lo sabes.

—No vayas —replicó Gerard—. No tienes por qué ir.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Puedo negarme?

—Y tanto. No es obligatorio declarar en comisaría. Solo en un juzgado.

—¿Lo dices en serio? Quiero decir… ¿lo sabes con absoluta seguridad?

Gerard hizo una mueca despectiva.

—Si no lo sé yo, ¿quién lo sabe?

—De acuerdo, de acuerdo —aceptó ella—. Pero ¿no me perjudicará?

—Todo lo contrario. Si vas a comisaría, te arriesgas a que Manzano te intimide para obtener una declaración —respondió Gerard—. Y no tienes obligación de acudir ni tampoco de declarar. Así que, ¡qué se joda!

Lucrecia analizó su respuesta. La motivación que impulsaba a Gerard no era altruista, ni mucho menos. Tenía mucho más que ver con perjudicar al inspector que con ayudarla a ella.

—Dime la verdad —insistió—. ¿Por qué me aconsejas que no vaya? ¿Lo haces para putear a Manzano?

—Por supuesto. Tú no me importas lo más mínimo —replicó él con aspereza—. En realidad, lo que te conviene es ir mañana a comisaría. En cuanto llegues, Manzano te meterá en un cuartillo, los dos solitos —Gerard tomó aire y la señaló con un dedo—, ¡y te volverás a mear encima!

Como si la hubiese impulsado un muelle, Lucrecia saltó con la mano en alto.

—Tranquilízate. —Gerard la miró con cara de aburrimiento—. Y piénsalo bien, no te he dicho nada que no sea verdad.

Ella bajó la mano y se dejó caer en el sofá, mientras su rostro se crispaba en una mueca dolorosa. Durante unos segundos permaneció en silencio, intentando ahuyentar el amargo recuerdo de una agresión. La vergüenza, más que el sufrimiento físico, le aguijoneaba el pecho. Por lo menos, en eso Gerard llevaba razón. Manzano sabía cómo golpear sin causar lesiones, cómo humillar y salir impune. Aquel golpe en el bajo vientre la dejó sin respiración durante unos instantes, y cuando quiso darse cuenta, la orina resbalaba por sus piernas. Al mirarle a la cara y descubrir su sonrisa malévola deseó con todas sus fuerzas verlo muerto. Pero también sintió miedo.

—Dime por qué quieres ayudarme —musitó.

Gerard se armó de paciencia. No era fácil manejar a una persona que desconfiaba de toda la humanidad. Y aún menos intentar persuadirla de que él se movía impulsado por un sentimiento de justicia interior, por una conciencia propia e implacable que no podía eludir, más allá de su condición de policía. Tenía que ser práctico y convencerla con argumentos que ella pudiese creer, y eso implicaba convertirse en un buitre interesado.

—Si te explicase que creo en tu inocencia y que me preocupa lo que pueda pasarte, te sonará a milonga, así que voy a ser jodidamente sincero y te voy a decir la verdad —murmuró—. Y la única verdad es que, aunque estoy apartado del caso, quiero resolverlo. Llámale orgullo herido, vanidad o como te dé la gana. Sé que puedo descubrir al asesino.

Lucrecia asintió, convencida.

—¿Y por qué quieres que vaya contigo? —le preguntó.

—Te necesito.

Ella le lanzó una mirada furtiva, entre sorprendida y asustada.

—¿Para qué?

Gerard lanzó un bufido de desesperación.

—Sé lo que piensas, Lucrecia, pero estás equivocada. No te quiero utilizar como cebo, ni mucho menos. Estoy convencido de que no eres la próxima víctima.

—¿Cómo puedes saberlo?

Gerard señaló el manuscrito.

—Estos crímenes no son la obra de un asesino en serie que elige a sus víctimas de forma aleatoria. No. Está llevando a cabo una venganza muy calculada, y tú te has cruzado en su camino. Digamos que eres una espectadora inevitable, dada tu proximidad con las víctimas. Pero aún hay más. Antes dijiste que tenías la sensación de que Alejandro Paz te conocía. Tal vez esa persona también te conoce.

—¿Y?

—Si nuestro asesino es una especie de vengador justiciero, seguro que considera que tiene que reparar el daño causado, tal y como te he dicho antes. Tu infancia fue terrible, Lucrecia, y quizás él quiera hacer justicia a su manera. Por eso te ha enviado el manuscrito.

—Así que, según tú, el negro literario de Alejandro Paz es el asesino.

—Sí, eso pienso.

—Lo que no entiendo es la relación que puede haber entre esa persona y Ramón Aparicio. Porque si él fue el asesino de Alejandro, también lo fue de Ramón…

—Tal vez.

—¿Y Dana?

Gerard se encogió de hombros. Lucrecia seguía haciendo preguntas y más preguntas, intentando comprender qué relación podía existir entre el posible asesino y sus tres víctimas.

—Alejandro Paz, Ramón Aparicio y Soledad Montero… —enumeró ella—. ¿Qué tienen en común, aparte de su trabajo en la editorial? Nada les unía…

Gerard estuvo a punto de explicarle la relación entre Soledad Montero y el editor, pero se contuvo. Quizá más adelante. Miró el reloj del comedor y vio que ya eran casi las seis de la madrugada.

—Deja de darle vueltas y decídete, Lucrecia —la interrumpió, impaciente—. ¿Quieres venir conmigo a Ouleiro o prefieres ir a visitar a tu amigo?

—Yo… prefiero ir contigo.

Gerard asintió satisfecho.

—¿A qué hora te ha citado Manzano? —le preguntó.

—A las doce.

—Tenemos seis horas hasta entonces, más lo que necesite Manzano para conseguir del juez una orden de búsqueda y captura. Así que date prisa.

—¿Puede hacerlo?

—Puede hacerlo y lo hará.

Lucrecia se levantó de un salto. La decisión estaba tomada. Ya no le preocupaba que la persiguiese el cuerpo entero de los Mossos d’Esquadra. Estaba con Gerard, que era uno de ellos, y a él no parecía preocuparle estar al otro lado de la ley. Además, había decidido confiar en él.

—No tardo nada —dijo.

Y desapareció de su vista.

Mientras Lucrecia trasteaba en su dormitorio, Gerard leyó algunos fragmentos del manuscrito, con la esperanza de encontrar algún tipo de información oculta entre líneas. No obstante, lo único que halló fue una historia de ficción, con un lenguaje demasiado florido para ser una novela de misterio, llena de pesadas descripciones de cadáveres en descomposición, y cuyo paralelismo con la realidad era peregrino. Cansado y aburrido, cerró los ojos de nuevo, y fue entonces cuando escuchó el sonido de un teclado. Se levantó de un salto y al entrar en la habitación vio a Lucrecia frente a su ordenador, con un pendrive en la mano.

—¿Qué haces?

Lucrecia le lanzó una mirada de súplica.

—Necesito mis textos —musitó—. Es un segundo, de verdad.

—¿De qué hablas?

—No puedo dejar colgada a la editorial.

—¿Colgada? ¿A qué te refieres?

—Tengo que acabar la próxima entrega.

Ante la mirada de sorpresa de Gerard, Lucrecia eligió un archivo con un curioso nombre: Sam Fisher 30.12.2012.

—¿Sam Fisher 30.12.2012? —leyó, asombrado.

Lucrecia agitó las manos, fingiendo despreocupación.

—Treinta de diciembre es la fecha de entrega.

—Entrega, ¿de qué?

—Del manuscrito.

—¿Y Sam Fisher? ¿Quién es?

—El nombre del protagonista.

—¿Sam Fisher? —repitió, atónito—. ¿Te refieres a Sam Fisher de La novia del muerto? ¿De La maldición de Dalilah? ¿De Dinero sucio? ¿De Todos los policías corruptos?

—Eh… sí.

Gerard parpadeó, confuso.

—Abre el archivo —le ordenó con voz seca.

Lucrecia negó con la cabeza.

—No hace falta —rogó, implorante—. Yo… lo grabo en una memoria USB y me lo guardo. Es un momento. Mira…

—¡Abre el archivo!

—No puedo. Tengo un contrato firmado en el que me comprometo a ocultar mi identidad. ¿Lo entiendes?

—No, no lo entiendo —replicó Gerard—. ¡Enséñamelo!

Lucrecia lo miró a los ojos, se encogió de hombros y obedeció.