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Barcelona, noviembre de 2011.
Ella se apartó un mechón rubio platino del rostro con estudiada coquetería.
—¿Va a ayudarme?
La pregunta iba acompañada de un cruce de sus largas y hermosas piernas. Sam Fisher descubrió entonces, decepcionado, que aquella rubia no emulaba a Sharon Stone en Instinto Básico. Así que, o la rubia no era lo suficientemente cochina, o no estaba lo suficientemente desesperada. En cualquiera de los dos casos, aquello implicaba un sobresfuerzo que no estaba dispuesto a realizar. A Fisher solo le interesaban las mujeres fáciles. Muy fáciles.
Sacó un cigarrillo del arrugado paquete de tabaco que tenía sobre la mesa y se lo llevó a los labios. No le ofreció a la mujer.
—Depende.
Ella parpadeó insinuante.
—¿De qué depende? —preguntó, apartando el mechón rebelde por undécima vez.
—De lo que esté dispuesta a ofrecerme.
Lucrecia se levantó de la silla, frente al ordenador, y estiró los brazos por encima de la cabeza. Miró el reloj para comprobar que llevaba más de tres horas tecleando sin parar, cinco mil palabras en total. Dos nuevos capítulos de la última entrega: La novia del muerto. Los plazos de la editorial eran cada vez más cortos, conforme el éxito en ventas aumentaba y Sam Fisher se abría un hueco en el escaparate del quiosco, entre los cuatreros de Marcial Lafuente Estefanía, los cómics de Lobezno y las damiselas desvalidas de Harlequín. De una entrega trimestral había pasado a una mensual. En definitiva, triple ración de rubias tontas, malos malísimos, fiambres a mansalva y tragos de whisky barato. Lucrecia se lo había tomado muy en serio, y después de empaparse a conciencia de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, había creado un mundo de ficción que resultaba para los nostálgicos un leve recuerdo de lo que había sido una buena novela negra, ahora que se confundía con un tratado de despiece, con tanto sicótico sanguinario, tanto cerebro desparramado y tanta autopsia minuciosamente detallada. Desde la aparición de Sam Fisher, la cuenta corriente de Lucrecia Vázquez —que firmaba con el seudónimo de Kevin Wilson— había aumentado bastante, pero mucho menos en proporción de lo que lo había hecho la de su editor. Él siempre le recordaba que aquella bazofia podía escribirla cualquiera, y que ella tenía mucha suerte de ser esa cualquiera.
Estaba muy tensa y estresada. Apagó el ordenador y, casi de inmediato, un espasmo la recorrió de la cabeza a los pies, como si acabase de recibir una descarga eléctrica. Siempre le sucedía: cuando dejaba de estar concentrada, su cuerpo era víctima de un furioso ataque de tics. Fue a la cocina y abrió la puerta de la nevera. Cogió una lata de cerveza y la puso sobre la mesa. Su hombro derecho le lanzó el brazo hacia delante con fuerza y le costó atrapar la anilla de la lata.
—Mierda, mierda, mierda… Mierda —repitió mientras parpadeaba con furia. Estiró de la anilla con brusquedad y la espuma salió por la abertura. Se llevó la lata a la boca, pero un espasmo hizo que parte de la cerveza le corriese por la mejilla y le acabase mojando el cuello de la camiseta. Aun así no se detuvo. Bebió con fruición y luego se secó los labios con el dorso de la mano.
—Mierda, mierda… ¡Mierda!
Estaba muy enfadada. No le faltaban razones. Después de tres años dándole vida al cretino de Sam Fisher, su editor le había propuesto escribir la próxima novela de Dana Green —un seudónimo tras el que se escondía Soledad Montero—, una escritora de fama internacional, que se había hecho famosa con sus thrillers de hermandades y arcanos religiosos, y que ahora quería dar un giro a su carrera. «Ahora se llevan las novelas policíacas con protagonistas femeninas raras —le había dicho su editor—. Y hemos pensado que, con lo rara que eres tú, seguro que no te costará nada escribirla». Perfecto, trabajar de negra para Dana Green era dar un salto cualitativo. Aún no había asimilado la felicidad de esa gran noticia, cuando supo que Alejandro Paz, el maldito gurú argentino de la autoestima y el crecimiento personal, con gran influencia en la editorial, no estaba de acuerdo con la elección de Lucrecia.
Maldito traidor, hijo de puta.
No podía entenderlo. Alejandro Paz había sido su protector desde el primer momento. ¿Por qué la traicionaba ahora?
«Tiene talento», dijo, cuando buscaban a alguien que revitalizase la línea negra, que se había convertido en una burda parodia de Sherlock Holmes, con un asesino tontorrón que siempre se dejaba una colilla bien repleta de babas en el lugar del crimen. «Tiene talento y tiene experiencia», aseguró Alejandro Paz. Y era cierto, sobre todo lo de la experiencia, ya que de su imaginación habían salido miles de páginas de ardiente escritura. Lucrecia se había fogueado creando decenas de novelas eróticas de argumentos clónicos y demenciales que desembocaban implacablemente en multitud de coitos entre la pareja protagonista, que incluían sexo oral, anal y vaginal en varias posturas distintas, una de ellas digna de contorsionistas experimentados, más una escena estelar con participación de mucha más gente, animales, hortalizas y objetos de diversa índole.
Cuando la llamaron al despacho de Ramón Aparicio, el editor, para proponerle crear una serie de novela negra ambientada en Estados Unidos, ella entró, intentó saludar, pero lo único que consiguió fue mascullar un leve «mierda-mierda-mierda» que se le escapó de entre los labios. Fue un espectáculo patético para todos, comenzando por la propia implicada. Solo Alejandro Paz pareció haber visto una criatura angelical, débil e indefensa. Solo Alejandro Paz parecía ver en Lucrecia una ninfa delicada, donde todos los demás veían a una mujer dura como un camaleón.
El argentino se levantó de la silla y, aunque Lucrecia Vázquez parecía a punto de convertirse en Mister Hyde, tal era la expresión de su rostro torturado por los tics, le tomó la mano entre las suyas y la besó varias veces.
—Lucrecia, no nos puedes decir que no.
La reacción fue tan inesperada que Lucrecia lo miró sorprendida e intentó balbucir una respuesta.
—Mierda… ¿A… a qué no puedo decir que no?
Cuando Ramón Aparicio le explicó qué tenían pensado, ella casi se desmayó de la alegría. Por fin podía liberarse de los tríos, del sexo anal, de las lluvias doradas, de la zoofilia y de todas esas cosas de las que todo el mundo habla con naturalidad, pero que casi nadie practica. Por fin podría pasar por delante de un quiosco sin ver aquellas portadas infames y el nombre de Shayla Deveraux en letras doradas, y no temer que alguien, algún día, llegase a descubrir que Shayla Deveraux era ella.
El apoyo de Alejandro Paz fue una bendición, él le aplanó el camino dentro de la editorial. La aconsejó e incluso la ayudó a crear a Sam Fisher, un plagio algo vergonzoso de Sam Spade, eso sí, con todos los defectos de un hombre del siglo XXI: adicto a las prostitutas rumanas, a la ketamina, a jugar a Splinter Cell en la Xbox y a las hamburguesas de tofu. Sam Fisher se hizo un espacio en los quioscos desde la primera entrega, y le procuró a Lucrecia una posición mucho más destacada dentro de la editorial, a medio camino entre las estrellas rutilantes y los escritores literarios, siempre llorando su mala suerte.
Ella no tenía ansias de posteridad, así que trabajar de negra no le causaba ningún trauma.
De hecho, Lucrecia no tenía grandes expectativas en la vida, y después de haber resistido veintisiete años, solo aspiraba a conseguir otro tanto, a poder ser, en mejores condiciones. Alta y desgarbada, muy delgada, hiperactiva y con síndrome de Tourette, Lucrecia Vázquez no se consideraba una privilegiada entre los mortales, aunque tampoco era la más desgraciada, y eso que su biografía, que incluía una infancia atroz, apuntaba maneras. Si realmente ella tenía algún talento natural, era para la supervivencia. Cuando a otros la vida los habría arrollado como un tren expreso, ella había conseguido esquivar el golpe, en el último segundo, en el último suspiro. Si no tenía en la vida nada más que a sí misma, también le había tocado en suerte un ángel de la guarda, aunque fuese de oficio. Un ángel de la guarda que se presentaba siempre in extremis.
Aquella sensación de caminar por la cuerda floja pero sin caer nunca le proporcionaba una extraña seguridad, un optimismo visceral en su, a pesar de todo, buena estrella. Como en Google, ella siempre elegía el camino adecuado. Voy a tener suerte.
Lucrecia intentó varias veces hacerle entender a Alejandro Paz que no pretendía conseguir ningún premio ni reconocimiento. Él se mantuvo firme en su negativa.
—Tenés talento, ya lo sabés —le dijo él como disculpa—. No quiero que escribás para otros. Y, sobre todo, no quiero que escribás para Dana Green. Sería para vos un callejón sin salida.
—¿Prefieres que emborrone páginas y más páginas con las tonterías de Sam Fisher? —Lucrecia lo miró con los ojos brillantes de furia—. ¿Eso es lo que quieres para mí?
Alejandro intentaba convencerla.
—Che, creeme, la oportunidad llegará a su tiempo.
—¡Mi oportunidad ha llegado y se llama Dana Green! —replicó Lucrecia—. ¡No quiero que te interpongas!
—Lo siento, Lucrecia. —Alejandro negó con determinación—. No cambiaré de opinión.
—No lo entiendo. ¿Por qué me haces esto?
—Yo me preocupo por vos, Lucrecia.
—¡No decidas por mí! ¡Ya soy mayorcita!
—Lo siento, Lucrecia. Algún día me lo agradecerás.
Ella lo señaló con un dedo.
—¿No será que quieres dar un giro a tu carrera? —lo acusó—. Últimamente revoloteas alrededor de Dana como un buitre. ¿Acaso me quieres quitar el puesto?
Alejandro tragó saliva.
—Es cierto que, tal vez, esteee… sea yo quien le escriba la nueva novela a Dana. Tengo una idea muy linda.
Lucrecia se sacudió con fuerza, como si le hubiese dado un calambrazo. Sus brazos se agitaron con fuerza y acabó aplaudiendo, un gesto esperpénticamente opuesto a lo que pretendía.
—Eres un maldito cabrón, Alejandro —sentenció—. ¡Cabrón, cabrón…! ¡Y yo que creía que eras buena persona! ¡Me has apuñalado por la espalda, espalda, espalda…!
Él la miró, apretó los labios y negó lentamente.
—¡Además, eres un hortera y un cursi relamido! —Lucrecia abrió los brazos en aspa—. ¿Cómo puedes decir que tienes una idea muy linda? ¡Estamos hablando de novela negra, de asesinatos crueles y espeluznantes! ¡Espeluznantes! ¡Espeluznantes! ¡Espeluznantes!