36
Ouleiro era una pequeña población cercana a Os Ancares. Después de cuarenta kilómetros de carretera sinuosa y asfaltado deficiente, Gerard descubrió con alivio que había llegado a su destino. Durante todo el trayecto no se había cruzado con un solo vehículo, ni un triste tractor, y tenía la sensación de que se había equivocado y que aquella carretera no conducía a ninguna parte. En el tramo final, la calzada se convirtió en un barrizal, provocado por la lluvia torrencial caída la noche anterior, y cuando ya estaba decidido a regresar, el camino se abrió en una gran explanada, al final de la cual descubrió el pueblo.
En total, no más de cincuenta casas dispuestas alrededor de una pequeña iglesia, ante la cual una plaza adoquinada representaba el centro de Ouleiro. El reloj de la torre señaló las diez de la mañana y, a continuación, empezó a marcar las horas a modo de saludo.
—Hemos llegado —anunció Gerard, despertando a Lucrecia.
Ella se desperezó en su asiento. Gerard la miró, curioso. Había dormido durante todo el trayecto, indiferente al ruido del motor al subir por las acusadas pendientes.
—¿No has descansado bien esta noche?
Ella se encogió de hombros, pero no contestó.
—¿Dónde están tus amigos? —preguntó a su vez, mirando a su alrededor—. ¿No han venido con nosotros?
—He llegado a un acuerdo con Carballeira.
Ahora fue ella la que deseó preguntarle en qué consistía ese acuerdo, pero supo que Gerard no iba a contestarle. En todo caso, se lo imaginaba.
Al salir del coche lo primero que notaron fue el frío seco, cortante. Aunque estaban a finales de noviembre, el termómetro no pasaba de los tres grados, mucho menos de lo que estaban acostumbrados. El aire, además, bufaba con fuerza, arrastrando las hojas secas a su paso. Tras los instantes iniciales, descubrieron que la desazón que ambos sentían no tenía solo que ver con la crudeza del clima, sino con la falta de actividad. Ouleiro les pareció un pueblo fantasma, aunque enseguida tuvieron la desagradable sensación de ser observados. Los visillos de las ventanas se corrieron, las persianas se bajaron. Y los pocos habitantes que ocupaban la plaza a aquellas horas desaparecieron como por arte de magia.
Cruzaron la plaza, desierta, y vieron en el principio de una estrecha bocacalle el logo amarillo de Correos.
—Veo que aquí no les gustan mucho los forasteros —apuntó Gerard, mirando a su alrededor.
—Me temo que los que no les gustamos somos nosotros.
Al entrar en la estafeta de Correos, el único empleado que se encontraba dentro de la oficina los miró con la misma cara con que miraría a dos marcianos bajando de su nave espacial.
—¿Qué desean?
—Quisiera hacerle un par de preguntas —contestó Gerard con suavidad.
—¿Unas preguntas? —repitió el hombre visiblemente nervioso—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me quieren hacer unas preguntas? ¿Para qué? ¿Por qué yo?
Gerard se metió la mano en un bolsillo interior de la cazadora y mostró una brillante placa de policía. El hombre se encogió de hombros y se dejó caer en una silla, resignado.
—Quiero que responda —murmuró Gerard.
—Usted… dirá —dijo el empleado.
—Este paquete —Gerard puso sobre el mostrador el manuscrito envuelto en papel de embalar— fue enviado desde esta oficina de Correos.
El empleado ni siquiera lo miró.
—Sabía que me daría problemas —musitó, compungido.
Gerard lo miró sorprendido.
—¿Qué dice?
—Nada, cosas mías. Pregunte, pregunte usted.
—Quiero saber quién lo envió.
—¿Solo eso?
—¿Hay algo más que preguntar?
—No, claro que no.
—Entonces, responda.
—No puedo responder.
—¿Qué?
—Que no sé quién lo envió. Bueno, sí, pero no cuenta.
Gerard alzó una ceja.
—¿Está de broma?
—No, no. Entiéndame.
—¿Que entienda qué?
—Es que… el paquete lo envié yo.
—¿Usted envió el manuscrito?
—¿Manus… crito?
—El libro este. —Gerard alzó el paquete y lo balanceó ante sus ojos.
—Yo lo envié. Pero yo no lo traje.
—¿Qué quiere decir?
—Que lo único que hice fue prepararlo para su envío.
—¿Por orden de quién?
—No lo sé.
—¡A ver, hable claro de una puta vez o lo detengo por… por… gilipollas!
—Dejaron el libro en la puerta y me lo encontré por la mañana, al abrir la oficina.
—¿Y lo envió? ¿Así, sin más?
—No era un paquete bomba ni nada de eso. Lo miré bien. Era un libro. ¿Por qué no iba a enviarlo? Lo habían dejado en la puerta de la oficina y venía con una nota dentro de un sobre. En la nota llevaba escrito el nombre de una mujer y una dirección de Barcelona. Entendí que debía enviárselo a esa mujer.
—¿Y por qué lo entendió?
—Porque dentro del sobre también había un billete de cincuenta euros.
—¡Coño!
—Eso pensé yo. ¿Viene a reclamarme el cambio?
—¡No, joder!
—Ah, porque yo no he hecho nada malo. Solo obedecí.
Gerard lanzó un bufido de desesperación.
—¿Y la nota? ¿Aún la conserva?
—No.
—¿La tiró?
—Tampoco.
—¿Qué coño ha hecho con la puta nota? —preguntó Gerard desesperado.
—La envié.
—¿Qué?
El empleado señaló el trozo de papel adherido al envoltorio del manuscrito donde estaba escrito el nombre y dirección de Lucrecia.
—Esta es la nota.
Gerard miró al empleado con la boca abierta.
—¿Pegó la nota al papel de embalar? ¿Es esta?
—Eso es lo que le he dicho.
Gerard hizo un gesto de aprobación. Después de todo, tampoco le había ido tan mal. El empleado lo observó de soslayo y al final se decidió a hablar.
—¿Y el cambio? —preguntó indeciso—. ¿Qué hago?
—El cambio es para usted.
—Sobraron casi cuarenta euros.
—Pues que le aprovechen.
Gerard le hizo un leve gesto de despedida y giró sobre sus pasos, dispuesto a irse. Fue entonces cuando escuchó la voz del hombre a su espalda.
—El paquete tiene que ver con esa escritora que ha muerto en Barcelona, ¿verdad? —preguntó de improviso.
Gerard lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué lo dice?
—Por el título de la novela —respondió.
—¿Qué?
—Ratas. Ayer lo vi en la tele. A la escritora esa se la comieron las ratas.
Gerard no podía dar crédito a lo que escuchaba. ¿Ya había trascendido la noticia? ¿Y el secreto de sumario?
—En la tele se dicen muchas cosas.
El empleado asintió con vigor.
—Ya, ya, ya. Pero no me negará que es mucha casualidad.
—¿El qué?
—El título de la novela y esa escritora muerta. Y no solo eso.
—¿Qué más?
—Usted viene de Barcelona.
—¿Por qué lo sabe?
—Porque tiene acento catalán.