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El hombre que les abrió la puerta no tendría más de treinta y cinco años. No obstante, era demasiado mayor para ser el hijo. Gerard dio un paso atrás y, en un gesto instintivo, comprobó el número de piso sobre el marco de la puerta. No, no se había equivocado. Fue entonces cuando descubrió que no sabía su nombre de pila.

—Hummm… ¿Carballeira vive aquí? —preguntó torpemente.

El hombre sonrió y con un gesto amable les invitó a entrar.

—¡Xosé Manuel! ¡Tus amigos! —exclamó.

Del interior del piso apareció Carballeira secándose las manos en un paño de cocina y envuelto en un halo de olores caseros y deliciosos.

—No me ha dado tiempo de hacer caldo gallego, pero creo que sabré compensaros —se disculpó.

—Huele a grelos —repuso Lucrecia husmeando como un sabueso— y a chourizos de Baralla.

—Y a ternera y a pimientos de Padrón.

Uns pican e outros non —remató Lucrecia agitando los brazos con alegría. Nadie en su sano juicio sería capaz de resistirse al chascarrillo, por eso Carballeira sonrió condescendiente.

Mientras Lucrecia se mostraba expansiva y dispuesta a disfrutar de la velada, Gerard seguía plantado en el vestíbulo, tieso como un espantapájaros. El hombre joven le dio dos sonoros besos a la muchacha y le extendió la mano a Gerard, que se la estrechó después de mirarlo tontamente. Se presentó como Suso, amigo de Xosé Manuel.

—Os dejo solos, que sé que tenéis mucho de que hablar —dijo—. Yo aprovecho para ir a ver a mi hermana.

Carballeira le despidió con una sonrisa y Lucrecia fue la única que consiguió articular un adiós antes de que Suso desapareciese. Durante unos instantes, Carballeira y Gerard se miraron a los ojos, sin proferir palabra. Fue Gerard quien rompió el silencio.

—Suso es tu… —Gerard no halló la palabra adecuada. Por suerte, Carballeira asintió con vigor.

—Suso es mi pareja. Dile mi novio, si quieres —apuntó—. Pensamos casarnos, así que pronto será mi marido.

Silencio.

—Joder, tío —replicó Gerard pasándose la mano por la frente—. Y yo que pensé que eras un pedazo gallego con dos cojones.

Lucrecia lo miró horrorizada.

—¿Qué tienen que ver los cojones con la orientación sexual? —le recriminó, furiosa—. ¿Qué pasa, que solo los hetero son valientes?

Gerard negó con lentitud, avergonzado. Sin embargo, cuando ella se disponía a acusarlo de homofóbico y retrógrado, Carballeira respondió despreocupado.

—Aquí, el amigo Gerardiño —dijo, golpeándole el hombro—, es buen chico, pero un poco corto de miras.

Gerard se golpeó la frente con vigor.

—Vale, soy un asno —se disculpó—. Acepta mis disculpas y dame algo de beber. Absenta o algo así.

Carballeira dejó escapar una carcajada.

—Confórmate con un albariño fresco.

Gerard aceptó con agrado y con un gesto invitó a Lucrecia a pasar al comedor. Se retrasó levemente y miró a su amigo con gesto contrito. Durante unos segundos no supo qué decir.

—Lo siento, Carballeira. Me has dejado un poco… —murmuró, tenso—. ¿Fue por esto que te fuiste a Madrid?

—Acababa de conocer a Suso y pensé que si ponía tierra de por medio… Pero no. El paso del tiempo solo vino a confirmar que yo, en fin…

—¿Y tu mujer? —preguntó Gerard—. Porque estabas casado, ¿no?

—Le confesé lo que pasaba y pidió la separación. Yo intenté hacerle comprender… Fue imposible. Además, puso a mi hijo en contra.

—¿Y ahora?

—Sigue sin hablarme.

—En fin —murmuró Gerard—. Y yo que pensaba que mi vida era complicada.

—Pues ya ves que no, Gerardiño —contestó el gallego—. Pero no hablemos más de este tema. Venga, vamos a reunirnos con Lucrecia.

Además de sus virtudes policiales, Carballeira era un cocinero de primera, que como todo gallego de bien, no dejaba de ofrecer comida hasta que no estaba totalmente seguro de que sus invitados estaban a punto de estallar como castañas.

Tras comprobar —con insistentes ofrecimientos— que Gerard y Lucrecia no eran capaces de ingerir un bocado más, los invitó a pasar al salón. Los dos se levantaron pesadamente, y se dejaron caer allá donde el gallego les indicó, en dos confortables butacas que rodeaban una chimenea que, previamente, había encendido y cuya leña se había consumido en unas brasas.

Carballeira se sentó en un taburete bajo, frente a la lumbre, y colocó sobre un trípode un recipiente de barro cocido. Vació un litro de aguardiente y puso unas cucharadas de azúcar, corteza de limón y granos de café. Comenzó a removerlo y le plantó fuego. El alcohol del aguardiente ardió con un brillo hipnótico.

—No te puedo dar absenta —le dijo a Gerard—. Pero quemaré poco el aguardiente, para que te temple los nervios.

—¿Nervios?

—Hoy te he puesto un poco nervioso. ¿No?

Gerard se encogió de hombros.

—Estoy tranquilo —respondió, arrellanándose con despreocupación en la butaca—. Ya me he hecho a la idea de que eres maricón.

Antes de que Lucrecia tuviese tiempo de reñirle por segunda vez, Carballeira le había sacudido con el atizador, a lo que Gerard contestó con un aullido lastimero.

—¡Mira que te pego un estacazo! —le amenazó entre risas.

Gerard siguió aullando, aunque ahora reía. Se dirigió a Lucrecia.

—¿Sabes que el bestia este le pegó un puñetazo en la cabeza a una vaca y la volvió loca?

—Es que no obedecía —contestó el gallego en tono filosófico.

Aquella respuesta provocó en Gerard un arranque de risa algo exagerado.

—¿Te acuerdas cuando…?

Durante los siguientes minutos, Carballeira hizo una exhibición del poder del macho, como si fuese preciso demostrar a su amigo del alma que seguía siendo muy hombre. O sea, un animal.

Lucrecia los miró resignada. Al parecer, la amistad entre aquellos dos se fundamentaba en una complicidad bastante tosca; un guion entresacado de Resacón en las Vegas.

—Lucrecia es una gallega de tercera —repuso Carballeira para fastidiarla—. Seguro que ni siquiera conoce o conxuro da queimada.

—Sí que lo sé.

—¿Seguro? ¡Pues venga! ¡A cantar!

—Me da vergüenza.

—Dile que te lo recite en alemán —intervino Gerard, frotándose el brazo dolorido por el golpe—. O en inglés. O en latín. Seguro que sabe latín.

Carballeira la miró con desdén.

—Vaya mierda de gallega… —refunfuñó, sin dejar de remover la queimada.

Tras un leve titubeo, Lucrecia se lanzó con un gallego vacilante.

Mouchos, coruxas, sapos e bruxas. Demos, trasgos e diaños, espritos das nevoadas veigas. Corvos, pintigas e meigas, feitizos das menciñeiras

Lucrecia prosiguió, cada vez con más soltura y ayudada por Carballeira.

—… Eiquí e agora, facede cos espritos dos amigos que estean fóra, participen con nós desta queimada.

Las llamas se tornaron de color azulado y Carballeira removió la mezcla hasta que, cuando consideró que estaba en su punto, la apagó.

—Y ahora a beber —dijo mientras llenaba un cazo de queimada y lo vertía en unos cuencos de barro. Lucrecia tomó el suyo, y en el preciso instante en que el gallego le escanciaba la bebida, un estremecimiento la sacudió con violencia y casi toda la queimada cayó al suelo. Ella la miró con resignación.

—Carballeira, ¿no tendrás una chinita para hacerme un porrete? —le preguntó—. Yo me colocaré igual y no te ensuciaré el piso.

El gallego le arrebató el cuenco de la mano y le trajo de la cocina un vaso largo de tubo.

—Bebe y no digas mariconadas, rapaza —le contestó Carballeira llenando el vaso con dos dedos de queimada.

Ella lo miró de través, aún no se había dado por vencida.

—No es solo por el estropicio, es que mi hígado es muy finolis.

—¿El hígado? —preguntó Carballeira mientras se bebía la queimada de un solo trago—. ¿Qué carallo es el hígado?