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—Melinda te ha traicionado.

Sam Fisher lo miró con los ojos entornados y al final se encogió de hombros.

—¿Cómo lo sabes?

—La vi con Johnny Morelli.

—Eso no quiere decir nada.

—Johnny la besaba y a Melinda no parecía desagradarle.

El detective encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza. Luego, liberó el humo lentamente, en volutas.

—Sabía que me traicionaría —concluyó—. Lo sabía desde el principio.

—¿Por qué?

—Porque tiene los ojos verdes.

El tradicional sonido de un teléfono de baquelita retumbó desde la sala. Gerard dejó el libro sobre el sofá y se levantó de un salto al reconocer la melodía de su móvil. Aquella llamada en su día libre, después de quince días de trabajo, solo podía indicar una cosa.

Más trabajo.

Por lo visto, en aquellos tiempos de crisis y desempleo, los únicos que seguían trabajando a destajo eran los delincuentes. Sin mirar el número en la pantallita del móvil, contestó, esperando escuchar la voz de su superior, el inspector jefe Vilalta.

—Sí.

—¿Sargento Castillo?

Gerard asintió sorprendido. No conocía la voz.

—¿Con quién hablo, por favor?

—Soy el comisario Solans.

Gerard tragó saliva.

El comisario Solans era el jefe de la Comisaría General de Investigación Criminal de los Mossos d’Esquadra. O sea, el Gran Jefe.

—Señor comisario…

—Verá, Castillo, supongo que le sorprenderá mi llamada. —El tono de voz era firme e imperativo—. Así que iré al grano.

—Sí, señor.

—Ha aparecido un cadáver en Santa Creu del Montseny…

Gerard hizo un gesto de desconcierto. Santa Creu del Montseny era el lugar más tranquilo del mundo.

—… Y creemos que se trata de una mujer.

Gerard comprendió dos cosas. La primera, que el cuerpo debía de estar en muy mal estado. Y la segunda, que el caso estaba a punto de escapársele de las manos.

—Santa Creu del Montseny pertenece a nuestra área, señor —le recordó.

—Sí, ya lo sé. No obstante, la posible identidad de la víctima ha hecho que considerase la posibilidad de traspasar la investigación a la División Central.

—Pero, señor…

—No, escúcheme, Castillo. —El comisario era un hombre poco acostumbrado a las interrupciones—. A la vista del cadáver, y con muy buen criterio, el inspector jefe Vilalta ha decidido informarme previamente. Y después también me ha asegurado que su Unidad de Investigación es de altísimo nivel…

«¿Altísimo nivel? —pensó Gerard divertido—. Joder, y yo sin saberlo».

—… Y que ponga a su disposición todos los recursos para resolver el caso. Para empezar, no les he enviado a un forense de guardia, sino que ha ido el doctor Jaime Aguilar.

Gerard hizo un gesto admirativo. Acababa de escuchar el nombre del mejor médico forense con que contaba la Policía Científica.

—Gracias, señor. —Gerard decidió ponerse estupendo—. Es una gran suerte contar con un profesional del prestigio del doctor Aguilar.

—¿Y usted, qué? —le interrumpió el comisario—. No quiero ofenderle, pero, sinceramente, me parece un poco arriesgado dejar el caso en manos de una unidad tan pequeña como la suya…

Gerard Castillo sonrió. A él le atraía el reto, no la posibilidad de un ascenso, como al inspector Vilalta, que soñaba con ser intendente en la Central.

—El inspector Vilalta tiene razón, señor comisario. Nuestra Unidad de Investigación Criminal es de altísimo nivel.

«Toma órdago».

—Bien, espero resultados.

—Sí, señor.

—Y quiero estar informado en todo momento.

—Sí, señor.

—Y como haya filtraciones a la prensa, los degradaré a todos.

Gerard tragó saliva.

—¿Filtraciones a la prensa, señor?

—Lo que oye, sargento. Me temo que se van a enfrentar con un cadáver muy mediático…

Mierda.

¿Un cadáver muy mediático?

Aquello lo cambiaba todo. Lo último que Gerard deseaba en este mundo era llevar a los paparazzis pegados a sus talones.

Pero ¿quién coño había palmado en Santa Creu? ¿La reina del corazón corazón? ¿La princesa del pueblo? ¿La gran dama de la prensa rosa? ¡Joder! ¡Como si Santa Creu del Montseny fuese Chueca!

Por suerte, el comisario no tardó en sacarlo de dudas.

—Existen muchas posibilidades de que la víctima sea una escritora de best sellers, una tal Dana Green. ¿Le suena?

—Ah —exclamó Castillo aliviado. Si él tuviese que definir a un personaje como muy mediático, jamás hubiese elegido a un escritor. Y eso que algunos lo pretendían. Dana Green era bastante conocida, aunque últimamente había desaparecido del panorama literario, seguramente intentando reorientar su carrera, ahora que los crímenes religiosos y las hermandades de chiflados habían pasado de moda. Además, él prefería las novelas policíacas de toda la vida, con sus tipos duros como Sam Fisher, el más duro de todos.

—Sí, señor comisario. Sé quién es Dana Green.

—Bien, no puedo asegurarle que el cadáver encontrado sea el suyo, pero hay muchas posibilidades… Así que la prensa, en cuanto se entere, se les echará encima. Y que esté muerta no es lo peor. Lo peor es cómo ha muerto.

—¿Cómo ha muerto, señor? —preguntó Gerard, imaginándose la respuesta. Crucificada, eviscerada, decapitada… o cualquiera de las muertes sangrientas con que Dana Green había deleitado a sus lectores durante los últimos diez años.

—Devorada por ratas.

—¿Cómo?

—Lo que oye, Castillo. Se la han comido.

Aún estaba Gerard asimilando aquella información tan jugosa, cuando sonó de nuevo su teléfono móvil. Ahora miró la pantallita para descubrir al cabo Serra.

—Sargento…

—Sí.

—Perdone, sargento, pero he sido yo.

—¿Qué? ¿El qué?

—Yo he sido el que le ha dicho a Vilalta que no era necesario que viniese ningún pixapins merdós.

—¡Serra!

—Lo siento, jefe. Y perdón por lo de meapinos mierdoso, pero es que a los de Barcelona no los soporto. Se creen los amos del mundo.

—Serra, que yo también soy un pixapins

—Usted es diferente, jefe. Ni siquiera parece de Can Fanga.

Gerard sonrió. El cabo Serra era un chico de poco más de veinticinco años, de Llerona, incapaz de distinguir las churras de las merinas, como todos sus compañeros de comisaría. Nada más llegar a su nueva destinación, él se presentó como Gerard Castillo, de Barcelona, y como todos vieron que hablaba un catalán muy chapucero, lo creyeron a pies juntillas. El único que conocía su auténtica identidad era su superior, el inspector Vilalta. Pero Vilalta no iba a soltar prenda, por la cuenta que le traía.

Y es que en el DNI de Gerard Castillo, en realidad decía Gerardo de Arteaga Castillo, nacido en Madrid. Su catalán era el resultado de un cursillo intensivo para aprobar el nivel mínimo exigido y no del insufrible acento xava que tanto odiaban fuera de Barcelona.

—¿Qué es lo que le has dicho a Vilalta?

—Que usted es el mejor. Y que no hace falta que nos traigan a nadie de la División Central.

—Has metido la pata, Serra —le recriminó Gerard sin convicción—. ¿Te has enterado de quién es la muerta?

—Sí, sargento. ¿No le parece interesante?

—Interesante será ser rebajado a patrullero como no descubramos quién mató a la escritora. ¿Has pensado en eso, Serra?

El cabo tardó unos segundos en responder.

—Lo siento, sargento. Soy un bocazas.

—Tranquilo, hombre. Al fin y al cabo, si llevamos este caso dejaremos de perseguir ladrones de cobre. Saldremos ganando.

—¡Lo sabía, sargento! —exclamó el cabo—. ¡Sabía que no querría dejarlo escapar!

Gerard hizo un gesto condescendiente. Su subalterno era un pardillo; cándido, asustadizo y no muy inteligente, así que no disponía de grandes cualidades para la investigación, más allá de un papá ambicioso y muy bien situado en el organigrama. El retoño había ascendido a cabo con solo veinticinco años y sin méritos especiales, gracias a su apellido. Todo eso lo sabía Gerard Castillo por el inspector Vilalta, y a pesar de que esa información podía predisponerlo contra él, lo cierto es que Pau Serra también tenía sus cualidades positivas. Era fiel como el mejor amigo del hombre y estaba dispuesto a partirse el alma por obedecer una orden. Pau Serra era un buen chaval, que había tenido la mala suerte de crecer a la sombra de un padre tirano y autoritario que lo había anulado por completo. Algo que Gerard Castillo había conocido muy bien. Tanto, que para conseguir librarse de ese yugo, había renunciado a su primer apellido, como si con ese gesto casi infantil también pudiese renunciar a la mitad de sus genes.

—¿Vienes de camino? —le preguntó Gerard.

—Sí, señor. Lo siento, pero tengo el Subaru en el mecánico. Vengo con un coche patrulla.

—Joder. Así no llegaremos nunca. Tendremos que respetar los límites de velocidad.

Aún no había acabado de hablar, cuando Gerard escuchó una sirena lejana.

—¡Mierda, Serra! ¡Quita la sirena! —bramó, furioso—. Y espérame en la esquina. ¿Qué quieres? ¿Que se entere todo el pueblo de que soy policía?