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Gerard observó con atención el trasiego de policías que entraban y salían de la casa con sus bolsitas llenas de hallazgos y haciendo fotos desde todos los ángulos. Se mantuvo en un discreto segundo plano, aguardando la visita de Carballeira que, de tanto en tanto, se acercaba y le ponía al corriente de los últimos acontecimientos. No obstante, no necesitó que el gallego le informase de que el hombre había muerto: vio salir a dos enfermeros que transportaban una camilla con un cuerpo envuelto en una funda hermética y plateada, cerrada con cremallera. También vio a los de la Protectora de Animales que trasladaban al pobre can al interior de una furgoneta.
—Joder —dijo Carballeira, apareciendo de pronto—. Qué trabajo ha dado el cabrón.
Gerard lo miró enarcando una ceja, expectante.
—Le quitaron la rata e intentaron despegarlo de la colcha, pero era imposible, así que el personal sanitario accedió a llevárselo con la colcha y todo, aunque al final no hizo falta —explicó el gallego—. Se murió.
—Los de la Científica aplaudirían, supongo. Mira que si tienen que analizar la manta con el tipo encima, se hubieran cagado también, pero de gusto.
—Eres un animal.
—Soy un animal —aceptó Gerard encogiéndose de hombros—. Por cierto, ¿el viejo dijo algo antes de espicharla?
—Farfulló una especie de letanía como si pidiese perdón. Yo le señalé la foto de Calixto para ver si lo acusaba, pero el tío puso los ojos en blanco y la palmó.
—Lo has matado tú, Carballeira —dijo Gerard dejando escapar una carcajada—. ¿Y me llamas animal a mí?
—A tomar por culo —dijo el gallego mientras se alejaba de nuevo. Se detuvo y lo señaló con el índice—. Por cierto, ahora vendrá a verte el perro gordo. Así que sé bueno.
Gerard se encogió de hombros. Los perros gordos lo traían sin cuidado.
—¿Sabes cuántos días llevaba el tío amarrado a la cama? —preguntó.
—Los de la Científica hablan de unas cuarenta y ocho horas.
—Pues fueron las cuarenta y ocho horas más felices de su vida.
Unos minutos más tarde, Carballeira regresó acompañado de un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos, vestido con una gabardina oscura que le confería un aire aún más recio y que contrastaba con su pelo completamente blanco. Al llegar hasta Gerard lo miró con unos ojos astutos de zorro viejo y resabiado.
—Comisario Boeiro —se presentó.
Gerard le estrechó la mano, una mano fuerte y áspera. Supo que no debía irse con tonterías.
—Sargento Castillo de los Mossos d’Esquadra. Pero estoy fuera de servicio.
—Ya lo sé.
—Carballeira ya le habrá dicho…
—Dígamelo usted —le interrumpió el comisario.
—Aunque no tengo placa, sigo siendo policía.
—Supongo.
—Y puedo ayudarles.
—Eso espero. Aunque por ahora, más que ayuda, ha sido un estorbo.
Gerard miró a Boeiro de través, que le devolvió una mirada inescrutable. El comisario tenía una expresión neutra, hierática. Con seguridad ponía la misma cara para descerrajar un tiro que para tomarse un albariño.
—¿Qué puede decirme? —preguntó Boeiro, tras el duelo de miradas.
—La solución del caso está aquí, en Galicia.
—¿Está seguro?
—Completamente. Es más, estoy convencido que el asesino es una persona que estuvo interna en el Hospicio de Cristo Rey…
—Si se refiere a Calixto Muiños Teixeira —le interrumpió de nuevo el comisario—, sepa que hemos dictado orden de búsqueda y captura. Y para que no se nos escape, hemos proporcionado su foto a la televisión. Esta noche saldrá en las noticias de las nueve.
Gerard lo miró estupefacto.
—¿La foto del álbum? —preguntó estúpidamente—. ¿Esa en la que sale desnudo?
—No sea tonto, por Dios —masculló Boeiro—. La hemos recortado y solo sale su cara. ¿Usted cree que hace falta algo más para reconocerlo?
Gerard negó con la cabeza.
—Lo siento.
—Tenemos también la orden de registro de la casa de sus padres, Manuel Muiños y Generosa Teixeira —prosiguió el comisario—. Por lo visto, el tal Calixto tenía unos entretenimientos un poco macabros, relacionados con torturas a animales y tal. Quién sabe, quizá también tenía un criadero de ratas hambrientas.
—¿Creen que es el único asesino?
—Está implicado en los crímenes, sin lugar a dudas. No obstante, he visto su foto y estará usted de acuerdo conmigo en que es una persona que, con semejante aspecto físico, tiene que permanecer escondida en alguna parte. Y eso implica que necesita ayuda.
Gerard lanzó un vistazo a Carballeira, que asintió. «Explícale todo lo que sepas», le dijo con la mirada.
—He conocido a otro de los niños —apuntó Gerard—. Es la tercera víctima, Alejandro Paz, ya sabe, el escritor de autoayuda argentino. Creo que fue él su cómplice. Hasta verlo en el álbum no podía imaginar cómo habían podido conocerse, ya que Alejandro Paz había entrado en España con documentación falsa que decía que nació en Mar del Plata. Con toda seguridad, Alejandro Paz no es su verdadero nombre… El caso es que ahora sé que fue adoptado, y que pasó sus primeros años en el Hospicio de Cristo Rey. Allí fue donde conoció a Calixto… y a Lucrecia Vázquez. Supongo que, a pesar del paso de los años y de la distancia, Alejandro y Calixto mantuvieron el contacto, que se tornó más estrecho cuando Alejandro volvió a España, ya que Calixto se convirtió incluso en su negro literario. Por desgracia, si todos los documentos del hospicio se han perdido, lo único que tenemos son estas fotos…
El comisario Boeiro lo escuchaba con atención, y lo animó a proseguir.
—El caso es que Alejandro Paz volvió a España y, en algún momento, ambos planearon el asesinato de Soledad Montero. Los dos tenían sus propias razones: Calixto era el hijo que ella había abandonado al nacer, y Alejandro estaba sometido a su apetito sexual… La idea de que muriese devorada por ratas fue una forma de impartir justicia, supongo. La ley del talión: ojo por ojo y diente por diente.
—Estoy de acuerdo —murmuró el comisario—. Prosiga.
—Hasta aquí todas las piezas encajan bastante bien —dijo—. Entiendo las razones que llevaron a asesinar a Soledad Montero. Lo que no sé es de qué forma intervino Ramón Aparicio en esa muerte. Quizá fue cómplice del asesinato, ya que les prestó su propia casa para cometer el crimen. ¿Quería deshacerse de ella o no tenía ni idea de lo que iba a pasar?
—Ramón Aparicio es el editor, ¿no? —preguntó el comisario un poco agobiado por lo enrevesado de la historia.
—Exacto. Fuese cómplice o no, Alejandro Paz tenía sus propias razones para desear la muerte de Ramón Aparicio, ya que él sabía del acoso a que lo sometía Soledad Montero y no le quiso ayudar. Él mismo había sucumbido a ese acoso.
—¿Soledad Montero se acostaba con Ramón Aparicio y también quería acostarse con Alejandro Paz? —preguntó Boeiro sorprendido.
—Sí, y eso que el pobre Alejandro Paz era homosexual.
—¡La virgen! ¡Esto es peor que Falcon Crest!
Gerard ahogó una carcajada. Si aquello sorprendía al comisario, las próximas revelaciones lo iban a dejar sin habla.
—De hecho, si Soledad Montero era la madre de Calixto, Ramón Aparicio era el padre.
—¿Qué me dice?
—Sí, sí —respondió Gerard con aplomo—. Hay pruebas concluyentes de que ambos eran los padres de Calixto. Y lo que es peor, de que ahora se seguían acostando juntos.
Boeiro alzó una ceja.
—¿Qué quiere decir con «pruebas concluyentes»?
—Grabaciones en vídeo de sus actos sexuales.
—¿Usted las ha visto?
—Sí.
—¿Y?
—Soledad Montero era una fiera en la cama —concluyó Castillo, sonriente.
Durante unos instantes, Boeiro intentó poner orden en sus pensamientos.
—Conocemos al fin el móvil de los asesinatos, ¿no? —preguntó—. Perdone mi confusión, Castillo, pero llevo diez años al mando de la Brigada de Investigación Criminal y en todo ese tiempo me he tropezado con muchos cadáveres, no se vaya a creer que Galicia es un edén, pero aparte de ajustes de cuentas entre narcotraficantes, mujeres muertas por violencia de género, como se dice ahora, y peleas entre bandas, poco más tengo que contarle. En fin, que este caso me viene un poco grande. Por lo enrevesado de la historia, pero más que nada por lo del modus operandi, ¿sabe? —Boeiro dejó escapar una sonrisilla sarcástica—. No sé, yo pensé que estas cosas solo pasaban en América. ¿Allí, en Barcelona, están acostumbrados a estas escabechinas raras?
—Ni hablar; en Barcelona nos matamos a tiros como en todos lados —respondió Gerard con impaciencia—. Por cierto, si me permite que retome mi exposición, le diré que lo que no sé, ni entiendo, es por qué Calixto asesinó a Alejandro.
—Eso no puede asegurarse —intervino el comisario con gesto cansado—. He recibido los informes de los últimos avances, y a la espera de nuevos resultados, lo único que sabemos es que no hay restos de paralizante muscular en el cadáver de Alejandro Paz. De hecho, no se sabe de qué murió.
Gerard lo miró de hito en hito.
—Comisario, yo vi el cadáver. No necesito un informe forense para asegurarle que se lo comieron las ratas.
—Se lo comieron, sí. Pero ¿lo mataron? Me temo que el estado del cadáver no permite asegurar el motivo de la muerte con precisión —concluyó el comisario—. Si no fue con paralizante muscular, como en el caso de Soledad Montero… En fin, los de Toxicología trabajarán de firme a ver qué descubren. Mientras tanto, quiero que mañana vengan a comisaría.
—¿Vengan?
—Lucrecia Vázquez y usted.
—¿Para qué?
—Quiero que ella vea las fotos.
—¿Las fotos de los niños desnudos? —preguntó Gerard horrorizado—. ¡Es una crueldad terrible!
—E inevitable —sentenció el comisario dando por concluida la conversación—. Mañana los espero a las diez. No falten. Verá, no quiero amenazarle, pero yo no les recomiendo que me desobedezcan.