22

Gerard comió en un bar de carretera, cerca de Lliçà de Vall. Mientras tomaba el café decidió que, antes de ir a ver a Alejandro Paz, debía visitar a Lucrecia Vázquez. La pesada maquinaria policial la estaba cercando implacablemente, y tal vez resultase que ella era culpable. No podía desestimar esa posibilidad, aunque en su fuero interno le repugnaba. Sabía que ella era la sospechosa perfecta; una muchacha sin familia, sin nadie que la protegiese, y con un síndrome que provocaba desosiego y, las más de las veces, rechazo. Durante los dos días que permaneció alejado de la comisaría y ahogado en sus propias lamentaciones, la imagen de Lucrecia, tan vulnerable y humillada, le aguijoneaba la conciencia, le recordaba que con su estúpida actuación no la había protegido. Se había dejado llevar por un arrebato de ira, más propio de un gañán impulsivo y veinteañero que de un hombre cercano a los cuarenta y con muchos años de servicio a sus espaldas.

No obstante, no todo había sido tiempo perdido durante aquellos dos días. Buscó información del trastorno de Gilles de la Tourette en Google, y descubrió que los tics no eran más que la punta de un enorme iceberg. Gilles de la Tourette llevaba asociado con frecuencia otras alteraciones nerviosas de igual o mayor complejidad: TDAH (déficit de atención con hiperactividad) y, sobre todo, el terrible TOC (trastorno obsesivo-compulsivo). Cuando Gerard indagó acerca del segundo —el TDAH resultaba casi cool de tanto que estaba de moda— se encontró con un trastorno capaz de convertir la vida en un suplicio. Vueltas y más vueltas a la misma idea —o a los mismos actos—, de forma persistente y repetitiva, prolongándose durante horas a lo largo del día, generando un estado de angustia tal que el que lo padecía tenía que rendirse a ellas para intentar aliviar una tensión insoportable.

Y vuelta a empezar.

Gerard recordó El aviador, la película protagonizada por Leonardo DiCaprio en la que el actor daba vida a Howard Hughes, un magnate excéntrico, atormentado y víctima de tantas manías que acabaron convirtiendo su existencia en un vía crucis. Dotado de gran talento y notable inteligencia, el trastorno obsesivo destruyó su vida.

¿Sufriría Lucrecia Vázquez ese infierno interior?

Gerard comprobó la dirección y aparcó el coche en una pequeña placeta del barrio de Sant Andreu del Palomar. Eran las tres y media de la tarde; los niños estaban en la escuela y en la plaza reinaba el silencio y la tranquilidad. Los mejores bancos estaban ocupados por ancianos venerables que dormitaban o leían algún diario gratuito. Lucía un sol tenue pero muy agradable, y Gerard estuvo tentado de sentarse durante unos minutos y disfrutar de aquellos momentos de quietud. Sin embargo, desestimó la posibilidad; no tenía tiempo que perder.

La finca donde vivía Lucrecia Vázquez era antigua pero bien conservada, un edificio de principios del siglo XX que ya había sufrido alguna que otra restauración, aunque conservaba su aspecto original. Al llamar al interfono, Lucrecia contestó casi al instante, como si lo estuviese esperando. Gerard entró en una portería pequeña, de solo cinco vecinos. Descubrió un ascensor minúsculo, de nueva construcción, encajado en el hueco de la escalera. Nada más entrar, se arrepintió de no haber subido por las escaleras. Con su más de metro noventa y notable envergadura, tuvo la sensación claustrofóbica de meterse dentro de un ataúd.

Salió al rellano lanzando un suspiro de alivio y se tropezó con la muchacha, que lo esperaba con la puerta abierta y una sonrisa maliciosa en los labios.

—Menuda lata de sardinas —dijo él, algo avergonzado.

—Hola, sargento.

Gerard asintió con la cabeza, y en aquel momento la idea preconcebida de joven indefensa y golpeada por la vida se hizo añicos. Ante él tenía una muchacha animosa y vivaz. Y aunque en las antípodas del estereotipo de mujer bella, a sus ojos, atractiva. Vestía una blusa blanca, inmaculada, tejanos y zapatillas deportivas. Llevaba el cabello húmedo, y al acercarse, él percibió un tenue olor a limpio y a fresco. Lucrecia le franqueó la entrada y con un gesto amable le invitó a entrar, mientras era consciente del brillo de aprobación en los ojos del policía. Por desgracia, aquel gesto amable, ponderado, casi femenino, se convirtió en un latigazo brusco de su brazo que obligó a Lucrecia a sujetárselo con la mano opuesta mientras su rostro se crispaba en un rictus de amargura. Su pequeño instante de seducción había desaparecido. Si durante un brevísimo instante ella se sintió mínimamente atractiva, la violencia con que se desataban sus tics la retornaba a su patética realidad. Gerard la miró apenado, aunque en ese mismo instante una idea luminosa le cruzó la mente.

Era evidente que Lucrecia no podía controlar aquellos malditos tics.

¿Cómo se hubiera atrevido a exhibirse ante la cámara de seguridad de la editorial? Aquellos movimientos incontrolados la hubiesen delatado.

Recordó la imagen. Era alguien que caminaba con una pronunciada cojera, fingida o no. Estuvo frente al objetivo de la cámara más de un minuto, hasta desaparecer dentro del ascensor. Durante ese tiempo, no fue víctima del más leve espasmo, ni el más mínimo temblor.

Ella no podía ser.

En cuanto puso un pie en el interior del piso, Gerard pudo admirar un trocito de cielo que se podía ver desde un amplio ventanal en el fondo de la gran sala, que hacía las veces de comedor y cocina americana. Seguramente, Lucrecia había hecho derribar varios tabiques y convertido un pisito de poco más de cincuenta metros cuadrados en un apartamento luminoso y funcional. Gerard recorrió con la mirada la amplia estancia y descubrió la morada de alguien con buen gusto y muchas ganas de vivir.

—Tienes un piso precioso —murmuró.

Lucrecia lo miró de reojo. Una oleada de ira se había apoderado de su ánimo. Conocía la sensación y podía dominarla, pero no quiso.

—Lo sé —contestó con brusquedad—. ¿Quiere un café?

Gerard chasqueó la lengua.

—Lucrecia, tutéame.

—Vale, pero has venido a interrogarme. ¡Interrogarme! ¡Interrogarme! ¡Mierda! ¡Mierdaaaa!

Si ella había intentado aplacar sus demonios, ahora surgían con impetuosa violencia. Por más sobrecogedor que resultase aquel espectáculo, a Gerard le confirmaba que Lucrecia no podía ser la persona oculta bajo el pasamontañas. Se alegraba, y por ello sonrió condescendiente.

—Tranquila, Lucrecia —le rogó con voz suave—. Solo he venido a preguntarte cómo estás.

—¿No vas a interrogarme?

—Si te hace ilusión, sí, pero no he venido a eso.

Lucrecia lo miró durante unos segundos, desconcertada. El policía mostraba una enigmática sonrisa de Gioconda, totalmente imposible de interpretar. No parecía violento ni incómodo ante sus repentinos ataques de tics. De hecho, ella hubiera jurado que parecía más satisfecho que nunca.

—Estoy bien —contestó, resignada.

—¿Seguro?

Lucrecia asintió con vigor.

—Perdona que insista —prosiguió Gerard en tono formal—. No quiero traerte malos recuerdos a la memoria, pero creo que deberías denunciar a Manzano. Sé que no lo has hecho.

—No quiero perder el tiempo.

—No sería una pérdida de tiempo, te lo aseguro.

Lucrecia arrugó la nariz.

—Todos los polis habláis igual.

—¿Con quién me comparas, si se puede saber?

—Con Teresa Valls.

—¿Te trató bien? Le pedí que te cuidase, ya que yo no supe… o no pude hacerlo.

Lucrecia esbozó una beatífica sonrisa.

—Muy bien. Me trató tan bien que casi nos hemos hecho amigas.

Gerard la miró de reojo. Notaba en cada palabra de la muchacha un retintín burlón.

—La inspectora —prosiguió ella en el mismo tono—, que siente un sincero aprecio por mí, hasta me confesó que le habías hecho una sonrisa nueva a Manzano.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gerard, incapaz de dar crédito a lo que ella le decía.

—Sí, hombre, sí. Teresa me reveló, en plan colegui, que cuando te enfadas te conviertes en el dentista de Chuck Norris.

El chistecillo era malo, aunque en cualquier otro momento podría haberle hecho algo de gracia. Pero no ahora, y mucho menos proviniendo de una persona ajena a los mossos.

—Ella no debió decírtelo —replicó, sombrío—. No es algo que a ti te importe.

—¿Por qué no? Teresa Valls quería que yo supiera lo buena gente que sois todos. Y en especial tú, que llevas el caso del asesinato de Dana Green.

Gerard apretó las mandíbulas, reprimiendo las ganas de maldecir. La provocación de Lucrecia era totalmente intencionada. Con su actitud desafiante no buscaba sino acabar con su paciencia.

No iba a conseguirlo.

—Te veo muy nerviosa, ¿estás bien? —insistió, obviando sus ironías—. ¿Puedo ayudarte?

Lucrecia lo miró como si fuera tonto y dejó escapar una carcajada brusca, casi un ladrido.

—¿Qué pasa? ¿Te crees que no me doy cuenta de que vienes de poli guay a ver si me derrumbo y te confieso que soy la asesina? ¿Piensas que soy tonta?

Ahora Lucrecia estaba fuera de sí. Agitó los brazos como si fuesen aspas mientras lo imitaba.

—¿Estás bien? ¿Estás bien? —repitió, iracunda—. ¿Y qué coño te importa a ti? ¿Qué coño? ¡Coño, coño, coño!

Gerard la miró de hito en hito. Era evidente que Lucrecia Vázquez no confiaba en sus buenas intenciones.

—Estás muy alterada —concluyó.

—¿Y cómo quieres que esté? —Ella había aparcado las ironías—. ¡Dime! ¿Cómo quieres que esté? ¡He descubierto dos muertos y soy la principal sospechosa!

Las últimas palabras resonaron en la estancia, y durante unos segundos ambos permanecieron en silencio. Lucrecia se limitó a bajar la mirada y menear la cabeza mientras intentaba controlar su respiración agitada.

—Ese café… —murmuró Gerard al cabo de ese tiempo—. ¿Aún me lo sigues ofreciendo?

Lucrecia sonrió amargamente.

—Por supuesto. Qué le voy a negar a la autoridad.

—Prepáramelo, y dame otra oportunidad.

Ella entró en la cocina y sacó un paquete de café de un armario. Gerard tuvo tiempo de comprobar que, en su interior, todo estaba ordenado meticulosamente. A simple vista pudo apreciar una hilera de botes de vidrio etiquetados: harina, sal, azúcar… Nada que ver con Dana Green y sus alacenas repletas de bollería industrial.

—Yo… en fin, discúlpame —dijo Lucrecia mientras sacaba el portafiltro de la cafetera exprés—. Sé que haces tu trabajo.

—No te disculpes —murmuró Gerard comprensivo—. Estás nerviosa, tienes que estarlo.

—No sé, mi mundo se viene abajo. Un mundo que me ha costado mucho construir.

Gerard buscó alguna palabra amable, pero no halló más que los tópicos de siempre. Nada con que consolarla de verdad. Por suerte, ella pareció recuperar parte de su aplomo y le señaló una puerta lateral que conducía a otro cuarto.

—Si quieres, puedes salir a la terraza por el despacho. Podemos tomar allí el café.

Gerard asintió, aliviado, y obedeció. Nada más entrar en la estancia, comprobó que se trataba del lugar donde ella escribía. Desde allí las vistas eran aún más espléndidas, ya que aquel cuarto se abría al exterior por una gran puerta de dos hojas.

Sin embargo, no salió a la terraza de inmediato.

Las vistas eran fantásticas, pero a él le interesaba mucho más la habitación. Enseguida descubrió que no había ninguna foto, ni una sola. Ni presentaciones de libros —los negros literarios no asisten a los eventos— ni reuniones familiares. Lucrecia Vázquez no tenía padres ni hermanos. Y por lo que parecía, nada que celebrar.

Sobre una gran mesa de oficina había un monitor de ordenador encendido: una línea evolucionaba por el salvapantallas cambiando de color.

En una mesilla accesoria estaba la impresora, con varios folios sobre la boca de salida. Alrededor del teclado había varios libros: un diccionario de sinónimos y antónimos, la nueva Ortografía de la lengua española y tres novelas abiertas por alguna página y con varios párrafos subrayados con lápiz.

«Pequeña plagiadora», pensó Gerard divertido.

Durante unos instantes, estuvo tentado de levantar el último folio que reposaba en la impresora y leerlo; descubrir qué estaba escribiendo Lucrecia Vázquez. Se contuvo. No quería comportarse como un maldito fisgón. Fue una pena, porque si lo hubiera hecho, habría sido el primero en leer las últimas andanzas de Sam Fisher, su adorado héroe. Ahora que en la editorial corrían tiempos inciertos, un comité provisional había decidido que, hasta nueva orden, Lucrecia Vázquez iba a someter a horas extra al detective. La situación era muy complicada, y todos tenían que arrimar el hombro; Sam Fisher también.

Así que Gerard abandonó la idea de husmear en los folios recién impresos, y se dispuso a admirar la gran biblioteca que, de punta a punta, ocupaba la pared frente a la mesa. Tendría unos seis metros de largo, desde el suelo hasta el techo, y no quedaba ni un espacio vacío. Es más, en muchas de las estanterías, Lucrecia había apilado los libros en doble fila. Gerard observó los lomos y no descubrió ninguno de color rosa o de brillante fucsia: ni highlanders, ni vizcondes, ni vampiros. (Lo cierto es que hubo un tiempo en que Lucrecia compraba libros eróticos para documentarse, pero cuando dejó de ser Shayla Deveraux, acabaron todos en el contenedor de reciclaje).

La curiosidad llevó a Gerard a leer algunos de los títulos y autores: Follas Novas, Herba de aquí ou acolà, Deter o día cunha flor, Xente ao lonxe… Rosalía de Castro, Álvaro Cunqueiro, Luz Pozo, Eduardo Blanco.

La regenta, Nada, Poeta en Nueva York, Olvidado rey Gudú… Leopoldo Alas «Clarín», Carmen Laforet, Federico García Lorca, Ana María Matute.

La plaça del diamant, L’arrel i l’escorça, Mecanoscrit del segon origen, Solitud… Mercè Rodoreda, Miquel Martí i Pol, Manuel de Pedrolo, Caterina Albert.

Lucrecia Vázquez era una lectora empedernida y ecléctica, que disfrutaba de la poesía y la prosa en su lengua materna y sus dos lenguas de adopción.

Between the Acts, In Cold Blood, The Collected Poems, Hearts of Darkneess… Virginia Woolf, Truman Capote, Sylvia Plath, Joseph Conrad.

Lucrecia Vázquez era una lectora empedernida, ecléctica, que sabía inglés, y que disfrutaba leyendo en versión original, sin depender del talento literario del traductor. Había más de doscientos libros en la lengua de Shakespeare, así que no podía ser fruto de un ataque de esnobismo.

Impulsado por un interés creciente, Gerard prosiguió la lectura de títulos, y descubrió que Lucrecia no solo sabía inglés: Mémoires d’une jeune fille rangée, Débat de Folie et d’Amour, Germinal, La Nausée… Simone de Beauvoir, Louise Labé, Émile Zola, Jean-Paul Sartre.

También sabía francés.

Kinderlieder, Die Klavierspielerin, Atemschaukel, Die Verwandlung… Bertolt Brecht, Elfriede Jelinek, Herta Müller, Franz Kafka.

¿Alemán?

O Lucrecia Vázquez era una perturbada o su coeficiente intelectual estaba muy por encima de la media.

Gerard retrocedió sobre sus pasos y sacó la cabeza por el hueco de la puerta para descubrir a Lucrecia, que, víctima de uno de sus múltiples tics, luchaba por encajar el portafiltro del café sin conseguirlo. Estaba tan enfrascada en aquella actividad tan sencilla que no se dio cuenta de que él la observaba. Al final, Gerard la llamó con suavidad.

—Lucrecia…

Ella se volvió sobresaltada.

—Pensaba que estabas en la terraza —le dijo.

—Lo siento, pero he estado husmeando un poco en tu biblioteca.

Lucrecia sonrió beatífica.

—Era de esperar en un policía.

—Exacto —asintió él con vigor—. Soy un maldito sabueso que tiene una curiosidad muy poco profesional.

—¿Cuál?

—Tienes muchos libros en gallego, catalán, inglés, francés y alemán. Además de en castellano, por supuesto.

—Sí.

Gerard le hizo un gesto, invitándola a explayarse. Lucrecia meneó la cabeza con fuerza mientras ajustaba, por fin, el cacillo a la cafetera. Al ver que él esperaba la respuesta, respondió, aunque con evidente desgana.

—Eso solo quiere decir que entiendo esos idiomas.

—¿No son muchos? —preguntó él con ingenuidad.

—Para mí, no.

—Pero sí para un españolito medio. Estamos a la cola de Europa en el dominio de las lenguas extranjeras, y tú no solo dominas el inglés, sino dos idiomas más. Y uno de ellos es el alemán, casi nada. Así que yo me pregunto: ¿es que eres muy inteligente?

—¿Muy inteligente? —repitió Lucrecia como si no entendiera—. Digamos que no soy tonta.

—Quiero decir superdotada. ¿Cuál es tu coeficiente intelectual?

—Eso es tan íntimo como preguntarme la talla de sujetador.

—Pongamos una noventa.

—Qué amable, sargento. Soy plana como un lenguado. Pongamos una ochenta.

Gerard se encogió de hombros.

—Se me pasó la edad de valorar a las mujeres por su talla de sujetador. Contéstame: ¿eres superdotada?

Lucrecia se estremeció.

—No lo sé.

—Lucrecia, no me mientas.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Durante estos días he leído un poco acerca del síndrome de Gilles de la Tourette, y me he enterado de que, muchas veces, viene relacionado con un coeficiente intelectual importante.

—No te emociones, sargento. También viene relacionado con el déficit de atención y el trastorno obsesivo. ¿Eso no lo has leído?

—Sí, también lo he leído. ¿Eres superdotada? —insistió Gerard.

Lucrecia sonrió.

—Un poco.

—¿Cuánto de poco?

—Más que Hillary Clinton y menos que Stephen Hawking.

Gerard valoró aquella respuesta como evasiva. Lo obligaba a consultar Google como un bobo, e intentar ubicar la inteligencia de Lucrecia Vázquez entre dos personajes cuya referencia le había parecido una exhibición de arrogancia. No iba a dejar pasar la oportunidad de recordárselo.

—Y si eres tan talentosa, ¿por qué no has hecho carrera política? —le preguntó, irónico—. Mejor aún, con la de idiomas que conoces, ¿por qué no trabajas de intérprete en la ONU?

Aquella sugerencia dejó a Lucrecia sin habla durante unos segundos. Al cabo de ese tiempo, dejó escapar una carcajada.

—No sería buena idea —repuso.

—¿Por qué no?

—¿Te imaginas que estuviese traduciendo, pongamos por caso, a Rajoy hablando con la Merkel, y se me escapase uno de mis tics? «Lo siento, querida Angela, pero no estoy de acuerdo en lo que respecta a las durísimas medidas de ajuste a las que nos obliga el puto Bundesbank, ¡puto, puto, puto!».

Gerard rio de buena gana.

—Es un riesgo.

Lucrecia asintió resignada mientras el café comenzaba a fluir, negro y aromático, por la boca del portafiltro.

—Así que eres superdotada —repuso Gerard acercándose—. ¿Y tienes TDAH?

Ella lanzó un silbido de admiración. Vaya, el sabueso estaba informado.

—Sí, también soy hiperactiva. Siempre estoy escribiendo, o leyendo o aprendiendo algo. Soy incapaz de estar en reposo con el cerebro apagado más de un minuto. ¿Te has dado cuenta de que no tengo televisión?

Gerard la miró sorprendido y negó.

—No la aguanto ni un instante —explicó la joven—. Me parece la peor manera de perder el tiempo.

—Sabia decisión —repuso él en tono magistral—. ¿Y eres obsesiva?

La pregunta había sido formulada como si tal cosa, pero Lucrecia puso los brazos en jarras y torció el gesto.

—¿Qué quieres saber? —le espetó—. ¿Si me gusta criar ratas y darles de comer carne humana?

Gerard la miró de hito en hito, ella le mantuvo la mirada desafiante. Al final, él cedió.

—De acuerdo —murmuró—. Me has ganado, Lucrecia. Me rindo.