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Carballeira no hizo queimada. No había pensado en ello, y aún no lo sabía, pero no volvería a hacer queimada nunca más en su vida. Por suerte, tenía otros recursos. Reunió, eso sí, a sus comensales alrededor de la cálida lumbre de su chimenea, igual que había hecho con Gerard y Lucrecia, y les obsequió con un vasito de orujo casero de hierbas. Cuando todos se sintieron más relajados, conscientes de que lo único que podían hacer por Gerard era tranquilizarse y esperar, la conversación fluyó hacia las circunstancias tan peculiares de aquel caso que, si no completamente resuelto, sí que había sido solucionado en su mayor parte.
—Poner la foto de Domingo Losantos en televisión fue un auténtico éxito —apuntó Carballeira—. Por ahora llevamos ya quince personas que estuvieron en el Hospicio de Cristo Rey y que están dispuestas a declarar que sufrieron abusos y, lo más importante, a permitir que interroguemos a sus padres. Todos fueron adoptados de forma ilegal, así que sus progenitores deberán explicar cómo consiguieron a los niños; si los compraron y qué pagaron por ellos. Eso nos permitirá destapar una red de adopción ilegal en la cual no solo estaba implicado Domingo Losantos, sino varios de sus empleados.
—Además, es posible que los mayores recuerden a Alejandro y a Calixto —apuntó Teresa Valls.
—Seguramente.
—Por cierto, os informo de que Alejandro Paz no es su nombre auténtico —explicó Vilalta, y señaló a Serra—. En realidad, se llama Ángel Valdez Duarte.
—¿Cómo lo habéis descubierto? —preguntó Carballeira.
—Localizamos a sus padres adoptivos en Argentina.
—¿Cómo lo hicisteis? —preguntó Jaime Aguilar admirado—. ¡Es como buscar una aguja en un pajar!
Vilalta dejó escapar una sonrisa cómplice.
—Nos copiamos de nuestros compañeros gallegos.
—¿Qué quieres decir?
—Acudimos a Telefe, un canal privado de máxima audiencia en Argentina, y pedimos que pasasen la noticia en sus informativos.
—¿Y aceptaron?
—Tenemos algunos pleitos pendientes. Se avinieron a razones con facilidad.
—¿Y qué pasó? —preguntó Teresa Valls.
—En la noticia se informó que Alejandro Paz había fallecido sin dejar familia y buscábamos familiares que se hiciesen cargo de su fortuna.
—Genial —exclamó Teresa Valls dejando escapar una carcajada—. Debieron de aparecer como cien mil posibles padres.
—Cierto —respondió Vilalta—. Por suerte, las autoridades argentinas nos ayudaron, y de entre los miles de candidatos aparecieron los verdaderos padres, que pudieron demostrar que Alejandro era su hijo.
—Si no hubiera herencia de por medio…
—No habrían dicho ni pío, seguro —apuntó Vilalta—. Nos explicaron que a Alejandro lo habían adoptado en el Hospicio de Cristo Rey y que les salió bastante barato, casi un saldo. Pensaron que era porque ya tenía doce años, pero es que el niño iba con sorpresa. Nada más llegar a Argentina descubrieron que tenía un carácter muy violento. Cuando intentaron devolverlo al hospicio, les dijeron que nanay de la China. Así que se quedaron con la criatura. Al parecer, durante los años que vivió con ellos, no más de cinco, se dedicó a robarles dinero que se gastaba en jaranas y en drogas. Los padres reconocen que Ángel no estaba muy bien de la cabeza, que tenía crisis depresivas y a veces hablaba de suicidarse. En fin, que no podía con su alma ni con sus recuerdos. Fuera lo que fuese, un buen día, cuando ya les había robado todo el dinero que les quedaba, Ángel desapareció y ya no le vieron más el pelo. —Vilalta se encogió de hombros—. Ni ganas, claro. No supieron nada más de él durante todos estos años hasta que apareció su foto en la televisión. Y así supieron que había muerto.
Vilalta tomó aliento, y al ver que todos lo observaban muy atentos prosiguió con el relato.
—En cuanto descubrimos el nombre real de Alejandro Paz nos pusimos en contacto con las autoridades. Supimos que ingresó en la cárcel con dieciocho años por un delito de tenencia y tráfico de drogas. Y que allí se convirtió en el muñeco sexual de media penitenciaría.
—¿Y eso cómo lo saben? —preguntó Jaime Aguilar horrorizado.
—Me dijeron que habían hablado con un recluso.
—¿Uno que se lo follaba? —preguntó el cabo Serra, morboso.
Vilalta le lanzó una mirada de reproche y Pau Serra se sonrojó de inmediato.
—Según esta fuente, parece ser que Ángel Valdez no lo llevó del todo mal, porque enseguida se convirtió en el novio de un jefe de los narcos que tenía una perpetua y que vivía mejor dentro de la cárcel que fuera. Dejó de pasar de mano en mano. En cuanto cumplió condena, Ángel Valdez llegó a Tenerife con pasaporte falso, ya convertido en Alejandro Paz. Allí se buscó una pobre desgraciada que quisiera casarse con él para conseguir el permiso de residencia. Vivió en Santa Cruz y, ya divorciado, viajó a Barcelona y apareció en la Editorial Universo hace diez años.
—A partir de aquí ya conocemos su historia, ¿no? —preguntó Jaime Aguilar.
—No mucho —confesó Vilalta—. No tenemos ni idea de cómo consiguió saber que Soledad Montero era su madre. Tampoco tenemos ninguna prueba de que mantuviese contacto con su hermano, pero es evidente que así fue, ya que Calixto fue su negro literario durante todos los años que Alejandro publicó en la Editorial Universo sus obras de autoayuda. Estos son algunos de los misterios que están sin resolver.
—Y que Alejandro Paz no va a ayudar a desentrañar.
—Desde luego que no.
—Lo que me fastidia es que nos retirasen del caso —repuso Teresa Valls con el ceño fruncido—. He podido leer el informe de la Científica y desde el primer momento yo me hubiese dado cuenta de que el cadáver no podía pertenecer a Alejandro Paz.
—¿Por qué? —preguntó Vilalta curioso.
—No apareció pelo.
El inspector jefe alzó una ceja, expectante.
—Las ratas no comen pelo, Vilalta —explicó Teresa Valls—. Y en el piso de Alejandro Paz no apareció la hermosa cabellera que tenía el argentino. Así que eso solo podía indicar que el cadáver correspondía a un hombre calvo.
—¿Calixto era calvo?
—Se había quedado calvo por un exceso de antidepresivos. Después, Jaime tuvo acceso al informe forense y se supo que el cadáver correspondía a un hombre de unos treinta y cinco años que había muerto por sobredosis de imipramina. Ahora están con las pruebas de ADN, pero no hay que ser muy listo para imaginar que descubrirán que el cadáver corresponde a Calixto Muiños Teixeira.
—Así que no fue asesinato.
—No, Alejandro no mató a su hermano. Sencillamente, desfiguró el cadáver para que le diese tiempo de completar su venganza.
—Claro, le quedaba el plato fuerte: el director del hospicio, Domingo Losantos.
—Desde luego que fue un plato fuerte. La tortura que sufrió no se la deseo ni al peor de mis enemigos.
—No fue una bonita muerte, desde luego.
—Sin embargo, hay que reconocer que Losantos era un indeseable. Se han confirmado los abusos y también que se dedicó a vender niños como quien vende jamones.
—Es difícil de creer… —repuso Vilalta.
—No tanto —apuntó Carballeira—. Hace muy poco se destapó una red de robo de niños recién nacidos que había operado durante treinta años en España, desde los años sesenta hasta mil novecientos ochenta y nueve. Después del parto, a las madres se les decía que sus hijos habían nacido muertos, y los bebés eran vendidos al mejor postor. En la trama están implicados varios hospitales y unas cuantas monjitas, además de una red de funcionarios que realizaron el cambio legal de identidades.
—La realidad siempre supera la ficción —sentenció Jaime Aguilar con un suspiro.
Durante unos instantes, todos permanecieron en silencio.
—Es una pena que no consiguiesen salvar a Alejandro Paz —repuso Teresa Valls—. Quedan demasiados cabos sueltos…
—No creo que hubiera servido de mucho —apuntó Carballeira—. Estaba loco de remate.
—Tanto como para suicidarse inyectándose paralizante muscular, cuando él mismo había visto la muerte tan horrible que producía a sus víctimas.
—Sí, como al pobre Ramón Aparicio…
—¿Por qué lo mataría?
—Era su padre, y lo consideraba tan culpable como su madre de su abandono —apuntó Pau Serra—. Y no solo eso, Ramón Aparicio se rio de él cuando supo que Soledad Montero quería llevárselo a la cama… Si supiera que era su hijo…
Todos asintieron sobrecogidos.
—Menuda historia… —murmuró Carballeira—. Una niña de catorce años da a luz gemelos y los abandona al nacer. Uno de los pobres niños es atacado por ratas y queda deforme. Luego un mendigo los lleva a la puerta de un hospital y cuando ya están curados los llevan a un orfanato. Permanecen en el hospicio doce años y sufren toda clase de vejaciones y abusos… Uno de ellos es vendido a unos argentinos y el otro a un matrimonio de ciegos. Los dos hermanos nunca pierden el contacto y de mayores maquinan una terrible venganza que incluye a la madre, al padre y al hombre que abusó de ambos en el hospicio…
—Y además cometen sus crímenes utilizando ratas —apuntó Pau Serra con mirada morbosa.
—Exacto. Y para ello, Calixto tenía en el sótano un laboratorio de tortura y se dedicaba a hacer experimentos con perros. Le gustaba ver cómo las ratas devoraban todo lo que se ponía a su paso. Vivía obsesionado.
—Seguramente, cuando Soledad comenzó a acosar a Alejandro, ambos planearon su asesinato —dijo Jaime Aguilar—. ¿Por qué no? Calixto ya estaba acostumbrado a ver cómo las ratas se comían a sus perros.
—Ver morir a su madre no le debió de gustar tanto. Recordad que se suicidó.
—Tal vez es que había cumplido su objetivo en la vida. Ya nada le retenía en este mundo.
—Y tanto que le quedaba un objetivo por cumplir: Domingo Losantos.
—Es igual, quedaba su hermano para completar la venganza. Y me temo que Alejandro Paz era el más loco de los dos.
Vilalta meneó la cabeza apesadumbrado.
—¿Qué nos hubiera pasado a nosotros si hubiésemos sufrido lo que padecieron estos dos? Abandonados al nacer, recluidos en un orfanato, sometidos a violaciones y humillaciones continuas. ¿Quién soportaría semejante vida sin volverse loco?