11
—Será la obra póstuma de Dana Green.
Lucrecia se retorció en su asiento como si hubiese recibido un calambrazo.
—¿Póstuma? —repitió, agitando los brazos—. ¡Querrás decir que la escribió post mortem!
—Lucrecia tiene razón —murmuró Alejandro Paz—. Es inmoral.
Ramón Aparicio miró a ambos y sonrió beatífico.
—A ver, chicos, no me seáis tan delicados. No será la primera ni la última novela que escribe un muerto —argumentó—. Diremos que la tenía casi concluida y listos.
—¡Eso es mentira! —graznó Lucrecia.
El editor meneó la cabeza negativamente.
—Te recuerdo, Lucrecia, que te habías comprometido a escribir la novela de Dana Green y permitir que la firmase ella. ¿Acaso te parece mucho más ilícito lo que te propongo?
La joven tardó unos instantes en contestar.
—Te aprovechas del nombre de una difunta, Ramón. ¿No habrá otra manera de hacer negocio?
El editor le mantuvo la mirada.
—Óyeme, Lucrecia. Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. Ya estoy viendo la reseña en la cubierta: «Dana Green ha sido asesinada por escribir esta novela». ¿No te das cuenta de que tenemos un best seller entre las manos?
—¿Por qué dices que Dana ha sido asesinada por culpa de la novela? —preguntó Lucrecia sobrecogida—. No tenemos ni idea de por qué ha muerto.
—No, pero queda divino.
—Es indecente —intervino Alejandro—. Estamos mancillando la memoria de Soledad.
Ramón Aparicio dejó escapar una carcajada.
—Por favor, Alejandro, no seas cursi. ¿Qué es eso de la memoria?
—Soledad no puede defenderse —respondió el argentino.
Ramón Aparicio lanzó un bufido de desdén.
—¿Y desde cuándo te importa a ti que Soledad no pueda defenderse? —replicó el editor, furioso—. Además de cursi eres un hipócrita, Alejandro. Tú sabes tan bien como yo de qué pasta estaba hecha Soledad.
—¡Ramón, no hables mal de un muerto!
—¿Qué pasa? ¿Da mala suerte?
—¡Es intolerable!
—¡Y tú eres irritante!
Lucrecia empezó a aplaudir con frenesí.
—¿Se puede saber de qué coño estáis hablando? ¡Coño, coño, coño! —preguntó a gritos.
Ramón miró de reojo a Alejandro y después de dudar unos instantes, contestó.
—Soledad se acostaba con chiquitos jóvenes. Participaba en chats, foros y blogs literarios y le echaba el lazo a todos los pardillos que podía, hasta que uno caía en sus redes. Les prometía que utilizaría sus influencias para que llegasen a publicar, y cuando les había sacado el jugo, los dejaba tirados. Ah, y eso después de robarles todas las ideas.
—No tienes vergüenza, Ramón —replicó Alejandro—. Qué fácil es hablar de un muerto.
—Venga, hombre, confiesa. Reconoce que Soledad también te tanteó a ti. ¿Te acostaste con ella?
—¡Sos un boludo, che! ¡Mirá que tenés quilombos! —Alejandro alzó un puño amenazador mientras Lucrecia asistía a la escena sin dar crédito a lo que estaba escuchando—. Vos, ¿qué querés?
Ramón y Alejandro se mantuvieron la mirada desafiante, hasta que Lucrecia se levantó de un salto y negó repetidamente con la cabeza.
—¡Basta, basta, basta! —gritó, enfurecida—. ¿Te has vuelto loco, Ramón?
El editor se levantó a su vez, y tomándola con suavidad de un brazo la invitó a sentarse de nuevo.
—Perdona, Lucrecia, pero todo lo que digo es verdad. Y no he querido explicárselo a los mossos para no mancillar la memoria de Soledad, como dice Alejandro tan finamente, aunque ellos mismos lo descubrirán en cuanto lean su correo. Soledad recibió más de una amenaza de muerte de algún escritor despechado. ¿Sabes que me las enseñó? «Mira, mira, Ramón, qué pasiones despierto», decía tan orgullosa. En fin, acostarse con Soledad ya era todo un reto, pero hacerlo porque crees que te va a ayudar a publicar y no solo no te ayuda, sino que te roba tus ideas, es como para tener ganas de retorcerle el pescuezo. Así que no me extraña que alguno de esos pobres desgraciados la matase. No quiero decir que lo mereciera, pero…
—¡No sabes lo que dices! —Lucrecia se volvió a levantar de un salto—. ¡Soledad tuvo una muerte horrible!
Ramón y Alejandro la miraron expectantes.
—¿Cómo murió? —Se anticipó a preguntar el editor—. No nos lo has explicado.
Lucrecia se dejó caer en la silla y escondió el rostro entre las manos.
—Yo me desmayé… —musitó—. Había mucha sangre. Casi no recuerdo nada.
—¿Estaba entera? —preguntó Ramón—. He escuchado de todo en la televisión. Ya sé que no hay que creer ni una décima parte de lo que dicen, pero…
—¿Qué dicen?
—Que Soledad Montero fue violada por dos negros africanos muy bien dotados, y que luego la cortaron a pedacitos.
Lucrecia desorbitó los ojos. Si no fuera por el espantoso recuerdo grabado en su memoria, se hubiese reído con ganas. Pero la imagen del cuerpo roído por las ratas paralizaba cualquier posibilidad de distensión. No había dormido nada por la noche, y los tics se habían acentuado de tal manera que le causaban un gran sufrimiento. No solo eso, la imagen obsesiva del cadáver no se alejaba ni un instante de su mente y la llevaba a un estado de estrés límite, casi al borde del colapso. Lucrecia respiró profundamente, intentando controlarse. Si no lo conseguía, sabía que la medicarían, y eso la convertiría en un vegetal, como tantas otras veces.
—¡Basta, basta, basta! —gritó con voz desgarrada—. ¡No puedo más, no puedo, no puedo…!
Lucrecia comenzó a golpearse la cabeza con las palmas de las manos, como si el cerebro estuviese a punto de estallarle. Alejandro se levantó de su silla y la abrazó con fuerza, intentando contenerla.
—Lucrecia, mi princesa linda —le rogó, implorante—. No te dejés…
Ella rompió a llorar y consiguió controlar poco a poco sus movimientos compulsivos.
El argentino se dirigió a Ramón, que miraba la escena sobrecogido.
—Dejá de romper las pelotas —le ordenó—. ¿No ves que está conmocionada?
El editor vio la inmensa preocupación en los ojos de Alejandro y dejó escapar un suspiro.
—Lo siento —se disculpó—. Yo no quería…
Durante unos minutos, Alejandro mantuvo a Lucrecia aprisionada entre sus brazos, impidiéndole cualquier movimiento. Ella lloró largamente, hasta tranquilizarse.
—Ya está, Alejandro —musitó, revolviéndose con suavidad—. Ya estoy bien.
El argentino la liberó de su abrazo y la miró con ternura. Ella le devolvió una tenue sonrisa.
—Perdonad por el espectáculo —murmuró—. Yo… a veces… no puedo controlarme.
—Todos estamos muy nerviosos, Lucrecia —se apresuró a contestar Ramón—. Yo también lo estoy, aunque consiga disimularlo.
—Ya, el problema es que yo no puedo.
—No pasa nada. —El editor negó con vigor—. Además, me siento culpable de lo que ha sucedido.
—Sos un inconsciente —le acusó el argentino.
El editor lo miró apenado e hizo un gesto de disculpa.
—Lo sé, lo sé. Perdóname, Lucrecia. Y tú también, Alejandro, por mis insinuaciones. Yo… sé que no te has acostado con Soledad.
El momento de tensión había pasado. Lucrecia respiraba sosegadamente y casi no se movía, aparte de un suave giro de cabeza.
—Voy a hacer una cosa, chicos —dijo el editor—. Iré a buscar la sinopsis de Dana y os la miráis tranquilamente. Es más, si tú no quieres, Lucrecia, no tienes por qué hacerte cargo de ella. Entiendo que después de lo que ha pasado, debe de ser muy duro para ti.
—Prefiero no hacerlo —murmuró ella con un hilo de voz—. A cada línea que escribiese me vendría la imagen de Dana. Y ese recuerdo me está volviendo loca.
—Yo me ocuparé —replicó Alejandro—. Aunque no tengo el talento de Lucrecia, lo haré lo mejor que pueda. Sé que la propuesta que me hizo Soledad era espantosa. Lo único que quería era librarse de mí.
Ramón le lanzó una mirada compasiva, y después de aceptar con un leve gesto de cabeza, salió de su despacho.
—¿No estás enfadado conmigo, Alejandro? —le preguntó Lucrecia cuando estuvieron solos.
Él negó.
—Nunca me enfadaré con vos.
—Yo te engañé y te insulté —prosiguió ella angustiada—. Te dije unas cosas horribles, y estaba dispuesta a escribir la novela de Dana Green a tus espaldas.
—No importa, sé que Ramón te presionó a hacerlo.
—Yo acepté de buen grado.
—No importa, princesa. —Él le acarició una mejilla—. Vos sos mi princesa y nada de lo que hagás me molestará.
—Muchas gracias, Alejandro. Yo no sé…
Él le tomó el rostro entre las manos y la miró con dulzura.
—Tu felicidad es muy importante para mí, Lucrecia. Sé que has sufrido mucho, muchísimo. Lo sé.
Ella parpadeó abrumada por la intensidad de su mirada y la rotundidad de sus palabras. Era cierto que Lucrecia había sufrido muchísimo en su vida, pero jamás se lo había explicado a nadie. Ya resultaba bastante patética con sus aparatosos tics, como para sumar a su triste biografía una infancia de horror. Pero Alejandro parecía ver dentro de ella y adivinar todo lo que había padecido, todas las humillaciones y maltratos, las palizas y castigos. Al entrar en la editorial, nadie le preguntó por su pasado más allá de su currículum, y ella nada explicó.
¿Cómo podía el argentino saber cuán desgraciada había sido su infancia?
Pues si de algo estaba segura Lucrecia, es de que Alejandro lo sabía.
Desde el primer instante, él se desvivió por mostrarle todo su apoyo y comprensión, por protegerla. Y no había nada sexual en aquel amor incondicional que le brindaba. Él no la deseaba como mujer. Lucrecia imaginaba —jamás habían hablado de ello— que si Alejandro no la deseaba no era porque fuese fea. Aunque hubiera sido hermosa, Alejandro no la hubiese deseado.
Ni a ella, ni a ninguna otra mujer.
Ramón Aparicio regresó al despacho.
—Léetelo, sin compromiso —dijo, alargándole un dosier a Lucrecia.
Ella negó con la cabeza. Como persona, leer el manuscrito de una muerta, además en espantosas circunstancias, le repugnaba. No obstante, sintió una punzada morbosa de curiosidad. Como escritora, aquel material se le antojaba de inestimable valor. Un sexto sentido, quizá la desviación propia del escritor, la llevaba a querer fisgar en las vidas y en los textos de otros.
—Hazlo para complacerme, venga —insistió el editor—. Sé que hubieses escrito una buena novela con este material.
La joven dejó escapar un suspiro y aceptó el dosier que Ramón le ofrecía. No fue capaz de fingir desinterés, sus ojos brillaban de emoción. Nada más comenzar la lectura, sintió que el horror la paralizaba. Tragó saliva, inmóvil, y no se detuvo hasta el final, sabiendo que recordaría todas y cada una de las palabras leídas como si las hubiese escrito ella misma.
Nos encontramos en una gran ciudad, podría ser Barcelona. Un mendigo rebusca entre las basuras de un callejón y descubre un cadáver. Es una visión horrible. Se trata de una mujer por la forma y por los jirones de ropa que restan desperdigados a su alrededor, aunque resulta completamente irreconocible. Las ratas están devorando los últimos restos de carne que han quedado adheridos a su esqueleto.[…]
En esa misma ciudad aparece un segundo cadáver. Ahora se trata de un hombre, también devorado por las ratas. Sus huesos todavía están calientes, pero totalmente mondos. Incluso hay esqueletos de ratas a su alrededor, tal es la voracidad de las bestias, que se devoran a sí mismas y a todo lo que se les pone por delante.
La policía desconoce la identidad de los dos cadáveres, y tampoco si hay relación entre ellos. Tal vez sean indigentes.
Alguien denuncia la desaparición de un matrimonio de ancianos. Cuando la policía entra en su vivienda, una casa aislada en las afueras, se encuentra un espectáculo dantesco. En el sótano hay un criadero de ratas. Cientos de enormes ratas metidas en jaulas. Están famélicas y se comen entre ellas. Al registrar toda la casa, aparecen los cadáveres del hombre y la mujer, o mejor dicho, lo que queda de ellos. Llevan semanas muertos, los esqueletos están muy resecos.
En la investigación se descubre que muchos años atrás habían adoptado a un niño deforme. En el orfanato les explicaron que su madre lo había abandonado nada más nacer y había sido atacado por ratas. Al niño le faltaba un ojo, los labios y parte de la lengua. Su rostro era monstruoso, y también había sufrido amputaciones en brazos y piernas. El pobre infeliz había vivido recluido en una habitación dentro del orfanato hasta que lo adoptaron; era tan monstruoso que los otros niños no lo soportaban, y lo hubiesen matado a golpes. Tras la adopción, no se supo nada más de él. No asistió a la escuela, y nadie se preocupó de saber en qué condiciones vivía con sus padres adoptivos.
Nadie lo había visto nunca más, ya que los padres vivían aislados en su casa de campo. […]
Desde entonces habían pasado veinticinco años. Si el niño había sobrevivido, ahora ya era un hombre de unos treinta y cinco años…