40

Veinte minutos después, cuando ya había recorrido el tramo más peligroso de carretera y la conducción se tornó sosegada, Gerard inició la conversación, consciente de que Lucrecia estaba furiosa. Y no lo hizo para tranquilizarla, sino todo lo contrario.

—Antes querías decirme algo —repuso con falsa despreocupación.

—Antes, ¿cuándo?

—Estábamos en Ouleiro, ¿recuerdas?

—Olvídalo. —Lucrecia cerró los ojos.

—No, no lo olvido. Tal vez sea importante. Eso tengo que decidirlo yo.

—¡Vete a la mierda!

Gerard sonrió seráficamente. Las mujeres, hasta las más inteligentes, no siempre eran capaces de controlar sus emociones.

—¿Estás enfadada? —preguntó malicioso.

—¿Que si estoy enfadada? —exclamó Lucrecia liberándose a sus tics—. ¡Me has utilizado! ¡Yo di la cara, dije quién era! ¡Si yo no hubiese dicho mi nombre, no habríamos entrado en aquella casa! ¡Casa! ¡Casa! ¡Casa!

—¿Y?

—¡Utilizaste ese cariño que me tienen para tenderles una trampa! ¡Ellos te abrieron su corazón y tú aprovechaste para martirizarlos!

—Es mi trabajo.

—¡Trabajo, trabajo! ¡Sin mí no lo habrías conseguido, pero no te importó lo más mínimo hacerme sentir mal!

Gerard tomó aliento.

—Tú también eres parte de mi trabajo, no lo olvides.

Ella se hundió en el asiento, humillada. Cerró los ojos y apretó las mandíbulas. Apenas consiguió controlarse.

—Además, has mentido. La novela no acaba así.

—Bah.

—Ahora deben de estar aterrorizados.

—Esos dos ancianos protegen a un sicótico —prosiguió Gerard implacable—. El tal Calixto tiene toda la pinta de ser el asesino.

—¿Y tenías que decírselo de esa manera? ¡Es su hijo!

—¿Por qué no? Es la verdad.

—La verdad, la verdad… ¿Tú cómo crees que se puede haber sentido ese pobre desgraciado? Abandonado al nacer, comido por las ratas, monstruoso, apartado de la sociedad…

—¿Lo estás disculpando?

—No te puedes ni imaginar lo que era el Hospicio de Cristo Rey… No puedes entenderlo. Era el horror…, pero el horror con mayúsculas. He pasado por seis centros de acogida y ninguno de ellos se parece a Cristo Rey. Aquello era un infierno.

—¿Me estás diciendo que salisteis de allí todos mal de la cabeza? ¿Tú también?

—Sí, yo también —contestó Lucrecia con brusquedad—. Todos. Era imposible salir cuerdo de aquella experiencia… En Cristo Rey el bien y el mal se difuminaban. La línea que separaba la cordura y la locura era muy fina…

—¿Os trataban tan mal? —preguntó Gerard suavizando el tono.

—Alguno de los supuestos cuidadores cometía abusos y humillaciones continuas… Solo te diré que había una celda de castigo en la que te encerraban completamente desnudo. No tenía ningún tipo de mueble. Ni una cama, ni una puñetera silla donde sentarte. Solo un orinal. Y si querías descansar, lo tenías que hacer sobre el suelo de piedra. Desnudo, imagínate. Yo fui a parar allí unas pocas horas, cuando mordí a uno de los vigilantes. Por suerte, como chillaba tanto e invocaba a Satanás y a todos los espíritus malignos que se me ocurrían, decidieron encerrarme en otro cuarto, y allí me quedé todo el tiempo que pasé en Cristo Rey. Tuve suerte, me cogieron miedo, creyeron que yo estaba endemoniada. Me trataron mal, pero menos. Y hasta me trajeron libros. —Lucrecia dejó escapar una risa amarga—. ¿Sabes? Me frotaba los ojos hasta que los tenía rojos. Si hasta aprendí a darle la vuelta a los párpados…

—¿Con cinco años?

—Sí. ¿Quieres que lo haga?

Gerard lanzó un suspiro.

—No es necesario.

—Daba un miedo de cojones. Lo sé porque nadie era capaz de mirarme a los ojos.

—Así que te libraste de ir a la celda de castigo, pero tuviste que vivir encerrada.

—Era lo que yo quería. No solo tenía que luchar contra los cuidadores, sino contra los demás niños. Y no podía pasarme la vida asustándolos para que me dejasen en paz.

Gerard asintió, impresionado. Ella tenía razón, era incapaz de imaginar tanto horror. ¿Cuántos de aquellos pobres niños se habían vuelto locos? ¿Cuantos habrían desarrollado demencias?

—Lamento que fuera tan duro, pero si así pudiste sobrevivir…

—Por desgracia, como mi cuarto estaba al lado de la celda de castigo, durante todo el año oí los llantos y los lamentos de los pobres que iban a parar allí encerrados. Y otras cosas…

—¿Qué otras cosas?

—Prefiero no decirlo. Al fin y al cabo, yo no lo vi con mis propios ojos. Solo lo escuché.

Gerard tomó aliento.

—¿Estás hablando de abusos sexuales? —preguntó con suavidad.

Aquellas últimas palabras provocaron en Lucrecia una reacción inmediata. Su rostro se crispó en una mueca de sufrimiento, como si las palabras pronunciadas por Gerard le hubieran causado un dolor insoportable.

—Olvídate del hospicio —repuso Lucrecia agitando las manos—. No quiero recordarlo.

—Tal vez sea imprescindible.

—¿Imprescindible? ¡Y una mierda!

Lucrecia agitó la cabeza con furia, acompañando su negativa. Gerard la miró de soslayo y dejó de insistir. Lo único que conseguiría era ponerla aún más nerviosa.

—Como tú quieras —aceptó.

Durante unos minutos, ambos permanecieron en silencio. Fue Lucrecia quien lo rompió, impulsada quizá por la mala conciencia. Tal vez para compensarle.

—Si quieres, te puedo explicar lo que iba a decirte antes.

Gerard no apartó la mirada del frente.

—Habla.

—Es referente a Alejandro Paz.

—¿Qué sabes de Alejandro Paz?

Lucrecia respiró con ansia, como si acabase de salir a flote de una larga inmersión. Y no se perdió en prolegómenos.

—Que fue él quien mató a Soledad Montero. Y a Ramón Aparicio también.

—¿Qué? —Gerard casi dio un volantazo.

—Que Alejandro Paz es el asesino.

—¿Lo dices así, con toda seguridad?

—Sí, porque lo sé.

—¿Lo sabes? ¿Estabas allí?

—No.

—¿Cómo puedes saberlo, entonces?

—¡También sé que en Cristo Rey violaban a los niños y tampoco lo vi! ¡Tampoco lo vi! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Gerard redujo la velocidad y detuvo el coche en un pequeño descampado.

—A ver, tranquilízate.

Lucrecia cerró los ojos y respiró profundamente.

—Estoy tranquila —mintió.

—Explícame.

—Alejandro Paz mató a Soledad porque ella lo obligó a hacer cosas que él no quería. Y Ramón consintió.

—¿Qué cosas?

—Sexo.

—¿Sexo? ¿Alejandro Paz y Soledad Montero? —repitió Gerard sorprendido—. ¡Pero si él era homosexual!

Lucrecia abrió los ojos y lo miró.

—Más razón todavía para querer matarla.

—¿Por qué lo crees? ¿Lo viste?

—No lo vi, pero lo escuché. Un día, en la editorial oí una conversación entre Ramón y Alejandro. El pobre Alejandro le rogaba a Ramón que intercediese por él, que lo ayudase a convencer a Soledad de que dejase de perseguirlo. Ramón se rio y le dijo que por ahí habían pasado todos y que la gorda, cuando se ponía, no lo hacía nada mal. Oí cómo Alejandro lloraba, y cuando Ramón se burló de él, Alejandro… juró que morirían todos…

—¿Cómo has podido callarte esta información hasta ahora? —le preguntó Gerard furioso—. ¡Te convierte en encubridora!

Lucrecia se encogió de hombros.

—No me importa —dijo con desdén—. Y si Alejandro siguiera vivo, yo seguiría callada.

—Eres una estúpida, Lucrecia. Completamente estúpida.

—Puedes seguir insultándome, si quieres.

—No es solo por eso. ¿No entiendes que si hubieses hablado, tal vez hubieras evitado el asesinato de Ramón Aparicio?

Lucrecia recibió aquellas palabras como una bofetada. Durante unos minutos, permaneció en silencio, intentando valorar el alcance de tal afirmación. Al cabo de ese tiempo, se rindió a la realidad; nunca lo sabría.

—No pude acusarle —musitó—. No pude.

Gerard recordó las pestañas en el escenario del crimen. Pertenecían a una persona que tomaba grandes cantidades de imipramina. Los padres de Calixto habían reconocido que tomaba antidepresivos. Y no solo eso, el ADN demostró que las pestañas coincidían en un número muy elevado de marcadores genéticos; Calixto era el hijo de Soledad Montero. Estuvo en el escenario del crimen. Tal vez había recibido ayuda de Alejandro Paz, pero de este no se encontró ninguna muestra. ¿Y si estaba equivocado y Alejandro no había intervenido? En un momento de furia cualquiera podía amenazar con matar a alguien, pero eso no lo convertía en asesino.

¿Y si todo era mentira?

¿Y si no había sido Alejandro quien había ayudado a Calixto, sino su amada… Melibea? ¿O ambos?

«En Cristo Rey el bien y el mal se difuminaban. La línea que separaba la cordura y la locura era muy fina…».

—Perdona, no debí insultarte —se disculpó Gerard—. Además, aunque acusases a Alejandro, nada sabías de Calixto… Porque nada sabías de él, ¿no?

—Nada.

—¿Supongo que has deducido, igual que yo, que Alejandro y Calixto se unieron para matar a Soledad y, tal vez, a Ramón?

—Lo imagino —repuso ella—. De la misma manera que supongo que Calixto es el hijo que Soledad abandonó nada más nacer.

—Hay una cosa que no entiendo —concluyó Gerard—. ¿Cómo se pondrían en contacto Alejandro Paz y Calixto?

Lucrecia se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿Dónde se conocieron? Calixto vivió en el hospicio desde su nacimiento hasta ser adoptado. Y después permaneció recluido en casa de sus padres hasta que un buen día desapareció. No tenía teléfono ni internet, prácticamente no existía para la sociedad.

—Es un misterio —apuntó Lucrecia en tono neutro.

—Por otro lado, Alejandro Paz era argentino. Sé que se casó con una tinerfeña para conseguir el permiso de residencia, y solo hace diez años que vive en Barcelona.

—¿Está casado? No lo sabía.

—Se divorció.

—Ah.

—A lo que vamos —prosiguió Gerard, sin quitarle el ojo a Lucrecia, que se mantenía extrañamente inmóvil, como aplastada en su asiento—. ¿Cómo se pusieron Calixto y Alejandro Paz en contacto?

—Ni idea.

—Es evidente que alguien les ayudó. Alguien que creyó que podían tener intereses en común. —Gerard la miró de reojo antes de concluir—: Y yo me pregunto: ¿quién?