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Poco después de comer en la pensión de Pedrafita, llegaron Carballeira y Pérez. El murciano se quedó a cargo de Lucrecia, que agradeció la posibilidad de quedarse en su habitación escribiendo y en una compañía tan silenciosa. La mañana había sido muy tensa, y ella ansiaba evadirse frente a la pantalla del ordenador, dando vida a las nuevas aventuras de Sam Fisher. Pérez se sentó en un sofá, se puso un solo auricular que iba conectado a un enorme aparato de radio Sanyo de intenso color naranja, cruzó los brazos, se despatarró y cerró los ojos, dispuesto a pasar en aquella postura las próximas tres o cuatro horas de su vida. Lucrecia lo miró de reojo, y al comprobar que el policía no tenía la menor intención de fisgar ni de hablar con ella, encendió el ordenador y abrió el archivo donde tenía su último texto. Leyó las últimas páginas, intentando cogerle el pulso al capítulo. Corrigió algunas frases. Las volvió a leer; menuda mierda. Si Raymond Chandler y Dashiell Hammett levantaran la cabeza… Pasaron los minutos, y aunque luchó denodadamente por concentrarse en las peripecias de su bordelínico héroe y crear un producto digno, todos sus intentos generaron unos resultados infumables. Maldito Rubirosa, malditos esbirros, maldito Sam Fisher.
Maldito mundo.
Lucrecia mató y remató sin piedad, con gran lujo de detalles, recreándose en la descripción minuciosa de sesos desparramados y vísceras desperdigadas. «Gore, gore, gore», pensó. Tecleó con furia, y suprimió de igual manera, asqueada. Se liberó a sus tics, lanzó retahílas de palabrotas y miró al murciano de soslayo: seguía con los ojos cerrados. Se levantó, caminó por el cuarto. Se volvió a sentar, frente al ordenador, aunque sabía que era inútil; la sensación de ahogo aumentaba cada vez más, y le entraron unas ganas irresistibles de huir, de salir corriendo y no parar hasta que su cerebro se hubiera convertido en pulpa, en una masa inútil y vacía.
Hasta que su mente dejase de recordar.
Recordar…
El Hospicio de Huérfanos de Cristo Rey.
El infierno.
Con el paso de los años comprendió qué sucedía en la celda de castigo. Y el horror, la sensación de impotencia, de maldad humana no disminuyó. Cada palabra escuchada se tornó en su mente en una imagen insoportable, se grabó a fuego en su memoria y a duras penas conseguía mantenerla oculta en su subconsciente.
«No, por favor… Duele mucho…».
«No…».
«Cállate o te pasarás aquí toda la semana. Muy bien, así, de cuatro patas, quieto, así, así…».
«No…».
«Oh… Oh…».
Sollozos y gemidos ahogados. Golpes secos, cachetes, resoplidos y llantos.
Lucrecia gritaba enloquecida, ahogando los lamentos y los jadeos que escuchaba en la estancia contigua. Aunque no podía verlo, y a pesar de sus pocos años, sabía que tras el tabique ocurrían cosas espantosas, actos repugnantes que causaban un dolor insoportable a los niños y el placer nauseabundo de sus verdugos. Su infantil imaginación fabuló con extrañas conversiones en monstruos, en serpientes reptantes y escurridizas, en posesiones lascivas… Gritaba e invocaba al demonio inútilmente, porque el demonio se hallaba en la habitación de al lado.
Ella maldecía, histérica. El verdugo amenazaba con cortarle la lengua. El pobre niño deforme, roído por las ratas, apretaba los dientes y consentía la brutal sodomización sin emitir ni un lamento, ni el más leve quejido. Sabía que si él gritaba, Lucrecia gritaría más aún. Y el demonio le cortaría la lengua. Al cabo de unos minutos, Lucrecia se serenaba y dejaba de gritar, para pegar el oído a la pared. Ya no oía lamentos, solo escuchaba el jadeo del hombre, su monserga entrecortada e infernal y el entrechocar de carne contra carne.
Lucrecia se cubrió el rostro con las manos y se abandonó a un llanto frenético, angustioso.
Recordaba.
«Así, quieto, muy bien, engendro… Oh, eres el mejor… No te gires, no quiero verte la cara… Te mataré si me miras… Monstruo… Oh… oh… oh… No me mires…».