12

Gerard cruzó el pasillo interior, largo y lleno de puertas azules. Venía de saludar a los analistas, y los ojos cansados de sus compañeros le demostraron que llevaban muchas horas buscando información. Pau Serra les había apretado las clavijas, pero él era el único responsable. No vio reproche en sus miradas; todos a una deseaban participar en aquel caso que les venía grande. Todo lo que humanamente se podía saber de Lucrecia Vázquez, Alejandro Paz, Ramón Aparicio y, por supuesto, de Soledad Montero, estaba en su mesa de trabajo.

El sargento les agradeció el esfuerzo y se dirigió a su despacho. Empujó la última de las puertas, que ostentaba un rótulo impreso en papel reciclado: UNIDAD DE INVESTIGACIÓN. Nada más traspasar el umbral los ojos de los cuatro agentes a su cargo lo miraron por encima de las pantallas del ordenador. Había habido un nuevo reparto de tareas en el briefing de la mañana, y ahora todo el mundo tenía mucha más faena que hacer. Por eso, y después de un casi imperceptible saludo, volvieron a sus trabajos. Todos menos la agente Mònica Martí, que le dedicó una seductora sonrisa. Gerard descubrió que su pelo era más rubio que nunca, y que la sobria camisa azul del uniforme se ceñía a su pecho como una segunda piel, como si ella se la hubiese entallado a propósito. No obstante, ni que Mònica Martí fuese la única mujer que quedase en el mundo, él se hubiese interesado por ella, a pesar de los desvelos de la mujer por captar su atención. Había más de una razón. La primera, y la más contundente: Mònica Martí era la amante del inspector Vilalta —y según las malas lenguas, de muchos otros—, algo que ya la convertía en intocable. La segunda, y mucho más sensible, tenía que ver con la experiencia que, en lo relativo a mujeres muy hermosas y traicioneras, había tenido Gerard Castillo. No en vano había estado casado durante siete años con una de ellas, la más hermosa y también la más traicionera de todas.

Gerard no le devolvió la mirada a Mònica, y cruzó la sala en silencio. Al fondo había una nueva puerta, cuyo letrero rezaba: JEFE DE LA UNIDAD DE INVESTIGACIÓN. Gerard la empujó; era su despacho. Dentro estaba el cabo Serra, intentando ordenar unas pilas de documentos que cubrían casi por completo la mesa.

—Buenos días.

Pau Serra esbozó una sonrisa mortecina. Llevaba encerrado doce horas en la comisaría, así que tanto le daba si llovía o si lucía el sol.

—He hecho el trabajo, sargento.

Gerard lo miró condescendiente. Mil veces le había pedido que en la intimidad del despacho le apease el tratamiento, pero no lo había conseguido. Se sentó a su lado.

—Venga, Serra. Cuéntame.

El cabo se frotó las manos con satisfacción. Aunque rendido por el cansancio, se sentía orgulloso de los resultados obtenidos.

—¿Empiezo por la chica?

Gerard asintió.

—Lucrecia Vázquez Iglesias, nacida en Monforte de Lemos el veinticuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y tres. Tiene, por lo tanto, veintisiete años. Hija de Evarista Vázquez Iglesias y de padre desconocido.

—Madre soltera.

—Y puta, para más señas.

Gerard alzó una ceja, sorprendido.

—¿Puedo abandonar el tono oficial, sargento? —preguntó Serra en tono de disculpa.

—Ya lo has hecho —replicó Gerard dejando escapar una carcajada.

—Sé que no me lo tendrá en cuenta.

—Arreando, Serra, que no tenemos toda la mañana.

—Evarista, la madre, además de prostituta era una buena cristiana. Resulta que se hacía la ruta jacobea e iba dejando a la hija en todos los centros de acogida que encontraba al paso. Lucrecia Vázquez ha estado interna, como mínimo, en Santiago de Compostela, León, Burgos y Pamplona.

—Vaya, lo que yo llamaría una infancia viajera.

—Y feliz.

—Feliz de cojones.

—Y por si no fuera poco, en tres ocasiones estuvo con padres de acogida, pero la devolvieron. No la querían.

—¿Y la madre? ¿Qué pasó con ella?

—Murió. Un chulo la mató de una paliza.

—Bonito final. ¿Algún familiar más?

—No, nadie. La pobre está sola en el mundo. Por cierto, no tan pobre… Lucrecia Vázquez tiene un coco privilegiado. Se sacó los estudios secundarios casi sin asistir a clase y se licenció en Filología Hispánica por la UNED con muy buenas notas. Todo eso mientras trabajaba para la Editorial Universo, en la que está en nómina desde hace seis años.

—Curioso.

—¿El qué?

—Que no hiciera la carrera de la madre.

—Sargento, no me malinterprete, pero ningún cliente se atrevería a echarle un polvo. Además de fea, está medio chiflada.

—Con semejante pasado, lo meritorio es que no esté chiflada y media.

Serra aceptó con humildad la reprimenda y esperó a que lo animase a seguir. Gerard extendió una mano y le cogió el dosier.

—Ya me lo leeré con tranquilidad —le dijo—. Venga, vamos al siguiente.

—¿Cuál quiere?

—El marica.

Serra lo miró sorprendido. Todo el respeto que Gerard Castillo mostraba por Lucrecia Vázquez se había desvanecido.

—Alejandro Paz Maldonado —recitó Pau Serra—. Nacido el quince de noviembre de mil novecientos setenta y seis en Mar del Plata. No tenemos el nombre de los padres. Tendríamos que ponernos en contacto con la embajada para conseguir más información.

—Por ahora es suficiente. ¿Cuándo vino a España?

—Hace diez años. Se casó con una española y consiguió el permiso de residencia.

—Matrimonio de conveniencia.

—Seguramente, pero sus papeles están en regla.

—¿Cómo se llama la mujer?

Serra buscó la información en el documento.

—Andrea Pérez Luján. Por cierto, están divorciados.

—No me extraña. ¿La Luján vive en Barcelona?

—No, en… Santa Cruz de Tenerife.

—Bueno, pues hoy no voy a ir a verla. ¿Qué más sabes del cantamañanas este?

—Que en cuanto llegó a Barcelona fue contratado por la Editorial Universo. Podría investigar qué publicó en Argentina.

—Por ahora no me interesa —decidió Gerard—. Venga, dime lo que sepas del editor.

Pau Serra lo miró ofendido. Su sargento pretendía resumir doce horas de trabajo en treinta segundos, algo totalmente irritante. No obstante, Gerard hizo un gesto de impaciencia, obligándolo a responder.

—Ramón Aparicio González, natural de Barcelona. Nacido el treinta de mayo de mil novecientos sesenta. Está casado y tiene tres hijos. Lleva diez años al frente del departamento editorial, y es el responsable del boom mediático de Dana Green, seudónimo de Soledad Montero Molinero. Licenciado en Marketing y Dirección de Empresas.

—¿Alguna relación entre ellos?

—No, a simple vista.

Gerard dejó escapar un suspiro.

—Venga, y ahora el boom mediático.

—Soledad Montero Molinero, nacida en Barcelona el tres de febrero de mil novecientos sesenta y dos. Soltera y sin hijos. Tuvo varios trabajos antes de ser escritora: auxiliar administrativa, cajera en un supermercado, comercial de una empresa de cosméticos…

—¿Estudios?

E. G. B. Es el equivalente a Primaria, más o menos.

—¿Nada más?

—No.

—Es curioso que una mujer sin estudios, y después de realizar trabajos para los que no se requiere gran formación, y que no tienen nada que ver con el mundo editorial, se acabe convirtiendo en una escritora famosa.

Pau Serra se encogió de hombros.

—No sé, tendría suerte.

—Confío poco en la suerte —sentenció Gerard—. ¿Familiares directos?

—Una hermana que vive en un pueblecito de Lugo. —Serra consultó el informe—. Ah, sí. Ponte da Cerdeira.

—¿Está avisada?

—Sí, pero ha puesto muchos reparos en venir. Ha dicho que está enferma, y que no vendrá antes de tres o cuatro días… Supongo que la relación entre las hermanas era muy mala, por no decir inexistente.

—¿Soledad Montero ha hecho testamento?

—No lo sé.

—Investígalo. Si no ha hecho testamento, la hermana es la heredera. Y si es así, se curará enseguida, ya lo verás.

Antes de que Serra pudiese contestar, alguien dio unos suaves golpecitos en la puerta. Era la agente Martí, que, haciendo un leve gesto de disculpa, entró en el despacho.

—Perdone, sargento. El inspector Vilalta me ha pedido que acudan a su despacho en cuanto puedan —musitó—. Ha venido un cabo de la Científica y trae información.

—¿De la Central?

Mònica Martí asintió con coquetería. Gerard se levantó y dejó el papel que tenía en la mano sobre la mesa. Con un gesto de desgana conminó al cabo Serra a acompañarlo.

—Venga, vamos a ver qué mierda de informe nos ha preparado la arpía esa.

Pau Serra dejó escapar una carcajada de complicidad. No, él tampoco pertenecía al club de fans de Teresa Valls.

Nada más traspasar la puerta, Gerard lo reconoció. Era el hombre de confianza de la inspectora Valls.

—Anteayer no nos presentamos. —Él le extendió la mano con decisión—. Soy el cabo Jordi Prats.

—Sargento Gerard Castillo, y mi ayudante, el cabo Pau Serra.

Jordi Prats también lo saludó.

—Para comenzar, quiero expresar todo el apoyo de mi inspectora a que os ocupéis vosotros del caso —informó—. Y no hace falta que diga que todo el apoyo de mi inspectora no es poca broma.

Gerard alzó una ceja, sorprendido.

—¿Y ese amor repentino?

—Teresa Valls es muy suya, pero también es justa. Ella considera que si el cadáver apareció en vuestra área territorial, el caso es vuestro. Y, por tanto, el mérito al resolverlo. Si nosotros, los de la Central, procesamos el escenario, fue porque vuestros recursos son menores. Así lo dispuso el comisario Solans.

Gerard hizo un gesto de desdén.

—Lo de que nuestros recursos son menores es un piadoso eufemismo que te honra, pero vayamos al grano. ¿Qué pasa con la investigación? ¿Ya nos la quieren quitar?

—Lo que quieren es que se resuelva en tiempo récord. La prensa nos pisa los talones, y estamos hartos de sus continuas críticas al cuerpo de los Mossos.

—¡Han pasado solo dos días!

—Lo siento, ya sabéis cómo presionan los medios.

—Genial, ahora resulta que es la prensa la que decide lo que es prioritario y lo que no lo es.

—No es solo eso —apuntó el cabo—. El caso de Soledad Montero puede despertar alarma social. Pensad que, seguramente, se trata del crimen de un psicópata.

—¿Eso creéis los de la bata blanca?

Jordi Prats se tocó el pecho con la mano.

—Yo hablo por mí mismo, ojo. La jefa no ha dicho ni mu.

—¿Y por qué lo piensas?

—Las circunstancias del crimen.

—¿Crees que es obra de un chiflado?

—Sí.

—Los chiflados están de moda, por lo visto.

—Siempre lo han estado —apuntó Jordi Prats en tono didáctico—. Según los americanos, uno de cada mil individuos es un psicópata peligroso que en cualquier momento se puede poner a matar.

—Ya sé cómo hacen los americanos esas investigaciones —intervino Vilalta muy serio—. Le llaman estudios de mercado. Van casa por casa preguntando a la gente si se ven asesinando con saña a su suegra o cometiendo una matanza el Día de Acción de Gracias. Uno de cada mil responde que sí, que por supuesto.

—Sí, pero antes quieren saber cuál es su marca preferida de papel higiénico, y después también les preguntan si se acostarían con Scarlett Johansson —apuntó Gerard.

—Claro, claro, aunque en este caso… —concluyó Vilalta con una carcajada—. ¡Es uno de cada mil el que dice que no!

Jordi Prats encajó el sarcasmo con deportividad.

—¡Mensaje recibido! —exclamó—. ¡No me matéis!

—Seguro que tienes razón, Jordi —reconoció Gerard—. Solo que no nos fiamos mucho de las estadísticas, somos así de brutos. Pero la idea es buena.

—¿También lo pensáis?

Gerard se encogió de hombros. Tenía demasiada experiencia como para emitir un juicio alegremente.

—Si se trata de un psicópata lo tenemos complicado —repuso—, porque un chiflado de estos puede resultar completamente normal hasta que pasa una cosa que desencadena su anomalía. Puede ser respetuoso, amable y educado… La última persona en que uno podría sospechar. Un amigo, un compañero de trabajo, el vecino de arriba…

—Yo también creo que puedes tener razón, Jordi —apuntó Vilalta—. Además, este tipo de asesinos, en la gran mayoría de los casos, tuvieron una infancia en la que sufrieron maltratos físicos y psicológicos y de adultos sienten una necesidad patológica de venganza.

—Estamos de acuerdo —asintió Jordi Prats.

—Sí, pero ¿ratas? —preguntó Gerard—. ¿Por qué nuestro asesino utiliza ratas?

—No ha sido una elección aleatoria, de eso estoy seguro.

Gerard asintió con entusiasmo.

—Estoy contigo —reconoció—. Y es por eso que he buscado en los archivos, intentando documentarme sobre el tema.

—¿De verdad? —preguntó Pau Serra descolocado.

—Sí, chaval —confirmó Gerard con vigor—. No me he pasado todo el tiempo rascándome las pelotas.

—Ah.

—¿Y sabéis qué he encontrado?

Todos lo miraron expectantes.

—Nada —sentenció Gerard—. Sacar ojos, tripas, cortar miembros, eviscerar, serrar, pinchar… De todo. La mente humana es un auténtico vertedero. Pero nada, nada de ratas.

—Es un caso muy complicado.

—Sí, y lo que es peor: carnaza para los medios. Los periodistas se van a poner las botas.

El inspector Vilalta negó con vigor.

—Noticia de última hora —reveló con una sonrisilla maliciosa—. La jueza instructora ha decretado el secreto del sumario, así que los periodistas se van a dar con un canto en los dientes.

—Bien por la jueza —murmuró Gerard dejando escapar un suspiro.

—Por cierto. —El inspector lo señaló con un dedo—. A ver si pules un poco tu estilo, Gerard. Ayer te vi en un reportaje de Tele 5 y parecías estar a punto de cometer una masacre.

—Es que tenía acidez de estómago —repuso Gerard, y señaló a Pau Serra—. Pero, y el chico, ¿qué? ¡Me ha salido mediático!

El cabo se sonrojó.

—Sí, porque lo que eres tú… No he conocido a nadie con más alergia a las cámaras —dijo Vilalta, y se volvió hacia Jordi Prats—. ¡Venga, no perdamos más el tiempo! ¿Qué nos traes, Jordi?

El cabo hizo un gesto de beatífica resignación y dejó un dosier sobre la mesa.

—Empiezo por el acta de inspección ocular practicada por el cabo de la Científica, aquí presente —repuso, utilizando un tono oficial.

—Resume, Prats —le apremió Gerard—. ¿Qué hay de nuevo?

El cabo negó con la cabeza e hizo un expresivo gesto con las manos.

—Es la recopilación de las pruebas halladas in situ, si estuviste allí sabrás que poco se pudo sacar en limpio del escenario.

Gerard cogió el informe y tras una lectura rápida, le pasó el acta a Pau Serra, que se afanó a leerlo con tal interés que parecía dispuesto a aprenderlo de memoria.

—No pone nada que yo no sepa —repuso Gerard algo impaciente—. El escenario estaba lleno de cagadas, de pelos de rata y de restos orgánicos. Más de diez kilos de mierda que vais a tener que procesar inútilmente. ¿Algo más?

—Lo siento, pero el informe lofoscópico no aportará nada a la investigación. Solo hemos encontrado huellas dactilares de Soledad Montero, tanto en el comedor como en el dormitorio donde estaba la maleta.

—¿Y en la puerta de entrada?

—Estaba completamente limpia.

—Mierda, no estamos buscando a un principiante —repuso Vilalta.

—No, pero no hay mal que por bien no venga —apuntó Gerard—. Eso quiere decir que el asesino entró por la puerta. Y si no estaba forzada, también quiere decir que ella se la abrió.

—Tenemos que buscar en su círculo de amistades.

—Lo jodido es que ese círculo puede ser muy amplio —dijo Gerard—. Si su editor no me engañó, la escritora tenía la costumbre de invitar a amiguitos a pasar la noche.

Durante unos instantes, todos se imaginaron la escena. Soledad Montero abría la puerta a su supuesto amante, en realidad un asesino sádico y meticuloso que la mató torturándola con la frialdad de un psicópata.

—Tenemos los resultados de la analítica —dijo Jordi, rompiendo el silencio.

—Estupendo.

Gerard tomó el informe que Jordi Prats le extendía y lo leyó en voz alta. Aun para un profano, era evidente que si Soledad Montero no hubiera muerto asesinada, hubiese muerto de todas formas. Tenía los valores de glucosa, colesterol y bilirrubina muy por encima de lo recomendable.

—Comía sin control y, además, bebía mucho.

Tras la analítica, Gerard cogió un informe de Toxicología y lo miró sorprendido.

—¿Ya lo tenéis? —preguntó.

Jordi Prats asintió orgulloso.

—Máxima urgencia —explicó—. Casi tan rápido como los americanos en sus películas.

—Estoy impresionado —murmuró Gerard mientras leía las primeras líneas con rapidez, hasta centrarse en el grueso del informe, que leyó en voz alta—: «Se ha detectado una cantidad apreciable de suxametonio en la sangre. El suxametonio inhibe la transmisión neuromuscular despolarizando las placas motoras terminales en el músculo esquelético…». —Se detuvo y levantó la mirada—. ¡Cojonudo! —exclamó, sarcástico—. ¡Y más claro que el agua!

Jordi Prats negó con la cabeza.

—Sigue leyendo, por favor —le dijo—. Sé que la inspectora ha añadido un informe complementario.

Gerard obedeció a regañadientes.

El suxametonio es el principio básico de un fármaco comercializado como Mioflex. El Mioflex se emplea en la anestesia para relajar la musculatura respiratoria. El procedimiento es el siguiente: se le inyecta al paciente un barbitúrico para dormirlo y a continuación el Mioflex, que es un paralizante muscular. En cuanto el paciente deja de respirar, se le coloca el tubo endocraneal y se le conecta a una máquina para evitar la parada respiratoria en el transcurso de la operación. […]

Si se emplea el Mioflex por sí solo, sin barbitúrico previo, induce a una parálisis inmediata. El sujeto mantiene toda su conciencia intacta hasta que muere por asfixia, sin poder mover un solo músculo. Puede tardar unos cinco minutos. […]

Es relativamente fácil y barato conseguir Mioflex, ya que no está sometido a procedimientos burocráticos de control. No obstante, existe un precedente de su uso delictivo. Hace cuatro años una perrera de Puerto Real fue denunciada por utilizar Mioflex para exterminar a decenas de perros, que sufrieron una horrible agonía de varios minutos hasta morir.

Aquella explicación los dejó mudos durante unos instantes. Aunque fuesen policías experimentados, nunca podrían acostumbrarse a la maldad humana. Tras ese tiempo, Gerard retomó la palabra.

—Joder, qué cabrón.

—O cabrona —apuntó Jordi Prats con suavidad.

Gerard asintió.

—Es cierto. Una mujer también pudo hacerlo. Solo tuvo que inyectarle el Mioflex y esperar a que hiciese sus efectos. Las ratas hicieron el resto.

—Para acabar —concluyó Prats—, solo puedo deciros que aunque procesamos el coche de la víctima, es difícil sacar algo en limpio de lo que hallamos. Parece ser que Dana Green se dedicaba a comer mientras conducía y, además, no acostumbraba limpiar el coche con frecuencia.

—No creo que halléis nada interesante —repuso Gerard, pesimista—. El asesino no viajó con ella.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Las ratas. ¿Cómo las transportó hasta allí?

—¿Y si no actuó solo? ¿Y si eran dos? Uno la acompañó en el coche, y fue el cómplice el que trajo las ratas. Recuerda que no aparecieron huellas en la puerta y no estaba forzada.

—Fuese uno o fueran dos, Soledad llegó sola a la casa. Sobre la mesa del comedor no había más que una pizza y una lata de Coca-Cola. ¿Ella cenó sola y no invitó a su comensal? Extraño.

—Tienes razón, Castillo —aceptó Jordi Prats—. Yo creo que…

El inspector Vilalta lo interrumpió con un carraspeo impaciente.

—Jordi, deja de hacer de investigador y a lo tuyo —dijo—. ¿Tienes algo más?

El cabo tardó unos segundos en responder.

—Es posible, aunque…

El inspector puso los ojos en blanco.

—Cómo os gusta que os vayan detrás —rezongó—. Mira que sois jodidos.

—No te enfades, Vilalta —repuso el cabo—. Sé que mi inspectora ha encontrado unas muestras muy interesantes en el comedor, y tiene a medio equipo trabajando en ello. Lo que pasa es que yo no sé si debo… Ella quiere asegurarse…

—¿Muestras muy interesantes? —intervino Gerard—. ¿Y por qué no aparecen en el puñetero informe preliminar?

—Están fuera del perímetro, lejos de las zonas relevantes. No quisiéramos meter la pata.

—¿Dónde lo encontrasteis?

—En una esquina del comedor, al lado de la chimenea.

—¡Todo el comedor es una zona relevante!

—No exactamente. Determinamos un radio de acción, desde la entrada hasta la mesa del comedor. Piensa que aquella sala tiene más de cuarenta metros cuadrados. Y no solo eso, tampoco he aportado el informe de las demás estancias de la casa —dijo Prats—. Tenemos que ir paso a paso.

Gerard meneó la cabeza, pero no protestó. De repente, un flash cruzó su mente. Recordó a la inspectora recogiendo muestras en una esquina del comedor cuando él entró con Ramón Aparicio. Sabía que el trabajo de la Policía Científica tenía que ser extremadamente meticuloso si quería ser decisivo, así que no podía enfadarse porque se tomasen en serio su trabajo.

—¿Y en qué consisten esas muestras maravillosas?

—Son unos pelos.

Vilalta y Gerard se intercambiaron una mirada de perplejidad, y al final el sargento dejó escapar una carcajada.

—¿Y qué piensa tu inspectora? ¿Que son del asesino? El comedor estaba hecho un asco, con todas aquellas ratas yendo y viniendo… ¡Seguro que son pelos de rata!

Jordi Prats negó con vigor.

—No somos tan tontos, Castillo. Es cierto que la zona donde se halló el cadáver estaba llena de pelos, huellas y cagadas, y es imposible descubrir nada entre tanta porquería. Pero antes te dije que era una zona fuera del radio de acción de las ratas. —Jordi Prats tomó aire—. Y ya sabemos que son pelos humanos.

—¿Y qué? Podrían ser de cualquier miembro de la familia Aparicio.

—El suelo estaba inmaculado en el resto de la casa. Apenas encontramos unos pocos residuos y eso que peinamos todas las estancias a fondo. Joder, ganas me dan de pedirle al editor el nombre de la chica que le limpia. —Jordi Prats sonrió humilde ante la mueca de desdén del inspector, harto de sus circunloquios—. Además, no eran cabellos, sino pestañas y cejas. Y en un radio de menos de un metro.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Que el asesino se hizo las cejas mientras esperaba a que las ratas se comiesen a la escritora? —bromeó Gerard.

Jordi Prats dejó escapar una carcajada.

—Podría ser. Pero también podría ser que se tratara de una persona que pierde pelos con bastante facilidad.

Gerard arrugó el ceño.

—¿Te refieres a un enfermo de cáncer? ¿Alguien que está recibiendo un tratamiento de quimioterapia?

—Esa sería una explicación plausible —repuso Jordi Prats—, pero hay más. No solo la quimioterapia provoca la caída del cabello; el abuso de ciertos medicamentos también puede causarla. Entre ellos, algunos antidepresivos como la imipramina. Y aunque es una enfermedad bastante extraña, también se podría tratar de tricotilomanía, un trastorno de la conducta en el que la persona se arranca el pelo compulsivamente… Sea lo que sea, el análisis hablará. Y no solo eso, las pestañas y las cejas tenían raíz, ¿sabéis lo que quiere decir eso?

—Perfil genético.

—OK. Así que la jefa ha enviado las muestras a Toxicología, y también ha tomado muestras de ADN para cotejarlo con el de la víctima. Si no es de Soledad Montero, seguiremos por donde nos digáis.

—Si el resultado de toxicología indica consumo de fármacos, estamos como al principio. Hay miles de personas que se ponen moradas de medicamentos que se compran por internet. Es casi imposible descubrirlas.

—Ya, pero no en el entorno de la víctima.

Gerard negó con la cabeza.

—No voy a pedir muestras de ADN a todo Cristo. La jueza me mandaría a la mierda.

—Podemos empezar por el ADN de Lucrecia Vázquez. Ese lo tenemos. ¿Qué te parece? —apuntó Jordi Prats.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —preguntó Gerard extrañado.

—No sé, la inspectora Valls trajo su saliva en un pañuelo. Vete tú a saber, igual le pegó un morreo. Teresa Valls es capaz de lo que sea para conseguir información.

Gerard se pasó las manos por el rostro. Era el imbécil más grande del mundo. Había sucedido delante de sus narices y no se había dado ni cuenta. «Menudo carácter —le dijo—. ¿Y de qué trabajará esta pobre muchacha, si se puede saber? ¿De estatua en las Ramblas?». Lucrecia Vázquez actuó en consecuencia y Teresa Valls obtuvo su muestra. Y todo sin que él sospechase absolutamente nada. Después de unos instantes en los que su autoestima buceó por las miserias abisales, reaccionó con humildad.

—Sí, por favor. Buscad coincidencias de ADN. Y te ruego que le digas a tu inspectora que me ha dado una buena lección. Ella sabrá de qué hablo.

Jordi Prats asintió. Su rostro reflejaba una cierta inquietud, que se disipó al tomar una decisión.

—Os voy a confesar una última cosa, sé que no debería…

—¿Alguna muestrita más que se os ha pasado por alto? —preguntó Vilalta sarcástico.

—No, no. Es una cuestión de intereses, que tiene que ver con este muchacho —dijo Jordi Prats, y señaló a Pau Serra.

El cabo se puso rojo como la grana.

—¿Qué… pasa?

—¿Tú eres hijo del intendente Nicolau Serra?

El muchacho asintió avergonzado.

—Sí, lo soy.

—¿Sabes que tu padre os quiere quitar el caso?

Pau Serra se fregó las manos, nervioso.

—Lo sé.

Jordi Prats asintió con vigor.

—Tranquilo, hombre —le consoló—. Tu padre no pasa por delante de Teresa Valls, y eso que él es de rango superior —explicó—. ¡Joder, buena es mi jefa!

En cuanto se fue el cabo de la Científica, el inspector Vilalta le dio unas palmaditas en el hombro a Pau Serra.

—No te agobies.

El cabo meneó la cabeza casi al borde del llanto.

—Mi padre me presiona para que pida el traslado a la Central. Me ha dicho que estoy en una comisaría de mala muerte y que aquí lo único que hacemos es correr detrás de los chorizos que nos roban el cable del teléfono.

Vilalta sonrió con desgana.

—Poca broma, chaval —replicó el inspector en tono jocoso—. Que el cobre vale un pastón.

—Ya lo sé, inspector —musitó el cabo—. Además, yo no quiero ir a la Central. No me lo merezco, y no quiero que mi padre me siga manipulando… Yo quiero aprender mi oficio y escalar puestos por mi propio mérito.

—Muy bien, muy bien, Serra —aplaudió el inspector con entusiasmo—. Si todos fuesen como tú, el país iría mejor.

—Pero yo lamento mucho que mi padre nos perjudique…

—No tiene nada que ver contigo, Serra —confesó Vilalta—. Jordi Prats nos ha querido vender la moto, pero yo sé muy bien de qué va el tema.

—¿Qué pasa? —preguntó Gerard impaciente. Él nunca había sido capaz de soportar la parte política de su trabajo, ni antes ni ahora.

—Estamos en medio de una guerra y nos van a utilizar como artillería —confesó Vilalta—. En realidad, nosotros no tendríamos que llevar este caso, pero ya que nos lo han asignado, intentaremos resolverlo con los medios de que disponemos o, a lo sumo, no hacer mucho el ridículo.

—¿Estás hablando de una guerra de jefazos en la Central? —preguntó Gerard.

—Sí —dijo Vilalta—. Joder, Castillo, y yo que pensé que no te enterabas de nada.

—Es de dominio público. Hay dos bandos, y uno de ellos lo capitanea el padre del mozo este, el intendente Serra.

—Exacto.

—¿Y el comisario Solans qué papel juega?

—El comisario Solans tomó una decisión salomónica: ni los unos ni los otros. Que investiguen los desgraciados que encontraron el cadáver. Y aquí estamos nosotros, que, por no tener, no tenemos ni laboratorio.

—Bueno, pero tenemos a la inspectora Valls de nuestra parte —bromeó Gerard.

—Sí, claro. Mientras le convenga.

—Además, siempre le puedes pasar el caso a Requesens.

Vilalta lo miró con los ojos entornados. El sargento Requesens, además de trepa, tenía fama de llevarse a todas las mosses menores de treinta años a la cama, Mònica Martí incluida, que además de casada con un cabo de la comisaría de Sant Celoni, era la amante del inspector Vilalta.

—A Requesens lo voy a poner a cavar zanjas —gruñó Vilalta—. Y a ti a su lado como me sigas jodiendo.

Pau Serra había escuchado la conversación con la misma actitud que un árbitro de silla en un partido de tenis. Titubeante, decidió depurar responsabilidades.

—¿Así que yo no soy culpable de nada?

—No, hijo, no eres más que un daño colateral, como nosotros —negó Vilalta con energía, e hizo un gesto de impaciencia—. Y ahora que ya sabemos que no valemos una mierda, ¿podemos comenzar con la reconstrucción?

Gerard agitó en el aire el informe preliminar de la Policía Científica.

—Tenemos la causa de la muerte; asfixia por paralizante muscular. Como sabemos que la puerta no fue forzada, podemos suponer que la persona que la asesinó pertenecía a su círculo de conocidos. Ella le abrió la puerta.

—Bien, alguien de su entorno quería verla muerta —replicó Vilalta impaciente—. Así que nada de asesinos anónimos, nos hallamos ante una posible venganza, un ajuste de cuentas. Empecemos con las declaraciones testimoniales.

Gerard hizo una mueca de frustración.

—¿Qué pasa, Castillo?

—Lo siento, Vilalta, pero aún no tengo la declaración de la testigo principal.

El inspector lo miró desconcertado.

—¿Te refieres a Lucrecia Vázquez?

—Me temo que tendré que pedir una orden judicial. Se ha negado a declarar.

—Joder, Castillo, ¿y a qué esperas?

Antes de que Gerard consiguiese esbozar alguna ridícula excusa, se oyeron unos golpecitos en la puerta. El aire se llenó de espesas feromonas cuando la cabecita rubia de Mònica Martí asomó por el hueco de la puerta.

—Inspector, disculpe… —musitó melosa, y se volvió hacia Gerard—. Sargento, tiene una visita.

—¿Una visita? —preguntó con brusquedad—. ¿Quién viene a verme?

—Una chica.

—¿Una chica?

Miss Universo no es —contestó Mònica sonriendo maliciosa—. Y mira que es fea, la pobre. Pero eso… no es lo peor.