5
—Las nenas se vuelven locas cuando saben que soy mosso —murmuró el cabo Serra cuando enfilaban la carretera comarcal que les conduciría a Santa Creu—. Así que es lo primero que les digo. Y ellas no hacen más que pedirme que me ponga el uniforme.
Gerard lanzó un bufido.
—A ver, Serra, no compares. Tú tienes veinticinco años y yo treinta y siete. Tienes que saber que a mí ya no me interesan las nenas, y que a las mujeres hechas y derechas no les impresiona un uniforme.
Pau Serra se mantuvo unos instantes en silencio, como si meditase intensamente la respuesta.
—De acuerdo, sargento… —concedió el cabo—. He dicho una tontería.
—Bien.
—Además, no era eso lo que yo intentaba… En fin. —Serra se revolvió nervioso en el asiento mientras miraba de reojo los tejanos sin marca y la camisa de leñador que llevaba Gerard—. ¡Perdone, pero tengo que decírselo!
—¿El qué?
El cabo se aclaró la garganta.
—Creo que tendría que hacerse notar más.
Gerard dejó escapar una carcajada. Justamente, todo lo contrario de lo que pretendía.
—¿Eso crees, Serra?
—Estoy convencido, sargento. Usted es un tío bien plantado, con autoridad, que hace de coña su trabajo… —prosiguió el cabo, embalado—. Podría ascender y ocupar un puesto de mayor responsabilidad.
«Y tú conmigo», pensó Gerard, aunque se limitó a hacer un comentario jocoso.
—Serra, ¿me estás tirando los tejos? —le preguntó.
—¡No, en serio! —negó el cabo azorado—. No entiendo por qué quiere pasar siempre desapercibido. Así no llegará más alto. ¡Mire el sargento Requesens!
Gerard tragó saliva.
—Requesens es un gilipollas y un trepa. Sería capaz de vender a su madre si con ello sacase algún provecho.
—De acuerdo, jefe. —Serra asintió con vigor—. Pero Requesens figura en todas las quinielas como el sucesor de Vilalta. Y yo creo que usted está mucho mejor preparado y es mucho mejor investigador…
—No me interesa —le interrumpió Gerard, y señaló con un dedo varios coches patrulla aparcados a un lado del camino. Tras ellos ondeaba la cinta balizadora de la policía, que envolvía la zona de investigación e incluía dos coches aparcados ante la finca: un destartalado Mercedes y un Audi blanco—. Y déjate de quinielas. Hemos llegado.
Nada más bajarse del coche, Gerard saludó a dos mossos de uniforme que custodiaban la entrada a la finca. Tras ellos descubrió a varios miembros de la brigada científica, embutidos en sus inquietantes monos de papel blanco que parecían sacados de una película de ciencia ficción de serie B. Él aún no lo sabía, pero los hombres de blanco estaban enfrascados en la dificultosa tarea de dar caza a las pocas ratas que, atiborradas de carne humana, remoloneaban por los alrededores de la finca.
—¿De dónde han salido esos bichos? —le preguntó Gerard a uno de los agentes al ver la enorme rata gris que había atrapado uno de los policías—. Son ratas de ciudad.
—Sargento… es un misterio.
—¡No son ratas, son pirañas! —replicó el otro agente, que tenía la cara blanca como la nieve—. ¡Ahí dentro he visto la cosa más asquerosa de mi vida!
—No es un bonito espectáculo, no —admitió su compañero, más experimentado.
—El cadáver, ¿lo encontrasteis vosotros?
—Sí, sargento. Nos llamó la vecina de al lado para decirnos que había visto una joven tendida al pie de la escalera y ratas corriendo por todos lados. Cuando llegamos, la chica ya había recuperado el conocimiento, y fue ella misma la que nos explicó que había un cadáver dentro de la casa. Entramos y descubrimos el pastel… Ella nos dijo que la muerta era la escritora Dana Green, pero ¡a saber! ¡Estaba irreconocible!
—¿Le habéis tomado declaración a la vecina?
—Sí, aunque no aportó gran cosa. No oyó nada ni vio nada durante la noche. Un poco antes de las diez de la mañana vio a la chica y nos llamó.
—¿Y la chica? ¿Dónde está?
—Se la llevaron al Hospital General, en Barcelona.
—¿Por qué? ¿Tenía lesiones?
—No, qué va. Lo que tenía era los tornillos flojos. Al principio, cuando la encontramos, parecía la mar de tranquila, pero de repente empezó a decir palabrotas y a sacudirse como si estuviese poseída… ¡Dios, qué tía más tarada! ¡La metimos como pudimos dentro de la ambulancia y seguía llamándonos hijos de puta y pegando golpes en los cristales! ¡Qué loca!
—¿Tenéis su nombre?
Uno de los mossos consultó una libreta.
—Lucrecia Vázquez Iglesias, vecina de Barcelona, de…
—Luego me lo acabáis de explicar —dijo Gerard, al ver a dos hombres de gris que se acercaban con una litera y una funda negra de plástico—. Supongo que está dentro el doctor Aguilar.
—Sí, señor.
Gerard hizo un gesto al cabo Serra para que lo siguiese, y después de identificarse ante la Policía Científica y de ponerse unos peúcos, ambos subieron las escaleras de entrada al chalet. Los peldaños estaban llenos de flechas numeradas y testigos métricos que señalaban las huellas sangrientas que habían dejado las ratas en su macabro trasiego. Al llegar hasta el rellano de entrada, a Gerard le llegó el penetrante e inconfundible olor de la muerte. Apretó las mandíbulas y después de una leve indecisión, entró. Nada más cruzar el umbral de la puerta, vio a Jaime Aguilar junto con un fotógrafo, ambos inclinados sobre el cadáver. La inspectora Valls, responsable de la brigada científica, observaba la escena desde un par de metros más atrás. Al ver entrar a Gerard, hizo un leve gesto de desdén y decidió abandonar la sala, como si le pareciese que no había suficiente espacio para todos.
—Sargento Castillo, de la Unidad de Investigación de Castellers —se presentó Gerard, mirando a Teresa Valls de reojo, que pasó a su lado y no se molestó en saludarle.
El doctor Aguilar asintió con la cabeza, y después de hacerle un leve gesto para que diese un rodeo tras la mesa, prosiguió con su trabajo. Gerard Castillo se acercó lentamente, seguido del cabo Serra, que no había abierto la boca desde que se había bajado del coche. El forense acababa de tomar la medición de temperatura del cuerpo, y la anotó en su cuaderno. Gerard se detuvo a un par de metros e inspiró, impresionado. Había visto muchos muertos en su vida, más de cincuenta, pero nunca acabaría de acostumbrarse.
—¿Qué le parece, sargento? —preguntó el doctor Aguilar.
La voz tardó una fracción de segundo en brotar de la garganta del policía.
—Es… espeluznante —atinó a decir.
El forense asintió.
—He visto de todo en mi vida, pero creo que esto lo supera —confesó el forense, con el aplomo de quien se sabe una autoridad en el tema.
En el suelo había un cadáver humano irreconocible. Del rostro ya no quedaba prácticamente nada; las ratas habían devorado los globos oculares, la nariz, las mejillas y los labios. La boca era un enorme boquete sin lengua. Del cuerpo se habían comido las partes más blandas: los pechos, el abdomen y la cara interna de los muslos.
—Estaba completamente desnuda —murmuró Gerard.
—Sí, no llevaba puestos ni los zapatos.
—Supongo que para facilitarle el trabajo a las ratas.
El forense asintió pesaroso.
—¿Puede determinar la hora aproximada de la muerte? —preguntó Gerard.
—No muy bien —se excusó el doctor—. Normalmente tomo la temperatura del hígado, pero como las ratas se lo han comido…
En aquel momento, el cabo Serra hizo un ruido gutural y se alejó con una mano en la boca. No consiguió llegar hasta la puerta. Vomitó en la entrada, ante la mirada de desprecio de los miembros de la brigada científica.
—Joder, Serra —le recriminó Gerard—. ¿No ves que contaminas el escenario?
El pobre cabo intentó esbozar una disculpa, pero se inclinó hacia delante, víctima de una nueva arcada, y acabó de vomitar el resto del desayuno. Trastabillando, bajó las escaleras y salió de la finca, seguido de una algarada de comentarios mordaces.
Médico y policía se miraron durante unos instantes.
—Los chicos no tienen piedad con los novatos —murmuró el forense.
—Es lo que toca —dijo Gerard—. Si quiere trabajar en esto, tendrá que curtirse. No le vamos a hacer photoshop al cadáver para que esté bonito.
—Pues con este se curte, seguro.
—Desde luego —replicó Gerard impaciente—. Y ahora dígame a qué hora piensa que pudo morir la víctima.
—Entre las cinco y las seis de la madrugada.
Gerard asintió con la cabeza y señaló la mesa del comedor, sobre la que quedaban los restos de una cena apenas comenzada: una pizza y una lata de Coca-Cola.
—Si la víctima comenzó a cenar y murió entre las cinco y las seis de la madrugada, debo suponer que pasaron muchas horas entre la aparición del asesino y la muerte…
—Fue una noche muy larga.
—Muy larga, sí —repuso Gerard distraídamente.
—Bueno, sargento —dijo el doctor Aguilar—. Por lo que a mí respecta ya no me queda nada que hacer aquí, más que esperar a que llegue el juez y autorice el levantamiento del cadáver. Me lo llevaré al Hospital General y haré la autopsia… de lo que queda.
—¿Al Hospital General? —preguntó Gerard recordando un comentario.
—Sí. Si quiere, llámeme mañana por la mañana, a ver si ya puedo decirle algo.
—Iré a verle —respondió Gerard—. Han llevado a una testigo a su hospital, así que será un viaje bien aprovechado.
—Una última cosa, sargento… —apuntó Jaime Aguilar—. Hay un detalle que me hace pensar en la extrema maldad del asesino.
—¿Más allá de la forma tan horrible de matar a su víctima?
—Sí —repuso el médico—. Y aunque imagino que no es plato de gusto, le ruego que observe el cadáver.
Gerard asintió lentamente y obedeció. Durante todo aquel tiempo lo había evitado. Su mirada pasó por el rostro, ahora convertido en una masa sanguinolenta en la que destacaban los enormes socavones de los globos oculares, la ausencia de la nariz y la boca abierta en una especie de grotesca mueca.
Gerard negó con la cabeza. El médico forense se había mantenido en silencio.
—¿No ve nada extraño? —le preguntó, al fin.
—No sé.
—Fíjese en la postura del cuerpo —murmuró—. Es anormal.
Gerard comprendió de inmediato. El cadáver tenía las piernas y los brazos completamente extendidos.
—No se protegía. ¿Es eso?
—Extraño, ¿no? —añadió el médico—. ¿Qué haría usted si empezasen a comerle las ratas?
—Intentaría defenderme.
—Exacto. Y si no pudiese, por instinto se colocaría en posición fetal, protegiéndose el rostro.
—La víctima no lo hizo —repuso Gerard—. Tal vez fue devorada después de muerta. Eso lo explicaría.
—Quizá —concedió el doctor—. Pero no lo creo. Cuando un asesino se toma tantas molestias, es para disfrutar del espectáculo.
—Sí, es posible —concedió Gerard—. Aunque, tal vez ella murió de un paro cardíaco al imaginar la espantosa muerte que le esperaba.
—Si hubiese sufrido un infarto, se hubiese llevado las manos al pecho para protegerse del dolor. La posición sería de defensa, igualmente.
Gerard asintió. Estaba convencido de que el forense estaba en lo cierto.
—Espero, doctor, que pueda encontrar la respuesta a este misterio.
—Tengo una hipótesis —repuso Jaime Aguilar—, pero me esperaré a la autopsia para confirmarla. Y otra cosa quiero decirle… sobre Teresa Valls. Un consejo de amigo, si me lo permite.
—Venga ese consejo.
—No negaré que Teresa es un poco brusca. —El doctor sonrió para sí mismo—. Pero es la mejor en lo suyo. Así que aunque ella quiera librarse de usted porque odia a los investigadores, le recomiendo que la siga por toda la casa y no se pierda ninguna de sus observaciones. Lo agradecerá después.
En aquel momento, uno de los mossos de uniforme atravesó la entrada, y desde allí se dirigió a Jaime Aguilar.
—Doctor, acaba de llegar la jueza.
—¿Quién es? —preguntó el forense.
—Su señoría, Margarita Ripoll.
Jaime Aguilar lanzó un suspiro de alivio.
—Estamos de suerte —repuso—. Margarita tiene buen estómago.
En cuanto la jueza ordenó el levantamiento del cadáver, se lo llevaron los empleados de la funeraria. Casi de inmediato, la inspectora Valls, que se había dedicado a inspeccionar los alrededores de la finca, regresó de nuevo al interior de la vivienda, mientras uno de sus agentes la iba informando del avance de las investigaciones.
—… Lo siento, pero no creo que dispongamos de ninguna huella útil. Hemos utilizado potenciador de pisadas a destajo desde la entrada hasta el interior de la casa, pero las malditas ratas lo han ensuciado todo.
La inspectora asintió con pesar.
—Ya lo veo, ya. En fin, saquen lo que puedan y luego examinen todas las estancias de la casa, a ver si hay más suerte. Sobre todo presten mucha atención a las ventanas.
—Sí, inspectora.
El agente se alejó, acompañado de dos mossos, y la inspectora Valls lanzó una mirada a su alrededor. Fue entonces cuando descubrió a Gerard Castillo. Arrugó el ceño e hizo un gesto brusco con la mano derecha, como quien quiere espantar una mosca.
—Si no le importa… hum… —Ella lo miró con impaciencia.
—Sargento Castillo.
—Si no le importa, sargento Castillo, ¿podría… salir?
La inspectora Valls era una mujer pequeña y huesuda, de unos cuarenta y cinco años. No iba embutida en el estiloso mono de papel, aunque sí que portaba todos sus accesorios. Vestía un pulcro y masculino traje chaqueta de color marrón y llevaba mocasines bajo los peúcos. Su aspecto físico no le importaba en absoluto, aunque eso no la convertía en una mujer fea, que no lo era. Y si su aspecto físico no le importaba, tampoco le importaba ser desagradable y brusca.
—No pretendo ser pesado, inspectora, pero quiero quedarme —insistió Gerard—. Tiene que entender que todo lo que pueda observar por mí mismo será muy valioso para la investigación.
—He dicho que no.
Gerard meneó la cabeza. Estaba visto que la vía diplomática era inútil con aquella mujer.
—Este caso es mío, y si tengo que informarme con unas cuantas fotografías y con lo poco que le dé la gana de explicarme en su informe, voy listo. ¿Entiende?
La inspectora se encogió de hombros.
—Ese es su problema.
—También es el suyo —replicó Gerard—. De nada sirve que usted haga muy bien su trabajo si no me deja hacer el mío.
La inspectora se volvió hacia Gerard y lo miró con furia. No obstante, su rostro se relajó de inmediato y esbozó una sonrisa maliciosa. La cara pálida del cabo Serra acababa de asomar por el hueco de la puerta. Ella había sido la primera en verlo.
—¿Qué, flor de pitiminí? —le preguntó con voz dulce—. ¿Te encuentras mejor?
El pobre muchacho miró a Gerard pidiendo ayuda, pero este se limitó a negar con la cabeza.
—Cabo Serra, dígame.
—Sargento, acaba de llegar el dueño de la casa.
—¿El dueño de la casa? —preguntó Gerard sorprendido—. ¿Es que no era de la víctima?
—No, señor.
—¿Y cómo se ha enterado el propietario?
—La testigo lo ha llamado por teléfono.
—¿La testigo? ¿La chica que se llevaron en ambulancia? ¿La que se había vuelto loca?
—Sí, señor. Pero no se había vuelto loca. Al parecer, es que ella es así.
—Ahora mismo salgo.
—Qué lástima, sargento —repuso Teresa Valls con una sonrisa mordaz en los labios—. Con lo a gusto que estábamos discutiendo…
—Qué lastima, sí. —Gerard se encogió de hombros y salió de la casa.