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Carballeira recorrió lentamente el pasillo que lo conducía a la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Santa Isabel de Lugo. Habían pasado dos días desde entonces, cuarenta y ocho horas en las cuales recordó infinidad de veces aquella escena, el momento preciso en el que creyó entrar en el corazón del infierno.

—No puedo parar.

Lucrecia lo dijo sin alterarse, sin mirarle siquiera. Él la apuntó con su arma, y estuvo a punto de disparar, pero la imagen era tan aterradora que hubiera errado con facilidad. Un segundo después supo que no estaba presenciando a una asesina llevando a cabo un horrendo crimen.

Estaba sentada sobre su estómago, oprimiéndole el pecho con las dos manos, una sobre la otra. No dejaba de contar, y había incluido la frase en su recuento obsesivo. Uno, dos, no puedo parar, uno, dos, uno, dos…

Al acercarse, no fue el rostro ensangrentado e irreconocible de Gerard lo que más impresionó a Carballeira. Tampoco sus ropas convertidas en jirones sobre un cuerpo que imaginaba destrozado. Ni la sangre ni las vísceras que cubrían el suelo; una repulsiva alfombra de despojos orgánicos. Tampoco el hedor insoportable.

Lo que más impresionó a Carballeira fue el tubito de plástico transparente que Gerard tenía clavado en la garganta por el que entraba y salía el aire de sus pulmones. Era la caña de un bolígrafo Bic.

—… No puede respirar, uno, dos, ambulancia, uno, dos, ambulancia, uno, dos…

Carballeira no reaccionaba.

—… Uno, dos, ¡ambulancia, coño!, uno, dos, uno, dos, ¡se muere, cojones!, uno, dos…

Carballeira obedeció como un autómata y exigió una UVI móvil que se presentó a los veinte minutos acompañada de varias dotaciones de policía. El exterior de la finca se convirtió en un parque temático de luces destellantes y uniformes de todos los colores. Cuando el médico de Emergencias llegó portando un equipo de respiración asistida, se limitó a pronunciar un único y sentido: «carallo, menuda traqueotomía de urgencia». Lucrecia dejó de presionarle el pecho a Gerard en el preciso instante en que supo que le había salvado la vida. Se incorporó, y casi de inmediato, fue detenida por dos policías que la sacaron del sótano en volandas. No se resistió, no dijo nada. Se limitó a lanzar una última mirada a Gerard, que, entubado e inconsciente, se aferraba al hilo de vida que ella había luchado hasta el agotamiento por mantener.

Cuando Carballeira llegó a la entrada de la UCI vio a cuatro personas apostadas frente al cristal de la habitación de Gerard. No las conocía, pero sabía que venían de Barcelona. Formaban un grupo dispar, aunque compartían el tufillo a policías y algo que lo enterneció: idéntica expresión de padecimiento en sus rostros. No era para menos; el aspecto de Gerard era sobrecogedor. Tenía el cuerpo totalmente cubierto por vendas, estaba inconsciente y conectado a una máquina que controlaba sus constantes vitales.

—Soy Xosé Manuel Carballeira, sargento de policía —dijo, alargando la mano al visitante de mayor edad. Tomó aliento—. Y amigo personal de Gerardo.

—Jaime Aguilar —repuso el hombre, y le estrechó la mano—. Soy forense y también amigo. —Ahora presentó a los demás—. La inspectora Teresa Valls, el inspector jefe Xavier Vilalta y…

—Todos somos amigos de Gerard —le interrumpió Vilalta con gesto apesadumbrado—. Y podríamos haber venido treinta, pero no ha podido ser.

Carballeira asintió con una leve sonrisa en los labios.

—Gerardo tiene muchos amigos en Barcelona —murmuró.

—Sí —respondió Vilalta, y señaló al miembro más joven del grupo, un muchacho de poco más de veinte años—. Y el chico es casi su ahijado, el cabo Serra.

Pau Serra dejó escapar un gemido agónico y se lanzó a los brazos de Carballeira, que se vio obligado a abrazarlo a su vez y darle unas palmaditas de consuelo en la espalda.

—No hemos podido hablar con el médico de guardia —repuso impaciente Teresa Valls, interrumpiendo el paternal abrazo—. ¿Qué puede decirnos?

Carballeira sonrió. Bien, no solo las gallegas eran de armas tomar, por lo visto las catalanas también. Se giró hacia el cristal y señaló a Gerard, que yacía inconsciente y ajeno a la preocupación de sus compañeros.

—Gerardo está bien dentro de lo que cabe.

Teresa Valls lo miró con el ceño fruncido.

—Xosé Manuel, ¿qué quiere decir eso de «dentro de lo que cabe»? ¿Se salvará?

—Supongo…

—¿Supone? —repitió Teresa Valls arrugando el ceño—. ¿Qué cony quiere decir que «supone»?

—Bueno, yo no soy médico, pero creo que no temen por su vida, aunque…

—Yo sí que soy médico —replicó Jaime Aguilar—. ¡Hable claro, por favor, y díganos lo que sabe!

—Gerardo recibió más de cien mordeduras de rata y eso le ha producido una gran infección que están tratando con antibióticos. También tiene graves lesiones en la tráquea por culpa de una traqueotomía de urgencia…

—¿Traqueotomía? —repitió Jaime Aguilar, sorprendido—. ¿Por qué?

—Alejandro Paz le inyectó paralizante muscular, y Gerardo no podía respirar… Lucrecia Vázquez le atravesó el cuello con la caña de un bolígrafo mientras le hacía un masaje cardíaco a la espera de que llegase una ambulancia… —Carballeira observó cómo los rostros de todos expresaban una absoluta estupefacción. Al final, meneó la cabeza, decaído—. En fin, creo que lo mejor es que se alojen en mi casa y se lo explique con tranquilidad. Imagino que hay muchas cosas que desconocen. Cosas difíciles de entender y aún más difíciles de creer… Vengan, no sirve de nada estar aquí. Gerardo está inconsciente y hasta mañana a las once no podemos hablar con el médico.

—¿Los cuatro en su casa? No queremos molestar —dijo Vilalta—. Buscaremos un hotel.

—Ni hablar, no lo permitiré —negó Carballeira con vigor—. Ustedes son amigos de Gerardo, no irán a un hotel.

—Somos muchos —dijo Vilalta.

—Tengo sitio para todos —insistió Carballeira.

—Bueno, si quiere —repuso Jaime Aguilar—, la inspectora y yo podemos compartir cama.

Pau Serra y Vilalta lo miraron horrorizados. Teresa Valls lo va a matar, pensaron. Pero ella no lo mató.

—Estamos casados —se dignó contestar.