38

Os vellos deuses, os poboadores das augas, do aire, os soterrados ananos, xigantes, mouros, trasnos, demos, meigas… Máis dun milleiro de seres diferentes que gozan de teren pousada no pazo do imaxinario.

Los bajos del Mégane rechinaron de nuevo. Gerard apretó los dientes y pisó el acelerador. No podía quedarse allí encallado, nadie vendría a buscarles. Si Ouleiro le había parecido el fin del mundo, aquel camino lo conducía directamente al más allá. En la misma oficina de Correos había pedido indicaciones para ir a A Villa da Pena Negra, y aunque el empleado lo miró asustado, se lo explicó sin dar más vueltas. A la pregunta de quién vivía allí, el empleado se encogió de hombros y respondió un no sé. Mentira. ¿Seguro? Seguro. Gerard comprendió que no le arrancaría nada más. El miedo brillaba en su mirada y le temblaba la voz. Inútil presionarle, y mucho menos con una placa falsa.

—Empiezo a pensar que es una encerrona —dijo Gerard mientras sacaba el teléfono móvil de su bolsillo y comprobaba que no tenía cobertura—. Joder, soy imbécil. Me siento como un asno detrás de una zanahoria.

Si esperaba una palabra de aliento, no la escuchó. Lucrecia iba ovillada a su lado, en el asiento. Él le lanzó una rápida mirada de soslayo.

—¿Y qué te pasa a ti ahora?

—Yo no hubiera venido.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

—Ese chaval nos ha dejado la nota para que vayamos a esa casa. ¿Qué quieres? ¿Que no vayamos?

Lucrecia agitó la cabeza con furia.

—Bueno… sí. ¡Sí, sí, sí! Lo que pasa es que el camino no me gusta.

Gerard se encogió de hombros.

—Ni a mí. Me está reventando los bajos del coche.

—No es por eso, sino por su significado…

—El significado, ¿de qué?

A corredoira dos demos —musitó Lucrecia.

—¿Qué quiere decir?

—El camino de los demonios.

Gerard sonrió para sus adentros. Así que la licenciada en filología blablablá, políglota y de portentoso coeficiente intelectual era supersticiosa. Tal vez es que todos los gallegos, estudiados o no, creen que las meigas, haberlas, haylas.

—Bonito nombre —se limitó a decir.

El camino zigzagueaba entre una espesura de robles, castaños y alisos que no dejaban ver más que unos pocos metros al frente. Tras una rampa pronunciada, en la que las ruedas patinaron varias veces y el olor intenso de embrague quemado inundó el ambiente, Gerard detuvo el coche a un lado del sendero.

—Vamos a seguir andando —anunció—. Al final voy a embarrancar en cualquier socavón y a ver quién nos saca de aquí.

Lucrecia miró a su alrededor con un brillo de inquietud en sus ojos.

—No me gusta.

En un acto instintivo, Gerard se llevó la mano derecha al costado y palpó la Glock por encima de la ropa.

—¿Por qué? —preguntó, fingiendo despreocupación.

—No sé, la atmósfera es opresiva, casi irrespirable.

Gerard sonrió divertido. «Escritores», pensó.

—Ánimo, literata. A ver si caminando se te despeja un poco esa opresión opresiva.

Lucrecia le lanzó una mirada furibunda, aunque obedeció. Salieron del coche y comenzaron a andar. Cuando llevaban recorridos unos pocos metros, Gerard se volvió bruscamente, como si temiese descubrir in fraganti a una caterva de duendecillos robándole el coche. El Mégane seguía allí, pero el camino ascendió de nuevo y lo perdió de vista.

Durante unos quince o veinte minutos caminaron en silencio, el uno al lado del otro, alerta, escuchando con atención todos los sonidos del bosque, intentando descifrarlos. En el ánimo de Gerard bullía la indignación porque cada vez estaba más y más convencido de que en Ouleiro le habían engañado, y que aquella corredoira maldita no conducía a ninguna parte o, como mucho, al mismísimo infierno. En cambio, Lucrecia no estaba furiosa, sino intranquila, como si presintiese un peligro cercano, una presencia maligna. Se volvió de repente y lanzó un gritito.

Gerard se volvió a su vez, buscó de nuevo la pistola, pero tras descubrir lo que había asustado a la joven, su mano resbaló por la cazadora y se relajó.

—Solo es un perro, Lucrecia.

A unos diez metros de ellos se detuvo en mitad del camino un can gris y escuálido. Los observaba inmóvil, con fijeza inquietante.

—Perdona, pensé que era un lobo.

—Tranquila.

Comenzaron a caminar de nuevo, el perro también.

—Nos sigue.

—Pues que nos siga.

Lucrecia caminaba sin dejar de mirar atrás. El perro no se acercó ni se alejó, mantuvo la distancia matemáticamente, como un mudo guardaespaldas. Cuando Gerard ya estaba casi convencido de que se habían perdido, el sendero concluyó en una explanada y al fondo pudieron ver una casa. Curiosamente, el perro no se detuvo, sino que avanzó silencioso, evanescente. Al llegar hasta ellos los evitó y, tras subir a un montículo, dio un rodeo y prosiguió su camino.

—Es de la casa, por eso nos seguía —aclaró Gerard.

—¿Por qué no ladra? Todos los perros ladran.

—No sé. —Gerard reemprendió la marcha—. Deja de preocuparte por el perro.

—Me da mal rollo —musitó Lucrecia—. ¿Has visto? Está tuerto.

Gerard asintió a regañadientes. Aunque pretendía quitarle importancia, lo cierto es que el aspecto del pobre can también le ponía nervioso. Era un animal flaco, de raza indefinida y pelaje gris plomo y tenía aspecto de haber sido brutalmente torturado. No solo por la cavidad ocular reseca y negra como una cueva, sino por la mirada fija y vacía de su único ojo, negrísimo. No solo le faltaba un ojo, sino que la cola le había sido cortada a ras y en el cuerpo tenía enormes calvas de antiguas heridas donde ya no había nacido el pelo. El can se detuvo unos metros más adelante, entorpeciendo el paso.

—No nos deja pasar.

Gerard se agachó y cogió un puñado de guijarros. Se los lanzó sin mucha fuerza, solo para asustarlo. Las piedrecillas impactaron en su huesudo lomo, pero el animal no emitió ni un leve ladrido, la más mínima queja. Tampoco se revolvió, agresivo. Se limitó a apartarse.

—Está acostumbrado al maltrato.

—Olvídate del perro, Lucrecia.

—¿Y si nos ataca?

—¿Por qué nos va a atacar?

—No sé, parece endemoniado.

—Sí, como el camino —repuso Gerard intentando mostrarse despreocupado. Lo cierto es que él también sentía una desagradable sensación de ahogo.

Al acercarse hasta la casa, vieron que estaba rodeada por un antiguo muro de piedra que había perdido su función, ya que estaba casi por completo derruido y cubierto de hierbajos y zarzas. Adheridas al muro quedaban algunas letras de azulejo que anunciaban la entrada: VIL DA PEN NGR. A Villa da Pena Negra. Al otro lado del muro lo que en su tiempo habría sido un jardín se había convertido en un campo de matorrales resecos y malas hierbas. Llegaron hasta una glorieta destartalada y se detuvieron a observar la construcción. Era una edificación de piedra oscura de comienzos del siglo pasado, de techos altos e inclinados. Grandes chimeneas emergían del tejado y sus múltiples ventanas estaban casi ocultas por la hiedra. Todas ellas estaban protegidas por postigos.

Gerard y Lucrecia cruzaron el jardín, hundiendo los pies entre la maleza. Ascendieron los tres escalones de piedra que conducían a la puerta principal, de madera con contrafuertes de hierro oxidado. No había timbre, sino una aldaba con forma de argolla suspendida de una cabeza de león. A pesar de los años transcurridos y de la dejadez absoluta en que se hallaba el edificio, era evidente que en su momento se trató de una casa señorial. En la puerta tampoco había buzón, así que no pudieron atisbar por él, pero Gerard descubrió una grieta entre dos tableros y al acercar el ojo pudo ver parte de un amplio y sombrío vestíbulo desprovisto por completo de mobiliario.

—Parece abandonada —dijo, apartándose.

—¿Quién podría vivir aquí? —murmuró Lucrecia.

—Ahora lo veremos —repuso Gerard mientras tomaba la argolla y golpeaba la aldaba con fuerza.

Pasaron dos o tres minutos y no se escuchó ni un sonido. Gerard llamó de nuevo y se acompañó de su voz.

—¿Hay alguien?

Cuando ya estaban a punto de desistir, oyeron unos pasos inseguros en el interior del vestíbulo. Escucharon el sonido de un cerrojo al descorrerse, y la puerta comenzó a abrirse. Lucrecia dio un salto hacia atrás y se llevó las manos a la boca, ahogando un chillido.

—¿Quiénes son? ¿Qué quieren?

Había abierto la puerta un anciano de unos ochenta años, encorvado y enjuto. Ciego. Sus pupilas se ocultaban bajo los párpados y mostraba dos córneas blancas y traslúcidas como piel de cebolla.

En aquel momento el perro tuerto apareció por entre la maleza y lanzando un aullido lastimero intentó entrar en la casa. El ciego le dio un certero golpe de bastón y el pobre can huyó de nuevo, asustado.

—¡Maldito perro! ¡Te voy a matar a palos!

—¿No es suyo? —preguntó Gerard irritado con la brutalidad del viejo—. Nos ha seguido hasta aquí.

—Es el perro de mi hijo, pero ahora él no está… ¿Qué quieren?

Gerard tardó unos instantes en reaccionar. Durante todo el camino había ensayado diferentes posibilidades de iniciar la conversación, pero acababan de brindársela en bandeja.

—Quisiéramos hablar con su hijo, por favor.

—¿Por qué? —preguntó el ciego enarbolando el bastón—. ¿Ha hecho algo malo?

—No. ¿Qué le hace suponer eso?

—¡Usted es policía!

En aquel momento, escucharon una voz de anciana en el interior de la casa, y un golpeteo de bastón que se acercaba.

—Manuel, ¿qué pasa?

—¡Unos policías han venido a vernos!

La mujer se acercó a la puerta, y pudieron descubrir que también era ciega. Sus pupilas, inertes, mantenían una insistente fijeza.

—Yo no soy policía —murmuró Lucrecia con suavidad—. Mi nombre es Lucrecia Vázquez Iglesias y soy escritora. Creo que su hijo me ha enviado un manuscrito y quisiera saber el porqué.

Gerard le lanzó una mirada furibunda. Con esa declaración, lo único que iba a conseguir era asustar a los ancianos y que se negasen a hablar con ellos.

Tenía razón en parte, ya que los dos viejos se quedaron petrificados. La anciana puso una mano en el brazo de su marido y acercándose a su oído le susurró unas palabras que todos pudieron escuchar.

—Es ella. Ha venido.

El anciano asintió con pesar.

—Pasen —dijo, y se hizo a un lado.

Gerard miró a Lucrecia, que le devolvió una mirada temerosa. Había acertado, pero ese mismo acierto la asustaba. No obstante, fue ella misma la que, con decisión, cruzó el umbral y entró en el sombrío vestíbulo. Gerard la siguió y el viejo cerró de nuevo la puerta, dejando la estancia en penumbra. Vieron una gran escalera al fondo del recibidor, y la anciana los invitó a subirla.

—Tenemos la planta baja muy abandonada porque no hacemos vida —se disculpó—. Vengan, iremos al primer piso.

Cruzaron el recibidor, vacío de muebles, con el suelo cubierto de polvo y las paredes festoneadas de telarañas que le daban un aspecto aún más remoto y olvidado. Subieron las escaleras escoltados por los dos ancianos. Los peldaños, de madera, crujieron a su paso, y Gerard temió que no soportasen sus más de noventa kilos de peso. Al llegar a la planta superior se encontraron con un pasillo cubierto por una alfombra descolorida que en su tiempo debió de ser de color cereza y ahora estaba casi comida por las polillas. La anciana abrió una puerta, que rechinó al abrirse, y les franqueó la entrada.

—Es el despacho de mi hijo —explicó—. Entren.

Lucrecia dio un paso adelante y empezó a aplaudir con furia.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Qué pasada! ¡Qué mierda!

A pesar de lo violento de su reacción, los dos ancianos sonrieron beatíficos, como si apreciasen como el más cortés de los halagos la brutalidad de los tics de Lucrecia. Incapaz de controlarse, ella dio rienda suelta a los espasmos y exabruptos.

—Lo siento, ¡mierda! —Intentó disculparse—. ¡Lo siento!

La anciana se acercó a ella y, tomándola por un brazo, le buscó el rostro y se lo acarició cariñosamente. Lucrecia aceptó la caricia con profundo desagrado, apretando los dientes.

—Lucrecia, Lucrecia, riquiña —susurró la mujer—. Qué alegría conocerte.

Mientras tanto, Gerard admiró el contenido de aquella estancia. Una gran biblioteca ocupaba tres de las cuatro paredes de la enorme habitación. Miró los lomos y descubrió que todos los libros eran ediciones muy buenas y antiguas, con pinta de haber sido leídos muchas veces. Gabriel García Márquez, Ana María Matute, Jorge Luis Borges, Rosa Chacel, Miguel Delibes, Carmen Laforet…

Gerard dedujo que, así como Lucrecia era una lectora ecléctica que disfrutaba leyendo sin traducir a los autores cuyos idiomas entendía, el lector que había atesorado todos los tomos que poblaban aquella biblioteca no conocía más idioma que el castellano, pero era un profundo conocedor de los mejores autores españoles y latinoamericanos que había dado el siglo XX.

Lucrecia consiguió liberarse de la anciana, y siguió a Gerard, leyendo ávida todos los títulos. Él se cansó enseguida, y prosiguió su investigación, acercándose a una mesa de despacho. Presidiéndola había una gran pantalla de ordenador y una impresora láser. Al lado, cuatro libros apilados. Gerard leyó los títulos:

Crímenes bestiales, de Patricia Highsmith.

En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft.

El gato negro y otros cuentos de horror, de Edgar Allan Poe.

El entierro de las ratas, de Bram Stoker.

Interesante.

Los cuatro tomos tenían entre sus páginas multitud de trozos de papel que sobresalían, seguramente cada uno de ellos señalaba un párrafo o una escena que había interesado al escritor. Quizá los utilizaría para inspirarse o tal vez los tomaba prestados. Fuera lo que fuese, estaba disculpado. Había elegido a cuatro de los grandes de la literatura de misterio y terror.

Aquella biblioteca era la propia de un apasionado de la literatura. Gerard levantó la mirada y observó a Lucrecia que, con los ojos brillantes y la boca abierta, meneaba la cabeza con vigor al mismo ritmo que leía un título tras otro. Los dos ancianos esperaban en la entrada, pacientes. Eran ciegos, así que el placer que encerraban aquellos libros les estaba vetado.

Cuando Gerard volvió la mirada a la mesa descubrió un pequeño objeto. Lo cogió y lo miró con atención. Era una foto bellamente enmarcada. La calidad de la instantánea no hacía justicia al marco con que se la había protegido. Con ella en la mano se acercó a Lucrecia y se la mostró. Ella tardó unos segundos en reaccionar, tan absorta estaba en la contemplación de los libros de la biblioteca. Primero le devolvió una mirada de desdén: no quería ser molestada. Pero algo en los ojos de Gerard la inquietó y bajó la vista para observar la foto que él le mostraba. Sí, a pesar de los muchos años transcurridos, ella también reconoció a la niña de cinco años que miraba con el ceño fruncido a la cámara.

Tragó saliva y se llevó las manos al rostro.

—Soy yo —musitó con voz quebrada—. ¡Soy yo!