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Cuando la vio sentada, con una carpeta apretada contra el pecho, vulnerable y totalmente fuera de lugar, le dieron ganas de abrazarla. Estaba muy nerviosa y era consciente de que todos los mossos la miraban perplejos mientras ella agitaba la cabeza con furia.

—¿Cómo estás, Lucrecia?

Aquel era un saludo demasiado amigable entre dos personas que no se conocen de nada; más aún cuando uno es policía y se hallan dentro de la comisaría, un espacio que convida poco a la cordialidad. No obstante, ella pareció apreciarlo.

—Voy tirando… ¡ando, ando, ando…!

—¿Quieres pasar a mi despacho? —le preguntó Gerard con un gesto amable.

—Sí, por favor, ¡joder!, ¡joder!, ¡JODEEER!

Lucrecia hizo un gesto de disculpa.

—Lo siento, tengo Gilles de la Tourette —explicó.

—Tranquila, ya se ve… —dijo Gerard abriendo la puerta del despacho y fusilando con la mirada a los agentes que se escondían tras los monitores del ordenador y a duras penas controlaban las risas.

Ya dentro del despacho, el sargento le ofreció una silla y Lucrecia se sentó, lanzando un aparatoso bufido.

—Tranquilízate.

—No puedo. ¿Resulto muy incómoda?

—A mí, no, pero tienes que entender…

—¡A la mierda! —Lucrecia agitó la cabeza negativamente, sin dejar de apretar la carpeta contra su pecho—. ¡Mierda, mierda…!

—¿No puedes tomar nada para controlarte un poco?

—Sí, claro. Pero eso igualaría mi actividad neuronal con la de una bellota —replicó mordaz—. Y no me gano el sueldo como gogó en Magaluf. —Ahora tomó aire—. No porque no pueda, ojo.

Gerard sonrió. Resultaba gratificante comprobar con qué valentía y sentido del humor se tomaba la vida aquella muchacha que no lo tenía nada fácil.

—Espero que hayas venido a que te tome declaración.

—Sí, y a traerle algo —dijo, y señaló la carpeta que apretaba contra el pecho—. Pero primero, pregúnteme lo que quiera. Yo… ¡no tengo nada que ocultar!

—Muy bien. —Gerard conectó su móvil y lo dejó con suavidad sobre la mesa—. Por cierto, ¿cómo me has localizado?

Lucrecia le lanzó una miradita culpable.

—Busqué por… ahí. Confieso que también me he dedicado a husmear en algunos foros y me ha sorprendido el poco compañerismo que hay entre los distintos cuerpos policiales. ¡Se ponen verdes los unos a los otros!

Gerard apretó las mandíbulas. Aquella muchacha acababa de dar en el blanco, aunque no estaba dispuesto a dejarse llevar por una conversación que no le conducía a ningún lado. Así que puso su tono más oficial.

—No te voy a tomar declaración bajo juramento y tu testimonio será meramente informativo. ¿De acuerdo? Nada de lo que digas se hará público ni será utilizado en tu contra, así que no necesitas un abogado, por mucho que te lo pidiese tu amigo el argentino.

—Lo sé, por eso estoy aquí.

—Además, no puedo obligarte a contestar, pero quiero que sepas que tu declaración contribuirá activamente a que la persona o personas responsables del asesinato de Soledad Montero Molinero sean detenidas.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—Tengo tus datos, pero prefiero que me los des tú.

—De acuerdo —dijo, e inspiró profundamente—: Me llamo Lucrecia Vázquez Iglesias, nací en Monforte de Lemos el veinticuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y tres. Tengo veintisiete años. Soy hija de Evarista Vázquez Iglesias. No tengo padre y mi madre murió hace años. He estado en muchas casas de acogida hasta la mayoría de edad. Llegué a Barcelona con dieciocho años y desempeñé varios trabajos antes de conseguir empleo en la Editorial Universo.

—¿Cómo lo lograste?

—Envié un relato corto y me ofrecí a trabajar de negra literaria. Les gustó mi manera de escribir y me contrataron enseguida. Yo estaba estudiando y necesitaba dinero.

—¿Filología Hispánica?

—Sí, por la UNED.

—¿Has acabado la licenciatura?

—Sí.

—Te felicito.

—No todo puede ser malo.

—Ya, pero no es lo habitual.

—¿El qué?

—Estudiar una carrera con un pasado tan… complicado.

—Sí, lo habitual hubiera sido ejercer de prostituta, como mi madre —replicó Lucrecia con brutalidad—. Pero sufro unos tics muy aparatosos desde niña. ¿Usted ha visto alguna puta con Gilles de la Tourette?

Gerard meneó la cabeza a modo de respuesta.

—Además, en un grado muy alto. No es incapacitante, pero casi, como dijo la CSI esa que me robó las babas.

—¿Perdona?

—Teresa Valls, inspectora de la Policía Científica de la División Central. Ahora está procesando mi ADN y busca coincidencias entre las muestras encontradas. ¿A que sí?

Gerard la miró asombrado. Era evidente que tras aquel rostro torturado por los tics bullía un cerebro muy bien amueblado. No obstante, ella no estaba allí para hacer preguntas, sino para responderlas.

—Lucrecia, no te hagas la lista.

—Lo siento.

—¿Desde cuándo trabajas en la Editorial Universo?

—Desde hace seis años.

—¿Fue entonces cuando conociste a Soledad Montero?

—Sí. Ella era la megaestrella de la editorial, en pleno boom de El código Da Vinci. ¿Comprende? Dan Brown, Dana Green.

Gerard dejó escapar una carcajada. Desde luego, la analogía era pueril.

—¿Cómo era tu relación con ella?

—Inexistente. —Lucrecia se encogió de hombros—. Ella me despreciaba.

—¿Por qué?

—Mi situación en la editorial, mi aspecto… Yo qué sé.

—Pero ibas a escribir su próxima novela.

—Cierto, pero eso no fue decisión suya, sino de Ramón Aparicio, el editor. Él confiaba en mi talento.

—Cuando fuiste a Santa Creu, ¿ibas a entrevistarte con Soledad?

—Sí, claro.

—¿Quién concertó la cita?

—Ramón. Me llamó el día anterior por la noche para decírmelo.

—¿A qué hora?

—No sé, era bastante tarde. Las once o así. Lo sé porque Ramón se disculpó, aunque yo estaba trabajando, como siempre.

—¿En qué?

Lucrecia lanzó un suspiro.

—En mi última entrega… Estaba preocupada porque sabía que Ramón quería ofrecerme ese trabajo, pero aún no estaba decidido. Sé que habló con Soledad, y después me llamó.

—También habló con Alejandro Paz.

—Ah.

Gerard la miró con fijeza, pero ella no dijo nada más.

—Así que recibiste la llamada y por la mañana fuiste a verla.

—Sí.

—¿Tienes algún testigo que certifique que no saliste de casa por la noche?

—Vivo sola, sargento. Me metí en la cama e intenté dormir.

Gerard afirmó con la cabeza.

—De acuerdo. ¿A qué hora saliste de casa?

—Eran las siete de la mañana.

—Muy pronto, ¿no?

—No podía dormir.

—¿Alguien te vio por el camino?

—Alrededor de las ocho y media paré a desayunar en un restaurante cerca de Santa Creu. No recuerdo el nombre, pero estaba al pie de la carretera, a poco más de dos kilómetros. La mestressa se acordará de mí. Le caí bien y me ofreció ratafía de Esterri d’Àneu.

Gerard asintió con vigor. Seguro que la mestressa se acordaría de ella.

—¿Qué hiciste después?

—Cogí el coche hasta la casa de Ramón. Faltaba un cuarto de hora para las diez. Aparqué y enseguida me di cuenta de que pasaba algo raro.

—¿Por qué?

—La puerta estaba abierta. Después vi las ratas y me asusté mucho. No eran ratas de campo. —Lucrecia se pasó la mano por la frente.

—Lo siento, pero debo pedirte que sigas.

—Sí, sí… —Lucrecia lanzó un profundo suspiro—. Me bajé del coche y abrí la verja. Vi que las escaleras estaban manchadas de sangre… y también vi una rata enorme. No recuerdo muy bien lo que pasó después. Sé que subí las escaleras y al llegar al rellano de entrada noté un olor penetrante y el ruido de las ratas. Lanzaban unos chillidos agudos, como si se peleasen entre ellas.

—¿Entraste?

—Estaba oscuro. Busqué el interruptor y encendí la luz. Entonces vi un bulto ensangrentado, tirado en el suelo y rodeado de ratas. Tardé unos segundos en comprender qué era, porque estaba totalmente irreconocible. Creo que intenté salir corriendo, pero me desmayé allí mismo. Cuando recuperé el conocimiento, ya habían llegado ustedes. Y lo demás, ya lo sabe. Tuve un ataque de nervios y me metieron en una ambulancia. Sé que di un espectáculo horrible, y que todos pensaron que me había vuelto loca. Yo intenté controlarme, pero no pude… no pude… ¡No pude! ¡No pude! ¡No pude! ¿Usted la vio? ¡No era más que un trozo de carne deforme, con todas las ratas encima de ella, arrancándole pedazos…! —Lucrecia se contorsionó como una marioneta enloquecida—. ¡Ratas, ratas, ratas! ¡Encima, encima, encima! ¡Ratas, ratas, ratas! ¡Mierda puta! ¡Puta, puta, puta! ¡PUTA! ¡PUTA! ¡PUTA!