49

—No creo en Dios.

Gerard se despertó sobresaltado, bañado en sudor y con la sensación de que volaba boca abajo en un caza ultrasónico. El dolor en las sienes era insoportable, y fugazmente pensó en lanzarse de cabeza contra la pared hasta que el cráneo se le fracturara por las fontanelas y el encéfalo pudiese brotar por las fisuras, como la clara manando de la cáscara resquebrajada de un huevo.

Maldita resaca.

Gerard alargó el brazo y buscó a tientas a Lucrecia. Le acarició el cabello con torpeza, pero ella no se movió. A juzgar por el sonido de su respiración rítmica y acompasada, dormía profundamente. Plácidamente. Lucrecia no era humana. Tal vez estaba en coma. Y tal vez, y por suerte para ella, el alcohol no le afectaba, acostumbrada como estaba a la marihuana. Y lo que resultaba increíble era que, después de todo lo que había sucedido, Lucrecia pudiese conciliar el sueño, pero así era. Era una mujer insensible, extraña. Fea pero guapa. Demasiado inteligente para él. Demasiado. Y no tenía resaca. Él no tenía esa suerte; su cabeza se había convertido en un campo de aviación, pero eso no era lo peor. Lo peor era lo que pensaba de sí mismo, de su coeficiente intelectual.

Era el patán más grande del mundo, el idiota más completo; un imbécil integral. Un gañán australopiteco. Cuando ella le dijo que no creía en Dios, no entendió nada, impresionado aún por la intensidad de los acontecimientos. Acababan de hacer el amor —por llamarlo de alguna manera— y él estaba aún abrumado por lo que había descubierto. Rebobinó en cámara lenta sus recuerdos, y evocó el momento en que llegaron a la habitación. Se quitaron la ropa a tirones, como alimañas ansiosas por liberarse, y cayeron desnudos sobre la cama. No hubo preliminares, ni promesas de amor eterno. Ni tan solo unas palabras dulces. Él se tendió sobre ella y la penetró sin miramientos, empujado por la urgencia del deseo y un oscuro placer que lo incitaba a tratarla con violencia, a mostrarle que ella era frágil entre sus brazos, bajo su cuerpo. El himen cedió ante el brusco asalto y ella dejó escapar un grito.

Lucrecia era virgen.

Gerard se detuvo, respirando con dificultad.

—Sigue —le instó ella—. ¡Sigue!

Él obedeció. Lucrecia no disfrutó, pero no pareció importarle. Era como si desease sentir dolor, como si creyera merecerlo. Gerard jamás había desflorado a una mujer, y tropezarse a aquellas alturas con una doncella era lo último que esperaba, más aún con el comportamiento que ella había mostrado. Lucrecia no le pidió ternura, ni le rogó delicadeza. Le clavó las uñas en la espalda y lo jaleó como si fuese un semental. Y él obedeció. Cuando acabó, se dejó caer a un lado, sudoroso, y se mantuvo inmóvil durante unos minutos, intentando recuperar el aliento. Al cabo de ese tiempo intentó acariciarla, iniciar una disculpa. Ella le apartó la mano con brusquedad y se giró, dándole la espalda. Fue entonces cuando lo dijo:

—No creo en Dios.

Maldito imbécil, ahora lo entendía.

Todos los juramentos que él le había obligado a hacer, en su patético y desmañado intento por conseguir que Lucrecia le abriese el corazón, por confiar plenamente, no habían significado nada. Para ella, jurar no tenía ningún significado, era palabrería hueca. Tal vez todo lo que hacía y decía Lucrecia era producto de una psique enferma, de una poderosa inteligencia empujada al abismo, al deseo de dar y sentir dolor, de vivir en un precipicio de maldad y mentiras…

La misma pregunta, una y otra vez:

¿Lucrecia Vázquez era culpable?

Mientras la mente de Gerard trabajaba enfebrecida, víctima de los efluvios del alcohol y de una sensación de inseguridad creciente, el teléfono móvil de Lucrecia se iluminó en la oscuridad. Dio dos destellos y después se apagó. Gerard comprendió que, aunque lo tenía en silencio, ella acababa de recibir un mensaje. Miró la hora en su reloj de pulsera, eran las cuatro de la madrugada.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, vio que Lucrecia se incorporaba con sumo cuidado, procurando no despertarle. Gerard intentó controlar su respiración desbocada y hacerse el dormido. Con los ojos entornados vio que cogía el teléfono móvil, y con el mismo sigilo con que se había levantado, entraba en el lavabo y cerraba la puerta tras ella. Como impulsado por un resorte, Gerard se levantó de un salto y abrió la puerta, enfrentándose a Lucrecia, que levantaba la vista de la pantallita del móvil y lo miraba con el horror grabado en sus ojos.

—¿Quién te ha enviado un mensaje?

Lucrecia negó con vigor mientras, en un gesto instintivo, intentaba esconder el teléfono. Gerard la tomó del brazo y se lo arrebató de la mano.

—No, por favor… —musitó ella—. No debes leerlo…

Gerard abrió el último mensaje recibido, que venía bajo un número de teléfono desconocido. Lo leyó con rapidez.

Mata a Gerardo Castillo y ven a casa. Tenemos que huir. Calixto.

Gerard lo releyó varias veces, como si no diera crédito a lo que veían sus ojos, como si no pudiera creerlo. Cada vez levantaba la vista y miraba a Lucrecia. Ella mantenía la mirada baja y los brazos cruzados sobre el pecho intentando ocultar su desnudez.

O protegerse de su ataque.

El primer impulso fue golpearla. Consciente de que la ira lo cegaba, la empujó con todas sus fuerzas contra la pared, como si quisiera alejarla de sí mismo. Ella cayó sobre el bidet como un fardo y se golpeó en la espalda antes de resbalar hasta el suelo. No profirió ni un lamento.

—¡Maldita zorra mentirosa! —rugió Gerard dando rienda suelta a la furia—. ¿Cómo has conseguido engañarme? ¿Cómo he podido estar tan ciego?

Fuera de sí, le lanzó el teléfono móvil y le golpeó en la cara. La mejilla enrojeció al instante, la misma mejilla que él había recorrido con sus labios unas horas antes. Lucrecia se encogió en posición fetal; no lloró ni pidió compasión, no intentó convencerle inútilmente de su inocencia. Se limitó a esperar los golpes. Era evidente que estaba acostumbrada a recibirlos. Y sabía que, en aquel momento, era inútil pedir clemencia.

—¡Seré imbécil! ¡El imbécil más grande del mundo! —le gritó él—. ¡Y pensar que me he enamorado de ti como un gilipollas! ¡De ti, que eres una maldita asesina loca! ¡Dime! ¿Cómo pensabas matarme? ¡Contesta! ¿Cómo pensabas asesinarme?

Gerard la siguió increpando, vomitando toda su rabia sin conseguir que ella respondiese.

—¡Habla! —rugió, enloquecido—. ¡Di cómo pensabas matarme!

Ella siguió sin contestar.

De repente, Gerard dejó de gritarle, recogió el móvil y salió del lavabo. Lucrecia levantó la mirada levemente, pero no se movió. Sorprendida, vio que él regresaba con unas esposas. Gerard la puso de pie con brusquedad y la obligó a inclinarse sobre la pica del lavabo. Ella no ofreció ninguna resistencia.

—¡No te quejarás! —exclamó, mientras cerraba una esposa alrededor de su muñeca izquierda y la otra al desagüe del lavabo—. ¡Yo no soy Manzano! ¡No voy a permitir que te mees encima!

Tras inmovilizarla, volvió al cuarto y comenzó a vestirse con precipitación.

Lucrecia intentó acomodarse a la posición, que era ridícula e humillante. Estaba inclinada sobre el lavabo en una postura muy forzada, y completamente desnuda. Se puso de rodillas, observando a Gerard.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó con un hilo de voz.

Gerard levantó la cabeza y la miró con odio, aunque su vista se detuvo en el terrible moratón que le hinchaba la mejilla.

—Voy a ir a ver a tu amante —le soltó—. ¡Menuda sorpresa se va a llevar! ¡Y tú tranquila, que Carballeira te sacará de aquí para llevarte directa a la cárcel!

—No vayas —murmuró Lucrecia.

Gerard acabó de vestirse y se escondió la Glock en el interior de la camisa.

—Voy a ir y voy a matar al puto Calixto de los cojones —le contestó con desprecio—. ¡Lo mataré, maldita sea, lo mataré!

Lucrecia se estremeció, víctima de los tics, y tardó unos segundos en hablar. La voz brotó temblorosa de su boca.

—No vayas, es una trampa.

—Cállate ya —le espetó él mirándola con asco—. Cállate, que no quiero oírte nunca más en mi vida.

Gerard salió de la habitación dando un portazo y Lucrecia se mantuvo inmóvil, silenciosa, únicamente liberada a un brusco giro de su cabeza. No profirió ni una sola queja, ni un lamento. Totalmente concentrada, pocos minutos después escuchó el motor de un vehículo al arrancar y alejarse. Entonces, se sentó en el suelo y con la mano derecha comenzó a tantear las juntas de la tubería de desagüe.