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El gallego tomó el álbum entre sus manos y lo abrió por la primera página. Gerard se llevó la mano a la frente en un gesto instintivo mientras Carballeira le enseñaba las fotos.

—No puede ser…

Las instantáneas estaban tomadas desde un punto fijo. En todas ellas se mostraba la misma estancia, un cuarto desprovisto de mobiliario. En todas ellas salían niños completamente desnudos, con el horror escrito en sus caritas, intentando proteger su desnudez. Solos, desamparados.

Indefensos.

Gerard recordó de inmediato las palabras de Lucrecia:

«En el Hospicio de Cristo Rey había una celda de castigo en la que te encerraban completamente desnudo. No tenía ningún tipo de mueble. Ni una cama, ni una puñetera silla donde sentarte. Solo un orinal…».

Como si la humillación no fuera suficiente, como si el horror no tuviese fin, Domingo Losantos fotografiaba a los niños dentro de la celda de castigo.

Gerard liberó un profundo suspiro, que quedó interrumpido por una visión espantosa que lo dejó sin respiración. En una de las fotos aparecía un niño de unos doce años con el rostro carcomido. Solo tenía un ojo. En el lugar del otro había una cavidad amorfa, reseca y ennegrecida. Mostraba los dientes en una mueca brutal, ausente de labios. Tampoco tenía nariz. Su cuerpo estaba cosido a mordeduras.

—Es Calixto… —susurró—. Dios Santo, es monstruoso…

—Pobre criatura —repuso Carballeira—. Tener que vivir así, con este rostro…

—Y no solo eso. Míralo, está desnudo y completamente desnutrido. Qué tormento de vida —dijo Gerard, sobrecogido—. ¿Quién no se volvería loco en esas condiciones?

—Loco pero inteligente. Porque este álbum ha sido dejado aquí a conciencia —murmuró Carballeira señalando al hombre amarrado a la cama—. Calixto lo ha torturado hasta la muerte, y ha querido que supiésemos por qué. Así que ha dejado bien a la vista la prueba más espantosa de los abusos que se cometieron en aquel hospicio.

Gerard asintió, y con la mano le indicó que siguiera pasando páginas. Resultaba aterrador, pero necesitaba proseguir. Si Lucrecia había pasado un tiempo en aquella celda, mucho se temía que saldría en alguna fotografía.

Una instantánea tras otra, soportaron el horror de ver niños y niñas de diversas edades. Todos desnudos, todos aterrados.

Carballeira pasó otra página y se detuvo. Miró a Gerard, este le devolvió la mirada.

En la foto podía verse a una niña de unos cinco años. Aunque la imagen estaba desenfocada —seguramente la niña no paraba de moverse— y tenía el rostro deformado en una terrible mueca, la reconocieron al instante.

—Lucrecia Vázquez —murmuró Carballeira.

Gerard asintió.

Calixto y Lucrecia…

Él, deforme, con el rostro destrozado a mordeduras. Ella, deforme, con el rostro contraído en un gesto brutal.

Dos pobres desgraciados. Dos víctimas.

¿Dos asesinos?

Lucrecia no había colaborado en la tortura y muerte de aquel hombre, así que no podía ser la asesina.

Pero ¿encubridora?

Mientras la mente de Gerard trabajaba a toda velocidad, Carballeira pasaba mecánicamente las páginas de aquel espeluznante álbum de fotos. Unos treinta niños aparecían desnudos en las instantáneas, todos ellos enseñando sus órganos sexuales infantiles o sus culitos marcados a moratones. Era espantoso. Infernal. Gerard levantó una mano y obligó a Carballeira a detenerse.

—Si quieres, lo dejamos —susurró el gallego.

—No es eso —dijo Gerard tragando saliva—. Es que… he reconocido a otro niño.

Lo dijo señalándole a un muchacho que miraba a la cámara con los ojos enrojecidos. Su cuerpo escuálido mostraba los primeros indicios del paso a la adolescencia.

—Es Alejandro Paz… —murmuró.

—¿Alejandro Paz no era el argentino? —preguntó Carballeira.

Antes de que Gerard pudiese responder, la rata empezó a removerse en su repugnante lecho, y después de apartar con las patas unos barullos de pelo y excrementos, comenzó a devorar frenética las entrañas del hombre sujeto a la cama. Carballeira y Gerard miraron la escena con repugnancia, y el último masculló una brutal sentencia que se heló en su boca.

—Se lo merece el muy… hijo… de…

El hombre amarrado a la cama entreabrió los ojos y lanzó un gemido agónico.

—¡Dios santo! —jadeó Carballeira—. ¡Está vivo!