50
—Voy armado.
—¿Estás loco o qué? ¿De dónde has sacado la pistola?
—No sé si estoy loco, pero imbécil no soy. ¿Qué quieres, que me presente en casa del perturbado ese con las manos en los bolsillos?
—¡Lo que tienes que hacer es esperarme! —gritó Carballeira—. ¡En una hora estoy ahí!
—¡En una hora el hijoputa ha desaparecido, en cuanto se dé cuenta de que Lucrecia no va a acudir a la cita! ¿No entiendes que tengo que atraparlo ahora?
—¡Te lo prohíbo, Gerard! ¡Ni se te ocurra acercarte tú solo!
Gerard cortó la llamada. Puso el móvil en silencio y se lo guardó en el bolsillo.
En aquel momento llegaba frente al cruce que conducía hasta la casa. La oscuridad era absoluta, pero no hacía ni veinticuatro horas que había estado allí, así que recordaba perfectamente que el camino era una senda de cabras. Encendió las luces largas, redujo la marcha y apretó los dientes un segundo antes de escuchar el crujido de los bajos del coche contra el suelo.
Ni veinticuatro horas… El día más largo de su vida. Por suerte, los efectos del alcohol habían desaparecido, o la tensión era tan intensa que no los apreciaba. Avanzó lentamente, con las manos crispadas en el volante, intentando esquivar los cascotes más afilados que cubrían la pista. Saltaban contra los bajos y contra la carrocería, produciendo un repiqueteo continuo, una suerte de lluvia de piedras. Además, el camino zigzagueaba, ascendía y descendía continuamente, convirtiendo la conducción en un esfuerzo agotador. Minutos después, Gerard halló la rampa donde se había detenido la mañana anterior, aunque ahora prosiguió la ruta sabiendo que ya había recorrido la mayor parte del trayecto. Cinco minutos después descubrió la explanada, al fondo de la cual estaba la casa. Y pudo verla, ya que por entre los postigos de las ventanas del piso superior se colaba algo de luz. Miró la hora en el reloj: las cinco de la madrugada.
Calixto estaba esperando a Lucrecia.
Aparcó el coche y nada más salir al exterior se llevó el primer sobresalto: el perro tuerto lo estaba observando desde lo alto de una loma, totalmente inmóvil y silencioso. Gerard le lanzó con rabia un puñado de guijarros. Alguno le alcanzó, pero el can se limitó a apartarse un poco. De buen grado lo hubiese matado de un tiro, pero no era cuestión de alertar a Calixto Muiños, así que le lanzó una mirada de odio y una salva de portentosos juramentos. El tono fiero que utilizó debió de ser mucho más convincente que el impacto de las piedras, porque Pachin desapareció en el bosque dejando escapar un aullido lastimero. Gerard comenzó a caminar en dirección a la casa, y conforme se acercaba vio un vehículo bastante grande aparcado frente a la puerta de entrada. Cuando llegó hasta allí comprobó que se trataba de una gran furgoneta y fue entonces cuando fue consciente de que era una auténtica calamidad, un inútil rematado: ni siquiera llevaba una triste linterna. Con la escasa luz del teléfono móvil intentó otear en su interior, pero descubrió que los vidrios de la cabina estaban tintados y la parte posterior no tenía ventanillas. Buscó alguna indicación en la carrocería de la furgoneta; no llevaba ningún tipo de identificación comercial. La matrícula era bastante nueva, el vehículo no tendría más de tres meses. Dio la vuelta e intentó abrir las puertas posteriores, pero estaban cerradas con llave. Meneó la cabeza y prosiguió el camino; registrar el interior de la furgoneta sería trabajo de Carballeira, aunque él sabía muy bien qué se había transportado en su interior.
Al llegar a la puerta de entrada, comprobó que estaba levemente entreabierta. La empujó y pasó al interior del vestíbulo. Un olor desagradable a podredumbre le llegó de inmediato. Cerró la puerta y empuñó la Glock. Sus ojos se adaptaron a la penumbra, rota por la leve luz que provenía de la planta superior. Gerard cruzó el desolado recibidor y comenzó a subir las escaleras que conducían al primer piso. En cuanto puso el pie en el primer peldaño crujió bajo su peso y se maldijo de nuevo por su torpeza. Con cuidado ascendió escalón a escalón, sin dejar de apuntar con la pistola. Llegó a la planta superior sin escuchar el más leve sonido, más que el producido por sus propias pisadas. Se detuvo en mitad del pasillo y descubrió que la luz provenía de un cuarto que se hallaba al final del corredor, una estancia que no había visto antes. Caminó con sigilo, paso a paso, cruzando por delante de la biblioteca, que se hallaba a oscuras, y se acercó lentamente a la habitación iluminada. La puerta estaba entornada, y solo dejaba ver unos centímetros de su interior. Aun así, en cuando Gerard estuvo cerca intuyó lo que hallaría. Su mano se ciñó con fuerza a la empuñadura de la Glock y empujó la puerta con el pie. Entró. Respiró con fuerza y su mirada recorrió la estancia. Se encontraba en el interior de un mísero cuarto, amueblado con una vieja cómoda desvencijada y tres sillas de diferentes modelos. La cama, con un cabezal ricamente tallado y comida por la carcoma resultaba ridícula, grotesca, fuera de lugar. Y sobre ella, ofreciendo un espectáculo espeluznante, yacían rígidos y evidentemente muertos los dos ancianos.
Gerard se acercó con lentitud y observó sus rostros inexpresivos, sus miradas vacías, la lengua sobresaliendo de sus bocas. Habían muerto de asfixia.
Gerard tragó saliva.
Calixto había matado a sus padres.
Salió del cuarto y retrocedió sobre sus pasos sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho. Cuando comenzó a bajar las escaleras, notó que el olor nauseabundo que había percibido en el vestíbulo se apreciaba ahora mucho más. Entró en la cocina, el hedor era cada vez más intenso y lo condujo hasta una puerta que parecía conducir a la despensa. La abrió y una vaharada pestilente le golpeó en las fosas nasales. Intentó escudriñar en la oscuridad, pero no consiguió más que ver unas escaleras de piedra que parecían descender hacia un sótano. Buscó inútilmente un interruptor de la luz, y cuando ya estaba a punto de desistir, sintió un intenso pinchazo en el cuello, como la picadura de una avispa. En un gesto instintivo se llevó la mano a la zona irritada, y se arrancó un pequeño dardo. Lo observó. En la penumbra le pareció semejante al dardo lanzado por una pistola Taser, aunque no había recibido ninguna descarga eléctrica. Solo había sentido el pinchazo de una aguja.
Casi de inmediato, una luz intensa, fluorescente, iluminó la estancia. Alguien había accionado el interruptor de la luz. Gerard miró a su alrededor, pero no descubrió a nadie. Frente a él vio el inicio de una escalera de piedra que conducía al sótano. Era consciente de que se estaba metiendo de lleno en la boca del lobo, pero ya no era tiempo de volverse atrás. Apretó la empuñadura de la Glock y comenzó a bajar los escalones.
Sin darse cuenta aún de que su movilidad estaba mermando por momentos, descendió con cautela hasta llegar a la planta inferior. Fue entonces cuando comprendió que había caído en una trampa mortal.
El sótano era un habitáculo excavado en la roca viva, sin ningún tipo de ventilación. Apiladas unas sobre otras había no menos de veinte jaulas llenas de ratas que chillaban ansiosas y se mordían entre sí, espoleadas por el hambre.
Gerard abrió la boca y ya no pudo cerrarla. Miró aterrorizado su mano derecha que, falta de tono muscular, dejaba resbalar la pistola, que caía al suelo. El sonido metálico del arma contra la piedra resonó en la cueva y enervó aún más las ratas, que chillaron frenéticas. Gerard se recostó contra una pared, buscando apoyo, consciente de que ya no podía huir, de que no tenía fuerzas para subir las escaleras. El paralizante muscular estaba inmovilizando todo su cuerpo con rapidez terrorífica, presionando su pecho, convirtiendo cada inspiración en un esfuerzo titánico.
Iba a morir.
Fue entonces cuando lo vio surgir de entre las sombras, sonriente.
—Sos un forro, gilastro, el poli más boludo de todo el mundo, ¿lo sabés?
Gerard descubrió a Alejandro Paz. El argentino caminó hacia él, con un brillo enloquecido bailándole en los ojos.
—¿Te hacés cuenta que serés morfa para ratas?
Gerard intentó controlar el pánico.
—¿Mor… fa?
—Comida —explicó Alejandro Paz.
—¿Y Calix… to?
—Calixto está muerto, boludo.
Gerard dejó escapar un leve gemido.
—¿Mu… er… to?
—Sí, en mi casa. Lo habéis confundido conmigo —dijo el argentino sonriente—. Aunque no me extraña. Éramos hermanos gemelos.
—¿Her… ma… nos?
—Sí, poli gilastro, sí. ¡Sorpresa!
Gerard lo miró con una expresión estúpida en el rostro, los músculos faciales ya casi paralizados. Las piernas dejaron de sostenerle y resbaló con la espalda pegada a la pared hasta caer sentado. A pesar de eso, consiguió articular algunas palabras.
—Hermanos…
Alejandro Paz asintió con vigor, divertido.
—Sí, poli, sí. Resulta que Soledad Montero no tuvo un hijo, sino dos. Mi pobre hermanito, que quedó deforme de nacimiento, y yo, que tuve más suerte. Tanta suerte que estoy aquí para verte morir, poli manguero.
—¿Ma… tas… te a tu her… ma… no? —preguntó Gerard con voz vacilante. Sabía que su única oportunidad era que Carballeira consiguiese encontrarlo antes de que muriese asfixiado, o peor aún, devorado por las ratas. Sabía que el argentino disfrutaba viéndolo agonizar, y él tenía que alargar el espectáculo de su sufrimiento.
—No maté a Calixto —respondió Alejandro Paz—. Él solito se murió de pena. Era un poco pendejo, ¿sabés? Toda su vida esperando a ver morir a su mamá, y cuando lo ve, no lo puede soportar. ¿Vos lo entendés?
—¿Ma… tás… teis a So… le… dad…?
Alejandro Paz hizo un gesto de reconocimiento.
—Veo que tenés cojones, papafrita, no como la puta de mi mamá, que chilló como una cerda en cuanto vio a Calixto… ¿Por qué gritás, le pregunté? Si es tu hijo, si tú misma debiste de ver cómo se lo comían las ratas. La muy puta chilló y chilló, y a mí me divertía tanto que la mantuve viva toda la noche. Fue tan divertido… —Alejandro Paz lanzó un suspiro—. ¿Sabés que la muy guarra me había llevado allí, a casa de Ramón, para que la cogiera? ¡La cacho puta ni siquiera sabía que yo era su hijo! —Alejandro Paz sonrió recordando la espeluznante escena—. La diversión duró muchas horas, pero al final Calixto me pidió que la matara… Le inyectamos paralizante, el mismo que te está dejando sin aliento, pero a ella le soltamos las ratas mucho antes. ¡Cómo la mordieron, las jodidas! Se le subieron como locas y ya la tenían medio devorada cuando se murió… ¡Linda muerte! Yo reía, pero Calixto lloraba, ¿sabés? Yo no maté a mi hermano, se mató él solito con sus pastillas de loco… ¡Pero quedaba mucho trabajo que hacer! Así que cuando lo encontré muerto en la cama, hice que se lo comieran las ratas, para que tardasen unos días en identificarle, en darse cuenta de que el cadáver no era yo… Inteligente, ¿verdad?
Gerard asintió levemente.
—¿Y Ra… món? —balbució.
—Fui a verle la misma noche en que murió Calixto y lo maté. ¿Qué? ¿Salí guapo en las cámaras? Seguro que me visteis miles de veces… —Alejandro lo miró con mirada de enajenado—. ¡Ramón Aparicio también se lo merecía! ¡Todos se lo merecían, todos merecían morir y yo los maté a todos! ¡Hice justicia! ¡Baté la justa!
—¿Y… Lo… san… tos?
Aejandro tomó aliento.
—¿Lo viste, poli manguero? ¡Con él hice un trabajo de artesanía! ¡Digno de Stephen King, de Lovecraft, de Poe! —El argentino chasqueó la lengua—. ¿Viste el book de fotos del hijoputa? ¿Sabés que el muy maricón nos enculó a todos? ¡Y sobre todo al pobre Calixto! Pero tuvo tiempo de arrepentirse el joputa… ¡Menudo invento lo de la tortura de la rata! ¡Sabés que la crearon los chinos! ¡Qué pelotudos!
Alejandro Paz se detuvo ante Gerard y lo miró, como un mago esperando los aplausos de su público. Por desgracia, él ya casi no podía ni respirar. Hizo un último esfuerzo titánico.
—Lu… cre… cia —gimió.
Alejandro abrió los brazos y miró al techo.
—Lucrecia, ¡oh, la dulce Lucrecia! ¡Aunque fea como un demonio, la más bella entre las bellas! —Ahora el argentino lo señaló con un dedo—. ¿¡Sabés que fue la única a quien no enculó Losantos!? ¡Le tenía miedo el joputa! ¡Decía que estaba endemoniada!
Gerard hizo un ruido agónico. Moría.
—Lucrecia —murmuró Alejandro Paz—, qué lista…
El iris de los ojos de Gerard comenzó teñirse de puntitos rojos. El argentino lo miró con desprecio.
—Se acabó, poli, basta de chamuyo —repuso, y se volvió hacia las ratas—. ¡Chicas, os traigo chatarra!
Alejandro se dirigió a las jaulas y empezó a abrirlas. Gerard escuchó aterrorizado el sonido chirriante de las puertecillas metálicas. El sonido del horror. El argentino se acercó de nuevo y le dijo adiós con la mano.
—Lo siento, amigo, pero no me voy a quedar a verte. Que lo sufras mucho, poli gilastro.
Alejandro Paz desapareció del campo visual de Gerard, que, paralizado, vio cómo las ratas comenzaban a salir de las jaulas. En menos de un minuto, unas treinta ratas hambrientas habían salido de su encierro y husmeaban ávidas en busca de comida. Durante unos instantes avanzaron inseguras, pero cuando la primera de ellas alcanzó el pie de Gerard, todas se agolparon a su alrededor. Mordisquearon el cuero del zapato y comenzaron a ascender por la pernera del pantalón. Alcanzaron sus manos, inertes. Husmearon los dedos paralizados e hincaron los incisivos en las yemas hasta tropezar con el hueso. Había poca grasa. Las más hambrientas escalaron por su cuerpo buscando la carne más jugosa y descubierta de su rostro, mientras las más pequeñas se conformaban hundiendo los incisivos en sus piernas, que, a través del pantalón vaquero, comenzaron a sangrar por docenas de heridas que tiñeron el azul de rojo oscuro.
Una rata enorme hincó sus uñas en el hombro y se colgó del labio. Lo mordió y el labio comenzó a sangrar abundantemente. Otra rata le disputó el bocado, las dos chillaron y cayeron sobre su abdomen, arrastrando a varias ratas más. Volvieron de nuevo a trepar por su camisa, clavándole las uñas en el pecho. Casi desvanecido, pero aún consciente, Gerard sintió unos dientes hundiéndose en sus mejillas mientras un hocico ansioso se abría y mostraba unos incisivos amarillentos y afilados como agujas que se acercaban a su ojo derecho.
Quiero morir. Morir ya. Ya. Morir. Morir. Morir.
La rata que estaba a punto de devorarle el ojo fue brutalmente arrancada de su rostro y proyectada contra la pared. Se estampó con un ruido seco y resbaló reventada al suelo, donde fue inmediatamente devorada por otras. Fue entonces cuando Gerard vio a Lucrecia, que gritaba como una posesa y le arrancaba las ratas del cuerpo como si fuesen sanguijuelas, lanzándolas con furia contra la pared. A una de ellas, la que ya le había devorado parte de la mejilla y no soltaba el bocado, la sujetó por las dos mandíbulas y lanzó un grito aterrador.
Matarratas.
Lucrecia le desencajó el maxilar a la rata y le rompió los huesos. Siguió estirando, hasta rasgarle la carne y convertir la boca en un boquete del que surgió una enorme lengua. La lanzó a un rincón, y azuzó a las demás a devorarla. Sin embargo, una de las más grandes, ansiosa de un botín mayor, le saltó al brazo y le hundió los incisivos. Lucrecia se la sacudió con furia. Como no pudo desprenderse de ella, la mordió brutalmente en el lomo, hasta que la reventó, y sus órganos brotaron por las heridas como lava espesa. La lanzó con las demás, que se apresuraron a devorarla. Una vez que había conseguido liberar a Gerard de todas las ratas, Lucrecia se lanzó a una especie de baile demoníaco de pisotones y patadas, con el que consiguió alejarlas. Entre chillidos y mordiscos, las ratas fueron apartándose mientras se disputaban los cadáveres despedazados y las vísceras sangrantes.
—¡Matarratas! ¡Matarratas! —chilló Lucrecia, arrinconándolas contra las jaulas. Algunas entraron en su interior, y otras huyeron despavoridas, buscando una salida.
Ella dejó de gritar y tomó aliento.
—Matarratas, matarratas… —susurró, agitando la cabeza convulsivamente.
Se inclinó sobre Gerard, y con dedos temblorosos le abrió la boca y hurgó en su lengua, rígida como una piedra.
—Mierda, mierda, mierda…
Echó a Gerard en el suelo y palpándole el ensangrentado cuello buscó un punto débil en su garganta.
—Mierda, mierda, ¡matarratas!
Sacó una pequeña navaja y miró a Gerard, que al borde de la muerte, le rogó con la mirada inyectada en sangre que le dejase morir. Estaba sometido, totalmente inmóvil, a un paroxismo de dolor insoportable. Solo quería morir. Morir de una vez. Morir.
Lucrecia negó con vigor mientras agitaba las esposas que le colgaban de la muñeca izquierda.
—¡No! —gritó—. ¡No, mierda, no! ¡Matarratas!
Decidida, le hundió la hoja en el cuello, atravesándole la tráquea.