39
—Nos acusaron de querer adoptar un hijo para aprovecharnos de él —dijo la anciana con voz temblorosa—, para convertirlo en un criado…
La mujer se detuvo, incapaz de proseguir. Dos lágrimas temblaban en el párpado inferior de sus ojos ciegos, y resbalaron por sus mejillas. Su marido le tomó la mano y la acarició mientras asentía. Abatidos, se habían sentado en un pequeño sofá, dispuestos a hablar de su triste vida.
—Yo nací ciega —prosiguió la anciana—. Mi madre también lo era. Y seguramente, si hubiera tenido hijos, habrían nacido ciegos. Por eso, cuando conocí a Manuel, le dije que no quería tener hijos propios.
—En cambio, yo perdí la vista con veinte años —dijo el hombre—. En la flor de mi vida… Si no hubiera conocido a Generosa creo que me habría matado.
Ella le apretó la mano con amor.
—Algo bueno trajo la desgracia —musitó con voz dulce.
—Cuando nos casamos, sus padres nos regalaron esta casa, y también una buena cantidad de dinero —prosiguió el hombre, y lanzó una sonrisa cómplice—. Generosa era un buen partido.
Ella rio.
—Mis padres eran terratenientes.
—Eran los amos de Ouleiro.
—Yo soy hija única, y cuando mis padres murieron, me legaron todas sus propiedades. Por desgracia, después de morir Franco nos expropiaron todas las tierras y nos dieron cuatro duros a cambio. La maldita democracia esa que no respeta…
Gerard y Lucrecia se lanzaron una mirada rápida. No estaban allí para hablar de política.
—¿Cómo consiguieron adoptar a su hijo siendo los dos ciegos? —preguntó Lucrecia, intentando reconducir la conversación.
—Recibimos una carta del Hospicio de Cristo Rey. Alguien les había hablado de nosotros y les habían dicho que estábamos dispuestos a adoptar sin poner condiciones…
Sorprendido, Gerard descubrió que, nada más escuchar el nombre de aquel orfanato, el rostro de Lucrecia se contrajo en una mueca de terrible padecimiento.
—¿Conocías ese hospicio, Lucrecia? —le preguntó.
—Maldito lugar —susurró ella a modo de respuesta.
Gerard le tocó el brazo, con suavidad.
—¿Estuviste allí?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Un año, el peor de mi vida. —Lucrecia tomó aliento—. Y mira que ha habido años malos.
Aquella respuesta tan contundente despertó la inquietud de los dos ancianos, que le dirigieron sus miradas muertas, implorantes.
—¿Os trataban muy mal? —le preguntaron a Lucrecia—. Nuestro Calixto jamás quiso explicar nada de aquel hospicio.
—Yo me pasé el año encerrada y solo tenía cinco años. Así que no puedo decir gran cosa de cómo les fue a los demás…
Gerard la miró a los ojos y supo que mentía. Lucrecia lo recordaba perfectamente. Sin embargo, agradeció que ella les ahorrase un sufrimiento que ahora era gratuito.
Durante unos instantes, un silencio espeso cubrió la estancia.
—¿No tienen una foto de su hijo? —preguntó Lucrecia, intentando recuperarse—. Tal vez, si lo viera, me acordaría de él…
—No, no tenemos ninguna foto.
—¿Y su DNI? —insistió Gerard—. ¿No lo tienen?
Los dos ancianos negaron lentamente.
—Calixto no tenía DNI —susurró la mujer—. La adopción fue ilegal, y no constaba en ningún registro.
—¿Cómo es posible?
—Verán… Calixto era… deforme. Lo mantuvimos alejado de la sociedad, para que no sufriera. En el hospicio nos dijeron que su aspecto no era humano —susurró la anciana—. Por eso nos lo ofrecieron a nosotros, que somos ciegos…
—¿Deforme? —preguntó Gerard con suavidad—. ¿De nacimiento?
—No, no. El pobrecito había nacido bien, pero su madre lo abandonó nada más parir y le mordieron las ratas. Al parecer, un vagabundo lo salvó cuando ya estaba casi muerto y lo llevó a un hospital. Eso es lo que nos dijeron. Tenía mordeduras por todo el cuerpo, le faltaba un ojo y parte de la cara. Cojeaba mucho. Pero era muy inteligente, ¡mucho! Aprendió a leer y a escribir él solo.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Doce años, pero era raquítico y parecía que tenía siete. Nuestro pequeño Calixto… ¿sabe cómo le llamaban? El Monstruo.
—A mí me llamaban la Niña Diabólica —apuntó Lucrecia—, porque tengo muchos tics y digo palabrotas sin parar.
Los dos ancianos sonrieron dulcemente.
—Calixto decía que eres muy inteligente y hermosa y que la gente es ciega, no como nosotros, sino con el corazón.
Lucrecia asintió sin convencimiento.
—Cómo me hubiera gustado conocerle —mintió con descaro—. Lo lamento mucho, pero yo no le recuerdo. Casi no vi a nadie durante el año que pasé en aquel hospicio.
—Él también vivía aislado, como tú —dijo la anciana—. Pobrecitos, sois dos almas gemelas.
—Dos almas gemelas —repitió Lucrecia, mecánicamente.
—¿Y a ti nadie quiso adoptarte? —preguntó la anciana.
—Yo tenía madre —explicó Lucrecia con amargura—. Por eso no podían adoptarme, solo acogerme. Aunque la verdad es que no me fue muy bien con las familias. Siempre me acababan devolviendo al centro.
—¿Por qué te dejó tu madre en un hospicio?
—Era prostituta —respondió Lucrecia.
—¿Aún vive?
—Qué va. Un chulo la mató de una paliza cuando yo tenía trece años.
—¿Y después qué pasó? ¿Nadie quiso adoptarte?
—Yo ya era muy mayor, y además, nadie quiere adoptar a una niña… defectuosa…
—Riquiña… —La mujer extendió los brazos y Lucrecia permitió que la abrazase de nuevo.
—¿Cómo consiguió mi foto su hijo? —preguntó ella con suavidad.
—¿Tu foto?
—Hay una foto mía sobre la mesa.
La anciana negó con la cabeza.
—Calixto no nos dijo nada, y nosotros no podíamos saberlo. ¿Estás enfadada?
—No, no, qué va. Me alegro mucho de que me tuviese… aprecio.
—Él decía que tú eras su Melibea, la luz de su vida. —La anciana levantó las manos al cielo—. No tienes que enfadarte con Calixto, porque él te adoraba.
Lucrecia se estremeció al escuchar la referencia literaria a la tragicomedia de Fernando de Rojas: La Celestina. En la obra, Calixto y Melibea eran dos enamorados que al no poder soportar la oposición de sus familias a su amor, acababan suicidándose.
Malo.
La idea de ser adorada por un chiflado no le entusiasmaba, aunque le gustaba aún menos pensar que el chiflado era, además, un asesino.
—Me alegro de haberle supuesto un poco de consuelo —mintió Lucrecia sin convicción.
—Sí, fuiste su guía en la tormenta, ¿sabes? Calixto era un alma pura y sensible, pero había sufrido tanto… A veces se enfadaba y era un poco cruel. A nosotros jamás nos puso la mano encima, nunca nos maltrató, pero a sus perros… ¿Han visto a Pachín? Pues con los otros hizo igual. Calixto les sacaba los ojos… No podía evitarlo. Primero uno y luego el otro. Les iba quitando trocitos del cuerpo hasta que se morían. Animalitos… Tenía que hacerlo para liberarse, porque Calixto era un alma pura y sensible, sí. Pero había sufrido tanto…
Lucrecia y Gerard se miraron, horrorizados.
—¿Y Calixto, dónde está ahora? —preguntó Gerard.
—No lo sabemos —respondió el anciano—. Últimamente escribía más que nunca, día y noche sin parar. Nosotros le decíamos que iba a enfermar, pero él decía que ya estaba enfermo y no paraba de escribir, casi no comía…
—¿Estaba enfermo?
—Tomaba muchas pastillas, cada vez más. Decía que le ayudaban a seguir viviendo, pero nosotros creemos que le mataban poco a poco. Estaba perdiendo todo el pelo…
—¿Y cómo conseguía esas pastillas? —preguntó Gerard.
—Mercedes, la mujer que nos limpiaba la casa, nos ofreció a su hijo para hacer recados. Antoñito era un poco retrasado, pero no se asustó al ver a Calixto. Creo que se hicieron amigos y todo. Antoñito hacía todo lo que Calixto le mandaba… Le compraba las pastillas para el ánimo, le enviaba paquetes por correo…
Gerard intentó reconducir la conversación.
—Así que no saben adónde fue Calixto.
—No nos dijo nada. Él enviaba paquetes a Barcelona, y recibía mucho dinero a cambio. Con ese dinero se compraba libros y más libros y escribía sin parar. Le dio el último paquete a Antoñito y desapareció.
—¿Qué día se fue? —insistió Gerard—. ¿Lo recuerdan?
—Dentro de dos días hará un mes —contestó el anciano—. ¿Qué creen que puede haberle sucedido?
—Intentaremos descubrirlo —respondió Gerard—. Una última pregunta… ¿Les suena de algo el nombre de Alejandro Paz?
Los dos ancianos asintieron.
—Nosotros le llamábamos el argentino —dijo la mujer—. Sabemos que le encargaba novelas a Calixto y le pagaba muy bien. Una vez vino a vernos.
—¿Calixto y él no hablaban por teléfono?
—No tenemos teléfono.
—¿Y el ordenador? —preguntó Gerard—. ¿No tiene internet?
—¿In… ter… net?
—No tiene internet —concluyó Gerard—. Por cierto, ¿me dejarían encender el ordenador?
—¿Para qué?
—Me gustaría leer algo de lo que escribía su hijo.
—No sé si le gustaría a Calixto.
—Seguro que sí. A todos los escritores les encanta que les lean.
Los dos ancianos se encogieron de hombros. Antes de que hubiesen tomado una decisión, Gerard ya se había levantado y encendía el ordenador. La pantalla se iluminó de azul y se abrió una ventana. Password.
Mala suerte. Gerard volvió de nuevo a su asiento, impaciente.
—Su última novela, Ratas… ¿Era autobiográfica? —preguntó con brusquedad—. ¿Era la historia de su vida?
El rostro del anciano se descompuso.
—¿Qué quiere decir?
—La novela que le envió a Lucrecia se llama Ratas. ¿No lo sabían?
Los dos ancianos negaron con la cabeza, pero Gerard estaba decidido a insistir.
—En su novela, Calixto explica la historia de un hombre que ha sido mordido por las ratas y se convierte en un asesino en serie.
—¿En… un… asesino… en… serie?
—Sí, sí. Empieza a matar gente y no para. Primero les inyecta paralizante muscular, y cuando no pueden moverse, suelta unas ratas enormes que devoran a una persona entera en un pispás.
—¿Está loco?
—Les estoy explicando el argumento de la novela de su hijo.
—¡Miente!
—Lucrecia, díselo tú —replicó Gerard—. Anda, Melibea, que a ti te harán más caso.
Ella le devolvió una mirada envenenada que no lo desanimó.
—Por cierto, ¿saben cómo acaba la novela?
Ahora el viejo se había puesto de pie y levantaba el bastón, amenazador.
—¡Basta ya! —rugió—. ¿De qué acusa a mi pobre Calixto? ¿Ha venido a mi casa a insultarme?
—No se enfade así, hombre. Yo solo estoy pensando que, a lo mejor, a Calixto, además de sacarles los ojos a los perros, le gustaba ver cómo se los comían las ratas…
La anciana se levantó también.
—¡Fuera de mi casa! —exclamó.
—Ya nos vamos, ya nos vamos… Una última cosa… No me han dejado que les explique que, en la novela de su hijo, el asesino acaba matando a sus padres también. Y, claro, a mí me ha dado por pensar que…
—¡Basta, basta! —gritó la anciana enloquecida—. ¡Satanás! ¡Lucifer!
—Me voy —dijo Gerard con voz calmosa—. Pero volveré. Se lo aseguro.
Y tomando la mano de Lucrecia, la obligó a cruzar el pasillo y a bajar las escaleras precipitadamente. Los dos viejos se quedaron en la planta superior lanzando insultos e imprecaciones, aunque ahora sus iras se dirigían a ella.
—¡Lucrecia, traidora! ¡Has venido con el diablo! ¡Has traído al demonio a casa de tu amado! ¡Mala mujer! ¡Pérfida! ¡Que caiga sobre ti todo el peso de la venganza! ¡Yo te maldigo! ¡Maldita seas!
Cuando alcanzaron la puerta de entrada, aún podían escuchar con claridad los gritos que profería la anciana, todos ellos dedicados a Lucrecia, que estaba más blanca que el papel. Salieron de la casa y atravesaron el descuidado jardín con rapidez, sin volver la vista atrás. Unos pocos metros más adelante vieron a Pachín, que estaba mirándolos con su ojo opaco. Llevaba un pequeño animal en la boca. Al acercarse vieron que era una cría de rata. Como si los estuviese esperando para comenzar el festín, cuando estaban solo a un par de metros le mordió la cabeza a la presa y estiró, despedazándola.
—Lucrecia, no mires —repuso Gerard, asustado ante el color pálido del rostro de la joven—. Y no hagas caso de lo que han dicho los viejos.
Ella tragó saliva, pero no fue capaz de articular palabra. Se dejó conducir por Gerard hasta el coche y, ya allí, se acurrucó en el asiento del copiloto, casi en posición fetal. Él arrancó el coche y, maniobrando con brusquedad, giró e inició el camino de regreso. Minutos después, comprobó en su teléfono móvil que ya tenía cobertura. Hizo una llamada.
—Carballeira, lo siento —se disculpó—. Estaba sin cobertura… Sí, sí… Tengo mucho que explicarte… Luego, luego… Hazme un favor… Necesito toda la información posible de un hospicio… Sí, después te diré por qué… Hospicio de Huérfanos de Cristo Rey.