Capítulo 57
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
Anselmo y compañía sintieron que el corazón
les daba un vuelco al comprobar que ni Juan ni Carmen se
encontraban en la zona. Desearon con todas sus fuerzas que hubieran
ido hasta la fuente y que se hubiera encontrado allí con Pedro,
pero algo les decía que no había sido así y que de alguna manera
estaban en peligro.
La primera opción que propuso Antonio fue
que se dividieran para buscarlos, pero ante la inseguridad y el
desconcierto generado ante la detención de María, lo mejor era ir
en grupo y o salir todos, o no salir ninguno.
Como una gran familia.
Comenzaron a pasear lo más tranquilos que la
histeria que se estaba generando les permitía. Tenían que
encontrarlos.
De repente los tambores entraron en la
plaza.
La procesión había llegado.
El sonido penetrante de los tambores
sonando retumbaba en toda la plaza como si los penitentes
estuvieran anunciando la venida de un Apocalipsis que en realidad,
para unos cuantas personas que pululaban en la plaza no tardó en
llegar.
El eco de los golpes apenas dejaba oír lo
que allí se sucedía en aquellos momentos, apenas sí se podía oír lo
que pasaba a pocos metros de alguien que gritaba.
Quizá por eso no se formó un barullo más
grande del que fue y la gente siguió pendiente de orar, pedir y
llorar al paso de las hermandades con sus imágenes.
Juan miraba el arma que portaba Agustín, ya
no apuntaba a Carmen, ahora lo hacía en dirección a él y estaba
seguro de que no dudaría en apretar el gatillo. Además, el ruido
ensordecedor de la procesión le ayudaría a no levantar demasiado
revuelo a su alrededor.
—Así que esta es la rata por la que
pretendías abandonarme. Carmen, ¿de verdad pensabas que al lado de
este podrías ser feliz? Me has decepcionado —dijo mirándola sin
dejar de observar de reojo a Juan—, sabes que si algo no soporto es
que me decepcionen. Por suerte esto es algo que podemos arreglar
—miró de nuevo a Juan, iba a disparar.
Juan cerró los ojos y deseó que su
arriesgado plan surtiera efecto.
—¡Rojo! —comenzó a gritar como un poseso
mientras lo señalaba con el dedo— ¡Tiene un arma! —continuó—
¡Quiere acabar con la vida del caudillo!
Agustín no supo reaccionar a tiempo, quizá
fue una mezcla de desconcierto por lo que estaba haciendo el joven,
añadida a que en realidad no le dio tiempo ni a moverse. En menos
de cinco segundos notó como alguien le agarraba del cabello,
haciendo que sin darse cuenta soltara a Carmen, que cayó al suelo y
su cabeza se echara hacia atrás.
Un preciso tajazo en el centro de su cuello
sirvió para que sus rodillas se doblaran, cayendo al suelo y
dejando caer la pistola. De manera instintiva llevó rápido las
manos hacia la zona del corte. No servía para nada pues la sangre
corría como si de un torrente se tratara.
Su vida tenía los segundos contados.
Juan no pensó que sus gritos tuvieran el
éxito que habían tenido y menos de una forma tan fulminante. Esas
dos figuras que aparecieron de la nada debían de ser los famosos
asaltantes, era increíble que anduvieran
tan cerca de ellos. Parecía que la historia que había contado
Anselmo sobre ellos era totalmente cierta.
El tumulto que había alrededor del ya
cadáver de Agustín se había asustado ante lo ocurrido, todos
comenzaron a apartarse hacia un lado pero nadie decía nada ante el
temor por lo que había pasado.
Siempre era mejor ver, oír y callar. Por
supuesto.
Juan corrió en auxilio de Carmen, estaba
tirada en suelo desconcertada, sin saber muy bien qué había pasado
y por supuesto muy sorprendida.
La agarró del brazo de una forma firme pero
a la vez suave, la ayudó a levantarse.
Para que su jugada fuera perfecta miró hacia
los asaltantes para agradecer con la
mirada que hubieran acabado contra aquel peligro para la patria y
así completar su mentira. Su único fin era el de poder salir de
allí como si nada.
Su rostro se tornó del color de la nieve al
ver que uno de ellos miraba hacia el suelo, sus ojos estaban
posados hacia el objeto que se le acababa de caer a Carmen al
levantarse.
Manu comprendió enseguida que aquel grupo
de gente que parecía revuelta en la distancia solo podía significar
una cosa. Algo había pasado con los únicos dos, María aparte, que
faltaban.
Se apresuró a andar en esa dirección,
rezando a un Dios en el que había comenzado a creer en ese preciso
instante, empujando a Anselmo y seguido por el resto de
integrantes.
A pesar de la evidente prisa y el gesto de
preocupación que mostraba su cara, la gente que apartaba ni se
inmutaba. Estaban mucho más pendientes de poder ver la procesión
pasar y del rostro del caudillo, emocionado ante tanta belleza.
Para ellos no había nada mejor.
Llegaron hasta el punto deseado pero
estratégicamente quedaron algo ocultos en la sombra, si aparecían
de golpe todos correrían casi de seguro una muy mala suerte.
Manu comprobó entre la esperanza y el horror
cómo sus amigos todavía seguían vivos, pero al parecer no por mucho
tiempo.
Juan apretó el brazo de Carmen, la granada
estaba en el suelo y todo había acabado.
Esos dos asesinos los habían descubierto y
casi de seguro les aguardaba la muerte inmediata, pero aun así
debían de intentar luchar por sus vidas. Juan lamentó haber dejado
el arma en el domicilio en el que estaba. Con él, hubiera resuelto
la situación en un segundo. Como no lo tenía tan solo les quedaba
una solución.
Debían correr como nunca lo habían
hecho.
La joven comprendió cuales eran las
intenciones de su amado y se preparó para hacerlo, aunque sintió
que sus piernas estaban paralizadas por el terror de la
situación.
—¡Vamos! —gritó Juan a Carmen.
Pero esta seguía sin poder mover un pie del
suelo.
Ambos guardias prepararon sus navajas para
sesgar ambos cuellos de inmediato. Esos dos no iban a escapar con
vida de ahí.
Ante lo evidente de su muerte, al comprobar
que Carmen ni se podía mover, Juan agarró de la mano a su amada y
se resignó al triste final que el destino les había reservado.
Esperó que la muerte de ambos fuera inmediata y que no agonizaran
demasiado.
Con los ojos cerrados y esperando el fatal
desenlace, escuchó un fuerte golpe que no esperaba.
Los abrió y comprobó horrorizado cómo había
cambiado la situación.
Manu no pensó, simplemente actuó.
La inminente muerte de su mejor amigo y de
la mujer que este amaba era algo más que evidente, por lo que sin
dudarlo ni un solo instante reunió todo el valor que disponía y
comenzó a correr.
Pensándolo todavía menos y sin importarle lo
más mínimo las consecuencias se echó encima de los dos asaltantes, haciendo que los tres cayeran al
suelo.
El tremendo golpe provocó que la guardia
bandolera soltara las navajas que sostenían y aquello trajo un
atisbo de esperanza, pero fue algo efímero pues con rapidez y una
agilidad increíble lograron zafarse del joven amigo de Juan, para a
continuación agarrar de nuevo sus afiladas y oxidadas armas.
Con la misma agilidad consiguieron reducir a
Manu.
Uno de ellos agarró por detrás al joven,
echando sus brazos para atrás e imposibilitando cualquier intento
de poder librarse de él. Consiguió agarrar ambos brazos con uno
solo, con el que le quedó libre agarró de la frente al madrileño,
que ya no se resistía. Aceptaba su destino si con él conseguía que
ambos jóvenes sobrevivieran.
El asaltante echó hacia atrás la frente de
Manu, haciendo que el cuello del mismo quedara más visible que
antes.
Una lágrima cayó por su rostro al mismo
tiempo que cerraba sus ojos.
Se encontraría con su querido Rafael,
estuviera donde estuviese.
Justo antes de que la navaja provocara un
tajo mortal en su cuello, logró articular unas palabras que esperó
que sirvieran para algo.
—¡Corred, insensatos!
Con las lágrimas en los ojos y con una
impotencia extrema por lo sucedido, Juan empujó a Carmen de manera
brusca para que reaccionara y comenzara a correr. Esta lo hizo al
fin y ambos se entremezclaron a toda prisa entre la multitud, que
no entendía que estaba sucediendo al ver ya dos cadáveres en el
suelo.
¿Acaso el mundo entero se estaba volviendo
loco?
Parecía que sí.
El rafaleño corría como podía arrastrando
casi a Carmen a través de la gente. Su única esperanza era la de de
poder salir de la plaza y refugiarse el tiempo que hiciera falta en
cualquier callejón oscuro de Sevilla, aquello quizá podría
otorgarles una esperanza de vida.
Una esperanza que les había regalado Manu,
perdiendo la suya propia.
No miró atrás, suponía que los asaltantes los estaban persiguiendo, solo esperaba
ser más rápido que ellos.