Capítulo 32
SEVILLA,
20 de marzo de 1940
Cuando la camioneta se detuvo, todos los
ocupantes de la parte trasera dormían. Todos exceptuando a Juan,
que miraba a Carmen con la más tierna mirada a la vez que esta
descansaba su cabeza sobre el hombre del rafaleño. El viaje no
había tenido el más mínimo sobresalto, ni siquiera un simple
control rutinario a la salida de Madrid o a la entrada de Sevilla,
algo que ayudó a conciliar el sueño a los viajeros pues los nervios
se habían rebajado bastante al comprobar que nadie sospechaba de
ellos. Además de que la noche anterior había transcurrido en vela
para todos ellos debido a la expectación del viaje.
En realidad, en circunstancias normales no
tendrían por qué hacerlo, supuestamente eran simples comerciantes
de telas.
Siete horas después de haber iniciado su
travesía y con el frío metido en el cuerpo, todos bajaron del
vehículo y miraron a su alrededor. La mayoría no pudo evitar pensar
que en realidad aquello no era tan distinto del lugar que
provenían, Sevilla no distaba tanto de Madrid.
Solo los tres de más edad notaron algo
opuesto al clima que se vivía en la capital.
Era el mirar de la gente.
En Madrid estaban cansados de ver miradas
tristes, resignadas, aceptando una realidad que se les había
impuesto a golpe de fusil y bomba. En cambio, en el lugar en el que
se encontraban ahora la gente parecía mostrar algo diferente en sus
ojos, un brillo distinto al que quizá contribuía el hecho de que
Sevilla fuera una de las primeras capitales en afiliarse a los
sublevados y en luchar de forma activa contra la república. No
había sufrido los azotes de la guerra de la misma manera, con la
misma intensidad y eso era palpable en el ambiente.
La devoción por la figura de Franco parecía
ser auténtica, no auto impuesta como en la mayoría de casos y puede
que eso fuera uno de los incentivos por los que el Caudillo se
había decidido a pasar la semana santa en la capital
hispalense.
Dejaron las camionetas, todo lo ocultas que
pudieron, aparcadas en un descampado cercano a la pensión en la
cual pasarían sus días, en el barrio de El
Arenal.
El Arenal era
considerado como uno de los barrios más emblemáticos y
tradicionales de Sevilla. Conocido como el barrio torero por
excelencia —sin duda contribuía a ello que la Plaza de Toros de la Real Maestranza estuviera
ubicada en el mismo—, combinaba la adoración de la fiesta nacional
con un fervor religioso que justo en ese preciso momento se
encontraba en su máximo apogeo al encontrarse en fechas de Semana
Santa.
Los balcones del barrio, adornados a la par
con imágenes de santos y del caudillo, desprendían a pesar del
rostro de este último una alegría que, a excepción de Rocío,
ninguno de ellos conocía. Decenas de plantas con sus respectivas
macetas servían de estímulo visual para todos aquellos que
decidieran alegrarse la vista. Carmen pensó que quizá Madrid no era
la ciudad más bella del mundo al fin y al cabo, le quedaba mucho
por ver todavía.
Todos siguieron a Paco, tenía instrucciones
precisas acerca de qué pensión era la idónea para que todos
pudieran alojarse. No era otra que la pensión Frasquita, en la
calle Galera.
Romero había elegido esa pensión por dos
razones. Una sería que era una de las que él no pisaría, por lo que
nunca llegarían a alojarse juntos y no comprometería la seguridad
del grupo. La otra razón era que la dueña, doña Frasquita
Gutiérrez, era una acérrima seguidora del régimen y eso era algo
conocido en todo Sevilla. Esa pensión estaba libre de cualquier
registro por parte de la guardia civil, por lo que no podía ser más
segura.
Paco se detuvo en la puerta de la pensión,
suspiró hondo y giró su cuerpo para dirigirse al resto.
—Llegó la hora, a partir de este momento un
solo fallo nos puede costar a todos la vida. No quiero asustaros,
al contrario, actuad con naturalidad, no debemos levantar sospecha
alguna. Seguidme la corriente en todo, recordad, somos comerciantes
afines al régimen y tenemos que actuar como tales. No quiero ver
malas caras si escucháis palabras que os indignen el alma, que las
escucharéis. Apoyamos a Franco, ¿entendido?
Todos asintieron, sabían que un solo fallo
tendría un fatal desenlace y no podían permitírselo. Actuarían como
se les requería, cuando todo acabase ya no tendrían que fingir más
y serían libres por completo.
Paco golpeó la puerta con sus nudillos y
esperó paciente a que esta se abriera.
Carmen, que había empujado la silla de su
tío hasta llegar a la entrada de la pensión no dejaba de pensar en
si su padre habría encontrado la nota ya. Qué tontería, por
supuesto que lo habría hecho y ahora la furia se lo estaría
llevando a dar un paseo, al mismo tiempo no le cabía duda que
estaría destrozado por dentro.
Cerró sus ojos y los apretó con fuerza,
buscó en su interior el verdadero motivo por el que se encontraba
en ese lugar. Lo halló a su derecha, mirándola con ojos
tiernos.
La puerta se abrió lentamente, aunque solo
lo hizo un poco.
—¿Quién llama? —dijo una voz que parecía
femenina, pero tan grave y ronca que en realidad no supieron
distinguirla en un primer momento.
—Arriba España —soltó Paco al mismo tiempo
que saludaba al modo fascista—. Venimos de Madrid con el propósito
de comerciar con unas telas que traemos y al mismo tiempo hacernos
con unas nuevas para poder venderlas allí. Todo eso no sería
posible sin poder descansar, pues pasaremos unos días en esta
hermosa ciudad. Tengo un cuñado guardia civil destinado aquí mismo
y me ha recomendado esta pensión, me ha comentado que es usted una
mujer de bien y de seguro estaríamos aquí mejor que en ningún
lugar.
—¿Cuántos son? —comentó la mujer que ya
dejaba ver su rostro, mostrando una cara arrugada en casi todos sus
rincones y unas pobladas cejas que no destacaban tanto como su
bigote. Su pelo era una mezcla de tonos grises y blancos, mientras
que sus ojos marrones —que daban pavor porque estaban llenos de
venas— estaban abiertos asemejándose a los de un búho.
Pero un búho que daba mucho miedo.
—Somos once. Necesitaríamos tres
habitaciones si las dispone, una de ellas será para las mujeres, en
las otras dos nos repartiremos los hombres. No necesitamos gran
cosa, tan solo un lecho en el que poder dormir.
La mujer abrió la puerta del todo,
permitiendo el paso al grupo. Accedieron al interior siguiendo a
Frasquita, que andaba mirando hacia el frente y con paso
lento.
—Cada habitación tiene un coste de 15
pesetas por día, ¿cuánto tiempo quieren quedarse?
—Eso dependerá de cómo fructifiquen los
negocios, señora, espero que pronto podamos regresar a nuestro
Madrid natal.
—Han tenido mucha suerte, tan solo me quedan
cuatro habitaciones libres y con toda seguridad se hubieran llenado
a lo largo del día. La Semana Santa atrae a muchas personas y
activan la economía gratamente —detuvo sus pasos frente a un
mostrador de madera—. Estas son las llaves de sus habitaciones, no
hace falta que me las devuelvan cada vez que salgan, ustedes sabrán
lo que hacen. Por cierto, aquí no disponemos de ascensor, es todo
un lujo, ustedes verán cómo se las ingenian con el tullido.
Carmen apretó sus puños al escuchar a la
vieja llamar a su tío por ese nombre, era algo que no
soportaba.
—Por favor, señora, no vuelva a llamarlo
así. Este hombre que usted ve aquí perdió la movilidad luchando
contra esos infames rojos, es todo un héroe de guerra —dijo Antonio
con rapidez al observar que Carmen comenzaba a irritarse ante lo
dicho por la mujer.
—Usted me perdone, no sabía que eso había
sido así y no quería ofenderle. A los héroes de nuestra patria
habría que darles todos los honores y respetos, por mi parte desde
luego los tendrá. La hora de la comida es a las dos, la de la cena
es a las ocho y media. A la comida no han llegado pero para la cena
tendré un rico guiso de conejo, si gustan estaré encantada de su
compañía.
—Cuente con ello —dijo Paco a modo de
despedida.
A pesar de que tan solo debían de subir una
planta para acceder a sus habitaciones, la silla de ruedas desde
luego era un grave impedimento. Juan se plantó al lado de Anselmo y
lo miró con cara de que no dijera nada frente a lo que iba a hacer.
Este lo comprendió y aunque en circunstancias normales le hubieran
llevado los demonios y habría empezado a soltar improperios, no le
quedó otra que resignarse.
Juan agarró a Anselmo, que a su vez agarró a
este del cuello y comenzó a subir los escalones. Javier se encargó
de la silla del paralítico.
Cuando llegaron al distribuidor, Paco
repartió las llaves estableciendo la organización de las
habitaciones. En una irían las mujeres, debían actuar como buenos
españoles y hombres y mujeres tenían de permanecer separados. En
otra iría Anselmo, Paco y Antonio. En la otra los hombres más
jóvenes.
Quedaron en darse media hora para organizar
sus habitaciones y descansar levemente pues el viaje había sido
largo y cansado, en treinta minutos todos se verían en la puerta de
entrada de la pensión.
Una vez transcurrido ese tiempo, todos se
encontraron en la calle.
Paco miró su viejo reloj antes de
hablar.
—Según lo acordado, he quedado en media hora
con Romero López en la puerta veintitrés de la plaza de toros.
Iremos nosotros tres y tomaremos instrucciones sobre qué hacer a
partir de ahora. Vosotros haréis de turistas por la ciudad,
recordad que ni vuestra cara ni vuestros gestos deben levantar la
más mínima sospecha, nadie tiene por qué pensar que sois algo más
que simples comerciantes o en este caso turistas. Veo que Carmen
lleva reloj por lo que nos vemos aquí para la hora de la cena.
Aprovechad que tenéis a vuestro lado a una magnífica guía como
Rocío, así también vais conociendo el terreno.
Nadie dijo nada, no hacía falta decirlo. Sin
más, Paco, Antonio y Anselmo comenzaron a dirigirse hacia el punto
marcado por Romero.
A partir de esa charla Anselmo tomaría el
mando y trazaría el plan que debía llevarles hasta la gloria.
O hasta el más absoluto desastre.