Capítulo 26

 

MADRID, 20 de marzo de 1940

 

 

 

Juan ya había comunicado a sus familiares su decisión de salir toda la noche. Había alegado que era para unos asuntos personales, que llegaría poco antes del amanecer para despedirse de forma definitiva antes de partir hacia su próximo destino. No era algo que los agradara demasiado, querían pasar el mayor número de horas con él a sabiendas que podían ser las últimas para siempre, pero debían respetar su decisión pues él así lo había dispuesto.
Las lágrimas de su madre no se habían secado del todo todavía, de vez en cuando soltaba alguna que otra al pensar que no volvería a ver su amado hijo en un tiempo. Al menos eso se obligaba a pensar, que sería un tiempo. Aun no dejando de llorar, algo más tranquila sí que estaba que cuando acababa de recibir la noticia.
Su padre, en cambio era algo más pesimista que esta a la hora de pensar en si volvería o no a ver su hijo. Había algún tipo de trasfondo raro en sus palabras que no sabía identificar del todo, pero que le indica que se iba para no volver. Juan no olvidaba el abrazo que ambos se habían dado, quizá el más importante de su vida, al menos hasta el momento. Esa fuerza que le transmitió en ese estrechamiento entre ambos le hizo ver las cosas de una forma distinta, confiriéndole una nueva esperanza, haciéndole pensar que quizá sí lo volvería a ver algún día.
Necesitaba aferrarse a ese pensamiento con todas sus fuerzas.
Su padre y él siempre se habían querido, lo único que ambos no eran muy dados a hablar de sus sentimientos y sus muestras de afecto se limitaban en muchas ocasiones a sonrisas de aprobación por parte de los dos. Eso era algo que sin duda querían corregir, pero en el fondo sabían que no les hacía falta nada más para demostrarse lo que sentían.
Sobre todo admiración, el uno por el otro y viceversa.
Antes de mirar la hora, olió el reloj que le había dejado la muchacha.
Olía a ella.
No sabía identificar qué tipo de perfume usaba o si simplemente ese era su olor corporal, pero lo transportaba a un mundo en el que nunca había estado. Un mundo que necesitaba visitar y que sin duda lo haría esa misma noche.
Miró el reloj, ya era hora de salir en busca de no sabía muy bien qué.
Había preferido no pensar. Dejaría que su corazón actuara en vez de su cabeza.

 

Carmen observó las manecillas del reloj. Estaba muy nerviosa, tanto que ni sabía lo que hacía, a punto estuvo de salir de su hogar con las zapatillas que utilizaba para andar por casa.
Decidió que no era tanto lo que necesitaba para sobrevivir en Sevilla, al fin y al cabo supuestamente estarían unos pocos días. Tan solo escogió tres prendas entre las que consideró más cómodas y que menos pudieran llamar la atención, además de algo de ropa interior para poder cambiarse cuando considerara.
Metió todo en un bolso grande.
Pensó que lo más importante era llevar dinero en efectivo encima para que no tuviera que pasar algún apuro en tierras hispalenses, sabía donde su padre guardaba una pequeña cantidad. En el fondo, cuando supiera que esta se había ido, agradecería que al menos lo hubiera hecho con dinero.
Eso le garantizaba, al menos, no pasar hambre durante el tiempo que necesitara estar allí.
Salió de su cuarto con todo el sigilo del mundo. No debía hacer nada de ruido para no despertar a sus padres ni a la asistenta, que dormía en una habitación al fondo del pasillo. Dejó la carta en un lugar visible, en el recibidor de la casa, donde su padre dejaba su manojo de llaves. Abrió la puerta de salida del inmueble y miró por última vez con tristeza el interior de la vivienda.
Salió para nunca más volver.

 

 

 

Juan estaba nervioso, a pesar de saber que la joven le había dejado el reloj en señal de que sí acudiría, pasaban diez minutos de la hora pactada y todavía no había ni rastro de Carmen.
¿Lo habría pensado mejor?
Esa pregunta se vio enseguida contestada, la calle estaba tan solitaria que Juan reconoció al instante la silueta que andaba con paso rápido en dirección al punto acordado. Juan, a pesar del frío intenso que se había movido a causa de la leve brisa que soplaba, la esperaba quieto, sin pestañear.
Carmen llegó al punto con una cara mezcla de sonrisa al producirse el ansiado encuentro y preocupación por cómo se estaba desarrollando todo y el inmenso giro que había dado su vida en apenas unos días.
—Hola, Carmen, ¿tienes frío? —Juan se dio cuenta enseguida de lo estúpido de su pregunta, claro que tenía.
—Buenas noches, Juan, sí, algo sí que tengo —dijo mientras apretaba con fuerza el mantón de lana que cubría sus hombros y tapaba por completo su cuello.
—No quiero parecer imbécil, pero no tengo nada pensado, perdona, son demasiadas cosas en poco tiempo. Ahora mismo no sé qué hacer.
—En estos momentos, lo único que necesito es un abrazo, esto está siendo muy duro para mí. Ahora te necesito como amigo, según transcurra la noche, ya iremos viendo.
Juan sonrió ante lo directo de la petición de Carmen, sin pensarlo la abrazó. No le costó nada pues en el fondo lo estaba deseando con todas sus fuerzas.
Carmen sintió el abrazo como si el tiempo se hubiera detenido.
Conocía desde hacía muy poco tiempo a ese joven, pero desde el mismísimo primer instante que lo vio, a pesar de lo fatídico del encuentro, deseó que llegara un momento así. Necesitaba sentirse entre sus brazos. Todo lo que estaba haciendo en parte cobraba significado gracias a él, sin él nada tenía sentido.
Ahora se sentía segura, de pronto se olvidó de su padre, de Agustín, de su vida llena de lujos y caprichos, del frío. Ahí sólo existían ellos dos, nada más.
Juan, que pensaba que el abrazo que se había dado con su padre era el mejor de su vida cambió de parecer justo en ese instante. Volvió a sentir la electricidad de la joven pero en esta ocasión de una forma distinta, mucho más placentera. Los malos recuerdos todavía planeaban sobre su alma, pero no podía hacer nada para remediar lo que estaba sintiendo por la madrileña, era demasiado fuerte como para negar lo evidente.
Le había robado el alma.
Permanecieron casi cinco minutos abrazados, sin decir nada, sin sentir que pasaba el tiempo alrededor de ellos mismos. Cuando pasó ese intenso momento separaron levemente las cabezas de los hombros del de enfrente de una forma lenta.
Se miraron a los ojos. Sus caras apenas estaban unos centímetros separadas. Pudieron sentir el calor que desprendía cada uno.
—¿Y ahora qué hacemos? Ya no puedo volver a mi casa y con mi tío quedé en que lo recogeríamos a las cinco, falta algo menos de tres horas.
—Hagamos que estas tres horas merezcan la pena —dijo sin poder dejar de mirarla a los ojos.
—¿Cómo?
Juan miró a su derecha, el hermoso parque del Buen Retiro se presentaba majestuoso ante su mirada. Carmen hizo lo mismo y se sorprendió mucho ante lo que parecía querer Juan.
—¿El Retiro? Estás loco, estará cerrado a estas horas intempestivas.
—¿Y de verdad eso es un problema? —contestó divertido.
—Bueno... además, me da un poco de miedo a estas horas de la noche, seguro que hay algún ratero que nos puede dar algún susto —comentó con cara de preocupación la joven.
—No pasará nada, confía en mí, no hay nadie con más aspecto de ratero que yo —rió—, además, no pienso permitir que te pase nada, yo te protegeré.
Carmen lo miró fijamente, ante una frase así, lo hubiera acompañado hasta el mismísimo infierno si se lo hubiera pedido. Era incapaz de negarle nada, sin saberlo ya era toda suya.
—Está bien, vayamos.
Cruzaron la ancha avenida, la calle Alcalá se caracterizaba por su anchura y sobre todo por su longitud, ya que se extendía por más de 10 km, siendo la segunda avenida más larga de toda la ciudad, solo superada por la Avenida de Logroño.
No era la primera vez que Juan accedía al interior del parque de noche. Los primeros días después de llegar a Madrid, muy afligido por lo que había sucedido, necesitó varios ratos de soledad absoluta y sabía que ese parque en el que normalmente no habría nadie le proporcionaría lo deseado.
Conocía un hueco por el que podía acceder al mismo sin ningún problema para ambos, por lo que condujo a la joven hasta el mismo.
Entraron en el Retiro y comenzaron a andar entre los miles de árboles que lo poblaban.
En esta ocasión sí se dieron la mano de forma consciente, aunque todavía con bastante vergüenza.
—Me gustaría saber más sobre ti, siento una imperiosa necesidad de conocer hasta el más mínimo detalle sobre tu vida —dijo Juan, que mantenía una mirada dulce sobre la joven.
—No hay mucho que contar, mi vida ha estado planificada desde el mismo momento en el que nací, mi padre lo controla todo, o más bien lo quiere controlar. Nada en mi vida ocurre al azar, todo está escrito.
—¿Todo? —preguntó con una sonrisa picarona el joven.
—Todo no —respondió sonriendo—, es evidente que conocerte lo cambió todo, tú me salvaste en muchos sentidos, no solo ante aquel malnacido.
—¿En muchos? ¿En qué más te salve?
—¿Sabes? —tomó aire antes de hacerle a Juan la revelación que le iba a hacer—, estoy prometida.
Juan soltó su mano y se detuvo en seco.
—¿Cómo dices? —preguntó con la cara desencajada.
Carmen levantó sus manos, intentando que el joven no se alarmara.
—No, no, no te preocupes por favor, quizá me he expresado mal. No estoy prometida, ahora no. Mi padre arregló el matrimonio buscando en él al marido ideal. Rico, guapo, bien posicionado, afín al régimen... Una joya para cualquier mujer de mi edad, pero desde luego no para mí. Nunca me ha tocado un pelo, gracias a Dios, creo que ni siquiera le importo, pero mejor, él tampoco me importa a mí. He vivido atrapada en un mundo que sin darme cuenta me estaba dejando apartada de lado para el resto del planeta. Sin voz. Tú me has devuelto esa voz, Juan, tú me has dado ganas de gritar de nuevo, de rebelarme, de decir «aquí estoy yo». Tú me has salvado.
Juan quedó por unos instantes pensativo. La noticia de que estaba prometida lo había dejado perplejo, para nada esperaba algo parecido, aunque lo que le había contado tenía toda la lógica del mundo. No entendía mucho acerca de la sociedad, y mucho menos de la sociedad que estaba muy por encima de él, pero parecía que ese mundo se movía solo por intereses y esas personas eran como títeres esperando a que alguien moviera sus hilos. Carmen era muy valiente al haberlos cortado. Otra virtud que añadir a una lista sinfín.
—Y dime —comentó un Juan más tranquilo—, ¿cómo se ha tomado la noticia de que no quieres casarte con él?
—Todavía no lo sabe.
Juan la miró con los ojos abiertos como platos.
—No me mires así. Como comprenderás vivimos en unos días en los que el dar una noticia así a mí solo me puede acarrear una somanta de palos, ya se enterará cuando vean que he desaparecido. Supongo que se lo llevarán los demonios, pero eso a mí no me importa en absoluto. Cuando se entere ya estaremos lejos. Muy lejos.
El joven resopló, aquella chica era una caja de sorpresas.
—¿A tu prima le has dicho algo?
—No —hizo una pausa y suspiró—. Mi prima es uno de mis seres más queridos, no tanto como mis padres o mi tío, pero podríamos decir que es mi mejor amiga. No podría soportar despedirme de ella, el hecho de pensar que no la voy a ver más... —hizo una nueva pausa para tomar aire, intentó que las lágrimas no brotaran— Me entristece mucho, pero yo misma he elegido esto, no hay vuelta atrás.
Juan la miró con unos ojos casi paternales, la joven mostraba sin cesar una serie de altibajos que lo desconcertaba. En algunos momentos parecía estar decidida a hacer lo que estaba haciendo y en otros parecía que se iba a derrumbar con tanta facilidad como lo hace un castillo de naipes cuando son soplados.
—¿Quieres que nos sentemos ahí? —dijo el joven señalando con su dedo hacia una parcela de césped protegida por una serie de árboles y arbustos, que parecía que no dejaban pasar el viento.
Carmen asintió, ya estaba cansada de dar vueltas andando por el parque. Aunque reconocía que El Retiro tenía un toque mágico a aquellas horas de la noche. Nunca había estado en él al ponerse el sol, Juan le había descubierto algo que ni ella misma conocía.
Tomaron asiento con cuidado, el césped estaba algo húmedo, pero no importó al par de jóvenes.
Quedaron un rato en silencio, mirando al cielo. La ausencia de luz artificial había descubierto ante sus ojos una noche extremadamente estrellada. Juan había visto muchas de esas en su pueblo natal, por lo que esa imagen era bastante habitual, pero Carmen no. Ella estaba acostumbrada a otro tipo de cielo, a un cielo sin estrellas, sin vida, lo que veía sus ojos la estaba dejando maravillada, le hacía olvidar el enorme paso que había dado marchándose de su hogar y dejándolo todo atrás.
De forma casi instintiva, Carmen se acurrucó al lado de Juan. Esta puso la cabeza en su hombro y cerró los ojos.
Juan tuvo un cúmulo de sensaciones muy extraño, los terribles recuerdos lo golpeaban con más fuerza que nunca y su corazón comenzó a acelerarse. De nuevo las dudas invadieron su ser, volvía a no estar seguro si estaba o no preparado para dar ese paso. Su cuerpo comenzó a tensarse, una gota de sudor frío le recorrió la espalda y apretó los puños casi sin darse cuenta.
—¿Qué ocurre? —dijo Carmen que se había percatado de la reacción del joven al posarse sobre él.
—Nada —contestó nervioso—, todo está bien.
—Juan, sé que te pasa algo, me gustaría saber el qué porque vas a volverme loca. Primero no quieres saber nada de mí, más tarde sí, ahora vuelvo a verte distanciarte. He salido en plena madrugada, dejando a mi familia atrás para poder estar contigo, creo que merezco una explicación.
Juan miró hacia el cielo y resopló, sentía que no podía ocultar durante más tiempo la verdad a Carmen, quizá era el momento idóneo para revelarle lo que ocurrió y así poder observar la reacción de la joven.
Puede que necesitara ver cómo se lo tomaba para comprobar si realmente aquello era real o simplemente un capricho.
Antes de contarlo se recostó en el suelo, mirando hacia arriba, la joven lo imitó.
—Carmen, mi pasado es muy complicado, he vivido ciertos capítulos horribles que me han marcado...
—Te escucho.
Juan tomó aire antes de comenzar a hablar, necesitaba encontrar las palabras idóneas para contar de la mejor forma posible su historia. Comenzó a relatárselo todo al mismo tiempo que una imagen clara se formó en su mente, recordando cada segundo de aquél fatídico día.

 

 

 

Juan peinaba su pelo con dificultad. Su negra cabellera, a pesar de no ser demasiado larga era muy complicada de domar. Previamente había afeitado cuidadosamente su rostro con la navaja que su padre tenía herencia de su bisabuelo y de la manera que él lo había enseñado.
El viejo reloj marrón de su abuelo, que descansaba encima de la mesa del comedor, le indicaba que ya llegaba tarde. El motivo no había sido otro que una leve caída de su vieja abuela, que había resultado ser más aparatoso de lo que pensaban. Un fino hilo de sangre caía por la pierna de la mujer y había que cortar la hemorragia cuanto antes. Juan tan solo contaba en aquellos instantes con la ayuda de su asustadiza madre. Su padre había salido a realizar un apaño a una casa a la que se le había roto la pila de lavar. El trabajo escaseaba para los rojos como él y no debía desaprovechar ni la más mínima oportunidad.
Al estar los dos solos con la abuela, él tuvo que encargarse de la parte de la curación de la herida, su madre se ocupó de calmar a una exagerada mujer que gritaba como si la hubieran disparado. Era así, no se lo tenían en cuenta. La cura de la herida le hizo perder veinte minutos de los que no disponía.
Conchita lo estaría esperando en el lugar de siempre, a la hora de siempre.
Juan adoraba su pueblo, Rafal era un pequeño municipio de la provincia de Alicante, muy pocos habitantes componían su censo y eso en tiempos de posguerra no era algo del todo positivo. Rafal vivió entristecida el hecho de ver cómo hermanos de una misma familia se decantaban por bandos dispares, haciendo que lucharan entre ellos, amigos de toda la vida dejaron de serlo al tener división de ideales sobre el rumbo que debía tomar el país. Lo que un día había sido un pueblo en el que todas sus gentes vivía en una completa armonía, se había transformado en un terreno minado en el que se debía de tener mucho cuidado con lo que se decía. Los chivatazos eran comunes y la cruenta represión que conllevaba no menos común.
Los Camisas Azules eran temidos como si del mismo diablo se tratara. Solían llegar al pueblo en una camioneta de color gris armando un escándalo descomunal, les encantaba llamar la atención por encima de todo. Sus actos solían pasar impunes ante las autoridades pues se suponía que todos estaban de un mismo lado y, aunque no era una forma legal de impartir justicia, se les permitía campar a sus anchas repartiendo somantas de palos a todo aquel que consideraran idóneo para ello.
Juan salió de la vivienda en la que residía con sus padres con la ilusión de un nuevo encuentro con la guapa Conchita. Él y su amigo Pepe competían de una forma sana por ella, pero la joven había acabado decantándose por él. Fue en una verbena en las fiestas locales cuando esta le dio la buena nueva y pocas semanas después decidieron contraer matrimonio en un plazo de un año, tiempo más que suficiente para poder conocerse a fondo y saber si eran compatibles en realidad o no. Hacía ya cinco meses de aquello y Juan había conseguido enamorarse locamente de aquella muchacha, algo que también había sucedido por parte de la bella joven. Deseaba con todo su corazón que el tiempo pasara lo más rápido posible para poder desposar con ella y así poder tener otro tipo de relación, algo más carnal.
La Parrala, como era conocida por los rafaleños la plaza que había al lado de bella iglesia del siglo XVII que presidía el centro de la villa, era el punto elegido para el encuentro entre los prometidos. A Juan le pillaba casi al lado de casa y a Conchita no mucho más lejos. La plaza contaba con la vivienda del Marqués de Rafal, título que por aquel momento ostentaba don Alfonso de Pardo, aunque la casa había sido cedida como vivienda parroquial desde hacía unos años. El emplazamiento había sido siempre el centro neurálgico de la localidad, sede del comercio ambulante y punto de reunión por parte de los más ancianos de población. Todo aquello quedó atrás con la crudeza que trajo consigo tres años inacabables de guerra, algunos seguían haciendo uso de La Parrala como antaño, pero era evidente que nada fue como antiguamente pues ya no destellaba esa alegría que solía irradiar cuando alguien paseaba por ella.
La mala suerte entró en escena e hizo que, aparte de la caída de la abuela, nadie estuviera presente en aquel momento para haber podido evitar la desgracia que los ojos de Juan estaban a punto de presenciar.
Desde el preciso momento en que su campo visual le mostró la plaza, sabía que algo no funcionaba bien. Los gritos desesperados que se escuchaban parecían ser los de una mujer que pedía ayuda de forma cruda. Estos a su vez se mezclaban con los gritos de unos hombres vestidos con camisa azul que parecía divertirles la situación.
Uno de ellos tiene los pantalones por los tobillos y la cara desencajada de placer.
Juan asistió, sin poder creer lo que veía, a una brutal paliza que le estaban propinando a la que seguro era su prometida, a pesar de que no lograba ver con claridad a la mujer que estaba tirada en el suelo. Patadas y puñetazos se entremezclaban con las risas de los agresores, que se lo estaban pasando mejor que en su vida entera.
Juan no lo dudó ni un instante y miró a su alrededor. Una piedra de tamaño considerable y con unas aristas amenazantes reposaba al lado de la plaza. No tenía ni idea de donde había salido, pero no le importaba lo más mínimo, su único pensamiento era salvar a Conchita de esos hijos de la gran puta. La agarró con fuerza, pesaba de una forma considerable, la rabia que surgió de golpe en su interior le hizo sacar fuerzas de donde no sabía tenerlas, ordenó a sus piernas correr como en su vida lo habían hecho.
Llegó al punto en el que se estaba produciendo la agresión. No quiso ni mirar las caras de los malnacidos que estaban cometiendo tal aberración. Asestó dos golpes certeros con el pesado arma en la cabeza de los dos completamente vestidos que hizo que sonara un ruido estremecedor de cráneos rotos. La sangre salió a chorros de sus cabezas y cayeron al suelo inertes. El tercero, que vio atónito cómo ese joven había salido de la nada y se había cargado a sus compañeros con una simple piedra, cayó también al suelo pero del susto. Con los ojos abiertos como platos no dudó en recriminar a Juan su acto.
—¡Estás loco! —dijo gritando el agresor— ¿Sabes lo que acabas de hacer? ¡Es la hija de un rojo reconocido en este pueblo de mierda! —hizo una pausa que tan solo hizo que sus ojos se tornaran más rojos por la ira. La baba le caía por uno de los laterales de su boca, Juan no pudo saber si era de la propia rabia o del acto que estaba cometiendo con su prometida, no le importaba en realidad— ¡Pagarás por lo que has hecho! ¡Esa zorra merece todo lo que le hemos hecho y mucho más!
Juan no le dejó decir ni una sola palabra más. Estampó la piedra contra la cara del Camisa Azul haciendo que saltaran varios dientes y que la nariz quedara destrozada en su totalidad. Para asegurarse de que no se levantaría lo remató con un certero golpe en el cráneo, escuchando de nuevo el sonido de su cabeza rota y comprobando como una gran mancha de sangre impregnaba todo el suelo alrededor de los cuerpos.
El joven, lleno de sangre de los agresores de su prometida, dejó caer la pesada piedra al suelo y acudió raudo en su rescate. Estaba tirada en el suelo, tan solo podía abrir un ojo pues el otro lo tenía lleno de sangre. De su boca —casi sin dientes de las patadas en la boca que le habían propinado— y nariz también salía el rojo líquido. Su ropa estaba completamente rasgada, llevaba puesto el vestido favorito de Juan. Este había quedado reducido a un irreconocible amasijo de telas raídas. De su vagina, que estaba al descubierto, también salía sangre. Esos animales la habían destrozado por completo.
—Conchita —dijo un descontrolado Juan ante la situación—, ¿puedes escucharme?
—Juan... —su voz sonó débil—, ¿eres tú?
—Claro que soy yo... ¿no me ves?
—Ahora mismo no veo nada... —dijo con mucha dificultad y en un tono apenas audible— creo que mis ojos han dejado de ver adrede para no poder guardar el recuerdo de lo que me estaban haciendo.
—Pero... ¿Qué ha pasado? —preguntó desesperado, con lágrimas en sus ojos y con la rabia a flor de piel.
—Han venido en la camioneta mientras te esperaba. En cuanto los he visto h dejado de mirar para intentar no llamar la atención, aun así han parado. Me han preguntado con una sonrisa dibujada en sus asquerosas caras si era la hija de Fernández —hizo una pausa, le costaba hablar—. Les he mentido y les he dicho que no, asustada por la pregunta. No me han creído pues directamente me han soltado un bofetón mientras me llamaban mentirosa, me han dicho que iban a mostrarle a mi padre lo que les pasaba a los rojos por haber estado en contra de los ideales del Generalísimo. Me han tirado al suelo y han comenzado a manosearme y a pegarme, ha llegado un punto en el que he dejado de ver y de sentir... ya no sabía lo que me estaban haciendo, apenas oía gritos en la lejanía. Mi cabeza estaba junto a ti, abrazada, lejos de este infierno. Con la seguridad que sólo tu me puedes proporcionar.
—Conchita... —Juan comenzó a llorar desesperado— Lo siento... Si hubiera llegado a tiempo... Pero tuve un contratiempo...
—Estas cosas pasan, Juan... no te preocupes... no hemos elegido el tiempo que nos ha tocado vivir—esbozó una leve sonrisa, su voz se iba apagando por momentos.
—Por favor, no hables más, te llevaré a tu casa, te pondrás bien —dijo desquiciado.
Conchita no dijo nada, tan solo dibujó una nueva sonrisa antes de emitir su último suspiro.
Juan quedó unos segundos en silencio, completamente en shock, su mente no estaba preparada para asimilar que Conchita acabara de morir en ese momento. Tras un intento desesperado de reanimar a la joven agitándola nervioso, emitió un desgarrador grito del cual después estuvo seguro se pudo escuchar en toda la provincia de Alicante.
Sus lágrimas cayeron sobre el rostro inerte de la joven.

 

—No tuvimos más remedio que huir por miedo a las represalias —añadió Juan cuando acabó de relatar a Carmen su historia—. Es un pueblo pequeño y se acaba sabiendo todo. Realmente ahora no sé si saben todo lo que pasó, pero creo que es algo que en realidad nunca sabré. Los padres de Manu nos acogieron sin pensarlo un instante. Manuel, su padre, vivía en Rafal hace más de veinte años y eran muy amigos. Sin ellos no sé qué hubiera sido de nosotros.
En realidad Carmen no necesitaba más explicaciones. Ahora entendía a la perfección el porqué de ese distanciamiento hacia su persona si era evidente que sus ojos mostraban atracción hacia ella. Aun así quería saber más y no dudó en preguntar.
—Y tú, ¿cómo te sientes ahora mismo con lo de Conchita?
Juan la miró antes de responder. La joven le había hecho una pregunta de difícil respuesta. Por un lado no sabía demasiado bien cómo se sentía, por otro lado no quería ahuyentarla con una respuesta que no fuera del todo de su agrado. Sin embargo prefirió ser sincero.
—No sé realmente cómo me siento. Desde el momento que murió pensé que nunca podría amar de nuevo a una mujer, es más, yo mismo me hice esa promesa. Mis ojos jamás servirían para mirar a otra, en uno de mis tantos momentos de locura hasta pensé en arrancármelos. Pero luego llegaste tú.
Carmen esbozó una medio sonrisa ante las palabras del muchacho, necesitaba oír eso.
—Tú lo cambiaste todo, tú rompiste mis esquemas, tú has puesto mi vida patas arriba. Pensé que nunca podría volver a enamorarme, y en realidad no sé si es así del todo, pero creo que lo estoy volviendo a hacer.
Ambos se miraron, tirados en el suelo con las estrellas como telón de fondo. Deseaban que llegara el ansiado momento en que sus labios se juntasen pero no acababan de tomar el impulso definitivo.
—Aunque he de confesarte que tengo miedo —añadió Juan volviendo a mirar hacia el cielo.
—¿Miedo?
—Así es, tengo miedo de no amarte correctamente, que el recuerdo de Conchita me siga fustigando aun a pesar de enamorarme de ti, de no quererte correctamente.
Carmen sopesó por un momento las palabras de Juan, ahora lo entendía más que nunca y no podía permitir que eso fuera una barrera para que pudieran disfrutar de toda una vida juntos.
—Juan, te doy mi opinión —tomó aire antes de hablar—. Soy consciente de que nunca dejarás de querer a Conchita, es lo natural. Además, te pido por favor que nunca dejes de hacerlo porque ese sentimiento la puede mantener viva dentro de ti, Conchita lo merece. Ahora bien, creo que si ella pudiera manifestártelo estaría de acuerdo con que tienes que seguir tu vida, que tienes que mirar hacia adelante y sobre todo, que debes de volver a amar sin miedo. El duelo es muy grande cuando se pierde a un ser querido, no de la misma forma pero yo también lo he experimentado con algún familiar, pero hay que pensar que la vida no son solo unos pocos días, o semanas e incluso meses. La vida es mucho más larga que todo eso y el tiempo acaba curando las heridas. Te habla una persona que no entiende de amor pues hasta ahora no lo había sentido, pero ahora más que nunca estoy segura que estamos hechos para querer y ser queridos. En mi caso particular estoy hecha para quererte y ser querida por ti.
Juan se incorporó levemente para mirarla sin pestañear, a los ojos, en aquél preciso instante no tuvo dudas que frente a él se encontraba la mujer de su vida. Pasó con suavidad la mano por detrás de la cabeza de la joven y sin pensarlo ni un segundo más, la besó cerrando los ojos y dejándose transportar a un mundo que tan solo Carmen le podía ofrecer.
El frío era evidente, estaban tirados en medio de un gigantesco parque con tan solo el amparo de la noche y apenas se conocían de hacía unos pocos días, pero nada de eso impidió que aquella noche tanto Carmen como Juan dejaran atrás su niñez.
7 dí­as de marzo
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