Capítulo 31

 

MADRID, 20 de marzo de 1940

 

 

 

Dejó caer el papel al suelo al mismo tiempo que una lágrima recorría de manera vertical su rostro. Necesitó sentarse, el shock se estaba apoderando de su cabeza a un ritmo frenético y temía que de un momento a otro pudiera caer de bruces al suelo.
Apretó sus puños al mismo tiempo que sus lágrimas seguían apareciendo por su antes sereno rostro. Jamás, ni en la más horrible de sus pesadillas hubiera podido imaginar encontrarse ante esa desagradable sorpresa. Sintió que su respiración comenzaba a acelerarse al mismo tiempo que su corazón, rabia, ira, pena y desesperación se entremezclaban luchando por ser el sentimiento primario en aquellos instantes de confusión.
No pudo reprimir más su rabia y soltó un grito desesperado.
Ante tal escándalo su mujer vino tan rápido como pudo, la asistenta había pedido permiso para poder visitar al doctor Ferrándiz y seguro que ni siquiera había visto aquella nota.
Asustada, la mujer irrumpió en la estancia en la que su marido había gritado como un demente. Este estaba sentado en una silla con la mano derecha colocada en sus ojos, llorando a moco tendido y con el puño izquierdo encima de su muslo. Lo apretaba hasta el punto que parecía que iba a estallar de un momento a otro.
—Vicente, ¿qué ocurre? —dijo casi desquiciada ante la estampa.
Este se limitó a señalar con su dedo la carta que había tirada en el suelo, en ella estaba todo lo que necesitaba saber para comprender su estado.
La mujer se acercó a ella y con el susto todavía en el cuerpo se agachó para agarrarla.
Una vez incorporada comenzó a leerla.

 

 

 

Queridos padres:

 

 

 

Quizá nunca lleguéis a comprender los motivos que trato de explicar en esta carta y os aseguro que me apena mucho más escribirla que lo que puede apenaros a vosotros leerla.
A la vez es todo tan complicado y tan sumamente fácil que no sé si encontraré las palabras adecuadas para expresar el porqué de no estar ahora ahí, con vosotros.
Me gustaría deciros que a pesar de que os habéis esforzado en dármelo todo, no soy feliz viviendo esta vida. Todo queda tan lejano de lo que anhelo que no me ha quedado más remedio que romper con todo y lanzarme a una locura que no tengo ni idea de cómo acabará.
Sé que lo que os voy a pedir es algo imposible pero no quiero que os preocupéis innecesariamente pues yo voy a estar bien. Me he marchado en muy buena compañía en dirección a Sevilla. El tío Anselmo me acompaña y velará por que no me ocurra nada malo. No puedo relataros más pues podría poner vuestra seguridad en peligro y eso no podría perdonármelo.
Disculpadme ante Agustín, no le amo y no iba a hacerlo nunca. Creo que puedo contaros que aunque estoy algo asustada por lo que siento dentro de mí, he encontrado a quién regalar todos mis besos, siempre y cuando él los quiera.
Él también velará para que no me ocurra nada.
También me gustaría que me despidieseis de Cloti, es todo corazón y os quiere como a unos padres a pesar de tener los suyos propios. No hagáis que sienta demasiado mi marcha, ella sabe que es mi única forma de ser feliz en estos momentos.
Sin más me despido con la esperanza de ambos seáis felices y sobre todo me perdonéis si os estoy causando algún dolor, como he dicho antes, no es más del que siento yo en estos momentos.
Siempre os querré.

 

 

 

Carmen.

 

 

 

Colocó su mano sobre su boca al mismo tiempo que emitía un sollozo. Jamás hubiera esperado que su hija les dejara una misiva parecida, en la vida. Miró a su marido, tenía la cara desencajada, como si más que haber leído el papel hubiera tenido en su propia cara el rostro de un fantasma.
Este se levantó de su asiento y sin limpiar las lágrimas de su tez se dispuso a salir de la estancia en la que su mujer lo miraba, atónita.
—¿Dónde vas? —preguntó ella.
Se detuvo en seco y la miró, con los ojos inyectados en rabia, respiró muy hondo antes de hablar.
—Tengo que mover unos hilos, tengo que encontrar a mi hija.
7 dí­as de marzo
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