Capítulo 51

 

SEVILLA, 22 de marzo de 1940

 

 

 

El nombre del cuartel en el que desde la noche anterior retenían al anarquista Romero Chico, no había podido tener un nombre más acertado: El Sacrificio.
Desde el mismo momento de su detención, se había negado en rotundo a decir ni una sola palabra sobre cuáles eran los motivos que lo habían traído hasta Sevilla, acompañado de ese séquito de falsos legionarios.
Ninguna de las somantas de palos que había sufrido desde ese momento le había sacado una sola palabra acerca de sus planes.
Tan solo le habían arrancado un par de dientes.
El propio Ros se acercó hasta el cuartel, situado en la calle Oriente. Hubiera querido ir antes para poder mirar con sus propios ojos a ese cabrón, pero sus deberes como secretario lo habían impedido hasta ese preciso momento.
Ya era la hora de la siesta, una siesta que él nunca dormía pero que en más de una ocasión echaba en falta. Su trabajo lo absorbía todo, pero es que España merecía ese esfuerzo.
Cuando entró en las dependencias, todos los guardias que encontraba a su paso se erguían como no lo habían hecho en la vida, aquel hombre era uno de los más importantes y admirados que podían pisar ese suelo.
—¿Dónde está? —se dirigió a uno ellos.
—Señor, lo hemos llevado a la sala grande de interrogatorios, sigue sin soltar ni una palabra.
Ros entrecerró los ojos y dirigió sus pasos hasta la sala, ese cabrón iba a cantar, vaya que si lo haría.
Cuando entró encontró a al famoso anarquista atado a una silla de madera, estaba completamente desnudo y mojado, tiritaba de frío, pero seguía sin hablar.
—¿Vas a hablar ahora? —dijo uno de los inspectores, con una falsa calma.
Observando la negativa de este agarró otro cubo y se lo arrojó al hombre, que casi ya no sentía nada al tener el cuerpo completamente congelado.
Ros conocía y autorizaba la práctica de lanzar cubos de agua helada al sujeto en cuestión, casi todos acababan confesando lo que buscaban, pero ese desgraciado estaba aguantando más de lo que había hecho ningún cautivo en ese cuartel.
El secretario se acercó hasta Romero.
—Así que tú eres la escoria que quiere romper con la paz de mi amada Sevilla. Debes tener unos huevos enormes si piensas que vas a salir de esta sala sin decirnos qué has venido a hacer. No te preocupes, no hay prisa, tengo todo el tiempo del mundo. Lo malo es que en un descuido, a ti se te acabe.
Romero abrió un ojo y lo miró, si no habían conseguido sacarle una sola palabra, no sabía por qué motivo ese hombre trajeado iba a conseguirlo.
Ros se giró hacia los inspectores.
—Traed el garrote vil.
Los inspectores no esperaban esa petición por parte de su superior. Romero tampoco, que se estremeció en su asiento.
—Pero señor, si el preso no es condenado a muerte, su uso está prohibido, dudo que salga vivo de eso si lo utilizamos —dijo uno de ellos.
—Haga lo que le pido, si sale vivo o no, depende de él mismo. Justificaré su muerte en el caso de que ocurra.
El inspector asintió y mandó a tres de los guardias que había en la sala a que buscaran el arma de tortura. Esta estaba en el patio interior que servía para ejecutar presos potencialmente peligrosos y que no podían ser trasladados a ningún penal.
En apenas tres minutos regresaron con el pesado armatoste.
Lo colocaron al lado de la silla de Romero.
—Siéntenlo ahí —ordenó el secretario mientras se giraba para encenderse un cigarrillo que previamente había extraído de su pitillera.
Obedecieron sin rechiste las órdenes de su superior, soltaron al anarquista de su hasta ahora asiento y lo colocaron en la silla del garrote.
Ros, cigarrillo en boca, miró sin pestañear cómo sentaban al detenido y sonrió, le gustaba ese aparato. Su aspecto tosco y simple escondía uno de los instrumentos de tortura más mortíferos y agobiantes que se había inventado jamás.
Algo tan simple como un madero vertical, con una base hecha del mismo material y con un asiento para el ejecutado, provocaba el terror cuando alguien era condenado a sentarse en él. Todos preferían un simple disparo en la frente pues al menos eso acabaría rápido.
Todo el miedo radicaba en la parte de metal del artilugio.
Algo parecido a un collar de hierro, que en su parte posterior contaba con un tornillo que lo atravesaba, además de contar con una bola en su punta que al girarlo podía causar la muerte del reo por rotura del cuello, aunque en muy pocos casos.
La mayoría morían por asfixia.
Colocaron el hierro alrededor del cuello de Romero, que desnudo y todavía mojado miraba con ojos de auténtico pavor cómo ajustaban ese artilugio en su garganta. Había oído hablar en multitud de ocasiones acerca de él, varios compañeros suyos en Barcelona ya habían sucumbido ante tal muerte al ser juzgados en juicios sumarísimos.
Hubiera preferido caer junto a los brigadistas en el cabaret que tener en aquel momento eso rodeándole el pescuezo.
—Señor —dijo uno de los inspectores en voz baja a Ros, casi al oído—, si se nos va la mano acabará tieso, con el cuello partido o ahogado, y nosotros quedaremos sin conocer sus planes y todo esto no habrá valido para nada.
Ros ya había pensado eso, pero si quería arrancar una confesión no había nada mejor que la perspectiva de una muerte inmediata.
—Recemos a Dios para que así no sea, ojalá cante antes de morir —contestó a su subordinado en el mismo tono que había empleado este.
Miró a su alrededor, faltaba una figura muy importante.
—¿Dónde está el verdugo?
—Señor, como no había nada previsto estará en casa, disfrutando de su familia, supongo —contestó el mismo inspector—. Pero no se preocupe, lo haré yo.
Ros asintió y sonrió, le alegró ver que sus hombres eran tan leales como él esperaba.
El inspector se colocó detrás de Romero y agarró el tornillo con decisión, esperaba órdenes de su superior para comenzar a proceder, eso sí, con cuidado.
El secretario se acercó hasta el anarquista, ya no mostraba un gesto tan bravucón como el que tenía hacía un rato, cuando había llegado.
—Aquí tiene su oportunidad de aguantar algo más con vida. Si colabora le aseguro que abogaré en su juicio por una muerte en el paredón, viendo sus circunstancias actuales creo que es lo mejor que le podría suceder.
Romero miró a Ros, pensó en escupirle pero no quiso que le quebraran el cuello de buenas a primeras. Se limitó a callar, debía de aguantar, sabía que si lo mataban perderían toda oportunidad de averiguar qué tipo de complot se llevaba entre manos.
—¿No quieres colaborar? Inspector, comience.
De forma dócil el inspector comenzó a dar vueltas al tornillo, las piernas de Romero comenzaron a tensarse y los dedos de sus pies se pusieron de punta, tocando el suelo con la punta de los mismos. El inspector continuó girando hasta que notó que ya comenzaba a resistirse un poco más el tornillo.
Miró al secretario. Este le indicó con la mirada que lo dejara ahí, quizá un tiempo sintiendo el metal ya bien ajustado a su cuello lo hiciera recapacitar.
—¿Y bien?
Romero, sin disimular su nerviosismo por el color que estaba tomando la situación se limitó a mirar a Ros. Si podía seguiría sin decir nada, confiaba en que sus cábalas fueran correctas y que no lo mataran ahí mismo.
—Siga —ordenó nuevamente.
El inspector asintió y siguió girando el tornillo, consciente de que debía hacerlo firme, ya que ya comenzaba a costar, pero al mismo tiempo con cuidado de que no se le fuera la mano.
Romero se asustó, y mucho, ante lo que sintió a continuación. El hierro comenzó a apretarle la garganta y notó cómo pasaba mucho menos aire por la misma, la sensación de agobio comenzó a apoderarse de él y no pudo evitar empezar a moverse como un poseso motivado por esa misma sensación.
Aun así debía de aguantar.
—¡Vamos!, habla ahora o morirás aquí mismo.
A pesar del agobio, que ya se había apoderado por completo de él, consiguió mirar con ojos desafiantes a su interlocutor. Tendrían que acabar soltándolo o moriría de inmediato y con él todo.
Ros lo miró primero con rabia, para más tarde cambiar por completo su rostro mostrando una sorprendente indiferencia.
—Me he cansado de este juego, rómpele el cuello.
—¿Señor? —el inspector no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos.
—¡Ya me ha oído! Si no quiere hablar, que no hable, pero estoy cansado de este tira y afloja. Que dé explicaciones al demonio, en el infierno. ¡Rómpeselo!
Romero no podía creer la petición del secretario, estaba equivocado al pensar que él sería el vencedor de esa pelea. Quizá motivado por la sensación de que estaba a punto de desfallecer por la falta de aire, comenzó a ladear su cabeza.
—¿Eso es que quieres hablar? —preguntó escéptico Ros—, si es así, mueve la cabeza otra vez.
El catalán lo hizo, necesitaba que le quitaran eso del cuello ya.
—Afloja —dijo un victorioso Ros.
El inspector giró hacia el lado contrario el tornillo al mismo tiempo que resoplaba de alivio. Aquello había estado a punto de acabar muy mal, tanto para el detenido como para ellos mismos.
—Está bien. Recupera el aliento y habla.
Romero, que sintió como de nuevo sus pulmones se llenaban de aire, pensó que aquella era la mejor sensación que había experimentado nunca, pero aun así no quiso dar pie a que se volviera a repetir, por lo que decidió que lo mejor era confesar.
No sabía qué hora era, pero confió en que ya no hubiera modo de desbaratar todo el plan.
7 dí­as de marzo
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml