Capítulo 48
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
Había abandonado la habitación y rehecho la
cama antes de que nadie pudiera percatarse de que habían estado
haciendo uso de ella. Lo que más costó a Carmen durante la noche
anterior, fue reprimir las ansias de gritar que Juan le provocó en
más de una ocasión, haciendo que el éxtasis se apoderara de ambos y
que sus ojos se tornaran blancos en repetidas ocasiones.
Si alguien hubiera visto la espalda del
joven en esos momentos se habría llevado las manos a la boca.
Parecía que salía de encontrarse con un león hambriento que le
había clavado las zarpas.
Regresaron a sus respectivas habitaciones
todavía en una nube, pero sin hacer demasiado ruido. No por lo que
pudieran pensar sus compañeros de aventura, eso les daba igual,
sino por que doña Frasquita o uno de sus inquilinos se diera cuenta
de sus movimientos y los llamaran al orden.
Aquello que acababan de hacer durante toda
la noche, sin estar casados era un atentado contra la decencia y la
moral.
Y aun estando casados casi también.
El grupo entero había acordado no bajar
hasta el mediodía, comerían lo que la dueña estuviera preparando e
irían hasta el almacén en el que ocultaban las armas. Después de
eso irían a ocupar sus posiciones hasta que comenzara la
acción.
Carmen, más que andar parecía que volaba
como un pájaro, aquel hombre le había hecho sentir más en una noche
que todas las satisfacciones de su vida juntas. Aquello era amor,
aquello era amor del bueno. No tenía duda acerca de sus
sentimientos hacia el joven y parecía que él tampoco.
Juan se recostó sobre la cama que tenía
asignada —junto a Manu— dentro de la habitación compartida sin
dejar de pensar en ningún momento en el cuerpo desnudo de la que ya
consideraba de pleno su novia. Las dudas planteadas hacía dos
noches, cuando hablaba con Anselmo en la terraza, se habían
disipado por completo. Estaba convencido de que Carmen era la mujer
de su vida, ni siquiera Conchita se había metido tan rápido en su
corazón y aquello tenía que significar algo.
Aunque eso sí, no la olvidaría nunca.
Sus compañeros todavía dormían, seguramente
les había costado mucho conciliar el sueño ante el flujo de
emociones que seguro tendrían y era normal que aún estuvieran con
los ojos cerrados.
Decidió hacer lo propio y descansar
algo.
Seguro que si hubiera sabido lo que estaba
ocurriendo en Madrid no los hubiera conseguido cerrar en toda su
vida.
Madrid. Esa misma
mañana.
Manuel cerró la puerta tras de sí, estaba
enfurecido pero tenía que templar los nervios. Aquellos malnacidos
tenían que pagar por lo que le habían hecho a su mejor amigo.
Miró a su alrededor, todo estaba desierto,
no había nada que pudiera utilizar a modo de arma excepto piedras,
y no iba a liarse a pedradas con aquellos policías, sobre todo si
no quería recibir un disparo en la sien.
Aquella idea lo paralizó un segundo.
Recordó que López llevaba una cartuchera
vacía, su pistola no iba con él. Lo había visto al agacharse para
ponerle el agua en los pies a su amigo. Puede que su pistola aneara
cerca.
Dirigió su vista hacia el coche en el que
habían venido los cuatro, estaba aparcado cerca de allí. Era negro,
no supo identificar la marca del mismo pues no entendía en absoluto
acerca de coches, no sabía conducir uno y no creía que en la vida
aprendiera.
Imploró a un Dios en el que cada segundo que
pasaba creía menos para que el arma estuviera dentro del
mismo.
Su primer golpe de suerte fue que esos
insensatos hubieran dejado el coche abierto, así no tendría que
hacer ruido al romper cristales ni nada parecido.
Introdujo su cuerpo en el interior del auto,
comenzó a rebuscar por todo en busca de la codiciada arma.
En la parte delantera no hubo suerte, probó
en casi todos los rincones imaginables, pero ni rastro de la
pistola.
Decidió probar con la parte trasera.
Rebuscó entre el asiento a conciencia, nada
que su pudiera asemejar a un revólver apareció entre sus
recovecos.
Probó con el maletero.
Nada.
Resignado ante su suerte salió del vehículo,
echó un último vistazo visual a la parte delantera del automóvil
sin mucha esperanza de nada. Allí vio algo que no había podido ver
antes. Una pequeña manija metálica.
Nervioso introdujo de nuevo su cuerpo en el
coche, tiró de ella sin éxito, así no se abría. Optó por girarla.
Cedió. Un compartimento que no esperaba se mostró ante sus ojos,
mostrando algo que en esos momentos apreció más que cualquier
tesoro.
La pistola de López.
Metió su mano y la acercó hacia su cara,
comenzó a mirarla como el bebé que descubre un objeto nuevo.
Nunca había tenido una en su mano, pero
sabía perfectamente cómo funcionaba, no hacía falta ser un genio.
Volvió a confiar en su suerte para que estuviera cargada. Buscó la
forma de abrir el tambor y la halló sin mucho problema.
Seis balas.
Debía afinar mucho su puntería, si erraba un
disparo seguramente hallaría la muerte a manos de cualquiera de
esos policías, aun así debía de intentarlo, no tenía nada que
perder.
Cerró el tambor y miró la pistola, ahora o
nunca.
Se encaminó de nuevo hacia la entrada del
cobertizo, tan solo tenía una oportunidad de cogerlos desprevenidos
y era actuando raudo, un solo error y todo aquello no serviría de
nada.
Arma en mano suspiró varias veces, nunca
creyó que acabaría agarrando una pistola, pero cuando se levantó el
día anterior tampoco creía que su amigo Felipe iba a morir de
aquella forma tan cruel.
Cruel e injusta.
Miró la punta de la pistola y confió en su
falsa suerte.
Dio una patada en la puerta con todas sus
fuerzas, esta se abrió de golpe sorprendiendo a los tres policías,
que hablaban en voz baja entre ellos y al inspector Giménez, que
estaba pensativo sentado en una silla. El cuerpo de su amigo seguía
tirado en el suelo, como si no tuviera valor alguno para
ellos.
Aunque ya le habían demostrado que en
realidad no lo tenía.
Sin mediar palabra y aprovechando el
desconcierto por aquella entrada comenzó a disparar más concentrado
que nunca. La primera bala fue dirigida al inspector, que acertó de
pleno en su estómago. La siguiente la erró, intentando acertar a
uno de los tres policías de menor rango. Las tres siguientes balas
sí alcanzaron sus objetivos. Los cuerpos del séquito de Giménez
cayeron inertes al suelo, el inspector se revolvía de dolor tirado
en el mismo, chillando como un cerdo al que le acaban de cortar el
pescuezo, esperando su lenta muerte.
Manuel se acercó hasta Federico, que no
podía ni abrir los ojos del dolor que estaba experimentando en
aquellos instantes. Pensó en colocarle las mismas pinzas que habían
acabado con la vida de su amigo, pero él no estaba hecho de la
misma tela el inspector, aunque no pudo negar que no disfrutó
gastando la última bala del tambor en un preciso disparo en la
frente.
El inspector dejó de moverse y Manuel, a
pesar de todo lo sucedido se alegró de que este le hubiera roto el
brazo izquierdo, no el derecho que era el bueno.
Tiró el arma al suelo.
Pensó que debía haber dejado morir al
inspector de una forma lenta, sin darle el tiro de gracia. Pero él
no era así. Él era un pobre diablo que acababa de perder de la peor
forma posible a su mejor amigo.
Comenzó a llorar sin consuelo.