Capítulo 36

 

SEVILLA, 20 de marzo de 1940

 

 

 

La cena les supo a gloria a pesar de que no había demasiado conejo dentro del guiso. En realidad parecía que tan solo llevara un cuarto del mismo, pero hacía tanto tiempo que la mayoría no comía comida caliente que aquello se convirtió en el más rico de los manjares.
Estuvieron acompañados por una pareja asturiana que se encontraba en la ciudad por puro placer. Por su aspecto parecían acomodados pero sabiendo que había decenas de lugares mejores para poder hospedarse en la ciudad, dudaron de si realmente era así o no.
El motivo de su viaje no era otro que el mismo por el que mucha gente peregrinaba a la ciudad por esas fechas: La semana Santa.
Famosa en toda España por la devoción que mostraban los sevillanos ante tales actos, se había convertido en una de las pocas cosas a celebrar en un país mermado por la reciente guerra.
Este año poco a poco se comenzaba a recuperar la normalidad. La guerra acabó pronto en Sevilla, en el año treinta y siete, pero había sido fuertemente atizada por la quema y destrozo de imágenes en el comienzo de la sublevación y aquello se había convertido en un verdadero caos. Ahora comenzaba a encauzarse el río y las hermandades estaban fabricando nuevas imágenes para remplazar las destrozadas, ese año cuarenta se preveía como una procesión preciosa pues muchas cofradías estrenaban santo.
Al terminar la cena decidieron que la mejor opción era la del descanso. Había sido un viaje bastante largo y duro debían de reponer fuerzas cuanto antes, mañana sería otro día y había que planificar mucho.
Todos marcharon a su habitación, Juan y Carmen se despidieron con un largo e intenso beso que hizo que la piel de ambos se tornara como la de una gallina de manera inmediata.
Comenzaron a andar hacia sus habitaciones aunque más que andar parecía que flotaban. Ambos pensaban que más que nunca tenían que cumplir la misión que se les encomendara para poder vivir su amor de forma libre, sin la opresión a la que ahora mismo estaba siendo sometido el país.
Ya todos estaban en sus camas, acostados y pensativos en sus cosas. Juan estaba inquieto, había algo en su interior que lo atormentaba. Decidió levantarse y salir a una pequeña terraza que había visto al final del pasillo, necesitaba pensar en soledad.
—¿Dónde vas? —dijo Manu al verlo dirigirse fuera de la habitación.
—Necesito salir un rato, necesito aire, necesito estar solo.
Manu asintió y no dejó de mirar a su mejor amigo hasta que este salió por la puerta, sabía demasiado bien qué era lo que le atormentaba.
Juan cerró la puerta tras de sí y dirigió sus pasos hasta una barandilla que había frente a él, se apoyó y en silencio miró lo que desde ahí se podía vislumbrar de Sevilla.
La ciudad estaba sorprendentemente iluminada, quizá incluso más que Madrid. Puede que el hecho de haberse afiliado desde un primer momento a la nueva España le hubiera granjeado favores que otros ni siquiera habían podido probar todavía.
Escuchó la puerta a su espalda, no se giró, seguramente sería Manu, que quería preguntar qué le pasaba.
El ruido de unas ruedas girando por el suelo le indicó que se equivocaba.
—¿La echas de menos? —soltó de repente.
—¿Perdón? —contestó sorprendido mientras se daba la vuelta y veía cómo Anselmo lo miraba sin pestañear.
—Ya me has entendido —dijo el mismo tiempo que se colocaba justo a su lado, mirando también hacia las magníficas vistas de la ciudad.
—Sí, mucho, no puedo dejar de hacerlo.
—No debes, hijo, su recuerdo debe perdurar en ti, pero no por ello debes de dejar de mirar hacia delante. Mirar atrás es bueno, pero no apartes un ojo del frente.
Juan pensó detenidamente la frase que Anselmo acababa de decir, sabía que tenía razón en cada palabra.
—¿Cómo sabe que echo a alguien de menos, se lo ha contado su sobrina?
Anselmo sonrió antes de contestar.
—No, no ha hecho falta. Hijo nos parecemos más de lo que crees, veo tu mirada, es la misma que veo cuando me miro al espejo. Yo también echo de menos a mi mujer, a mi hijo, los perdí por mi culpa. No tengo ni idea de qué te ha pasado, pero tienes mi misma mirada, una mirada que al menos yo soy incapaz de perder.
El joven miró a Anselmo con sorpresa, no tenía ni idea de que compartieran tanto.
—Vaya, no sabía...
—¿Cómo la perdiste tú?
—Murió por mi culpa, me retrasé a un encuentro con ella y unos hijos de su puta madre la violaron y golpearon hasta la muerte, al menos pude vengarme y maté a los tres.
—Y dime, ¿te sientes mejor por eso? —preguntó mirándolo directamente a la cara.
—No.
—Lo suponía —volvió su vista de nuevo hacia delante—. La venganza no te la puede devolver, el sentimiento de culpabilidad, menos. Déjame que te dé un consejo, hijo, desde el mismo momento en el que recibí el balazo, comenzaron los porqués, ¿por qué tuve que bajar a fumar? ¿Por qué a mí si yo nunca he hecho daño a nadie? ¿Por qué soy tan desgraciado?, ¿Por qué no morí evitándome un sufrimiento innecesario? Mientras me preguntaba todo eso los días iban pasando, mi mujer no pudo más y acabó largándose de mi lado, mi vida se iba consumiendo. El tiempo iba pasando y yo seguía buscando un porqué. Pero esos porqués no me han devuelto ni las piernas ni a mi familia. ¿Me explico? —lo miró otra vez.
Juan lo miraba con los ojos abiertos de par en par, había tanta verdad en sus palabras... Quizá más de la que había escuchado en toda su vida.
—Entiendo lo que me está diciendo, pero no puedo sacármela de la cabeza.
—Vuelvo a repetirte que no debes, debes quedarte con el recuerdo de que la amabas, lo que tiene que desaparecer es el sentimiento de culpabilidad. Esa sensación no te dejará disfrutar de lo que tienes ahora y de lo que puedes tener en un futuro. Yo he tardado en darme cuenta de que la vida tenía esos planes para mí, pero en el camino lo he perdido todo, ¿me entiendes, hijo? Todo. Créeme que pasarán los años y te darás cuenta de que lo que te digo es cierto, pero para entonces quizá sea demasiado tarde y habrás desperdiciado un tiempo que no recuperarás. ¿Quieres a mi sobrina?
A Juan le sorprendió la pregunta.
—Creo que sí. Aún es pronto para decirlo con seguridad, pero desde luego me ha hecho volver a creer en algo cuando pensaba que nunca jamás lo haría. La miro y todos mis males se espantan, pero cuando no estoy con ella...
—Vuelven los fantasmas.
—Exacto.
—No puedes evitar ciertos pensamientos, sobre todo si es algo reciente, pero sí puedes disfrutar de cada momento con Carmen como si fuera el último, y más pensando lo que se nos viene encima. No seas tonto y vive el momento. Si no lo haces todo pasará y puede que acabes como yo, sin nadie.
—No diga eso, Anselmo, sabe que tiene a su sobrina y por supuesto a mí también me tiene, ahora somos su familia. Le prometo una cosa, si toda esta locura sale bien, nos iremos los tres lejos de todo, a vivir la vida de una manera tranquila, sin sobresaltos ni nada que nos pueda perturbar.
Anselmo comenzó a reír, Juan nunca lo había visto hacerlo de esa manera.
—Hijo, alabo tus intenciones y te lo agradezco mucho, pero vosotros tenéis que vivir vuestra propia historia, olvidaos de cargas innecesarias. Yo estaré bien, no os preocupéis.
—De eso nada, usted es mi familia ahora y no pienso dejarle a su suerte. He abandonado a mis padres, ahora todo lo que tengo es Carmen y ella le tiene a usted, no pienso despojarla de lo único que le queda de su anterior vida. Usted se viene. Y punto.
Anselmo volvió a reír, no se había equivocado con ese muchacho con la primera impresión que le causó, ese chico tenía algo que no tenía el resto de la gente.
Nobleza.
Quedaron un rato más en silencio, mirando a Sevilla, ambos sabían que todo sería distinto a partir de ese viaje.
No podrían estar más en lo cierto.
7 dí­as de marzo
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