Capítulo 25
MADRID,
19 de marzo de 1940
—No puedo creer lo que escuchan mis oídos,
debo de estar alucinando —Manuel andaba de un lado a otro de la
estancia, nervioso.
—Lo siento, padre, pero no hay marcha atrás
—aunque la voz de Manu en alguna ocasión titubeaba, por lo general
se mostraba firme.
Tanto su madre como la de Juan lloraban
desconsoladas, si tuvieran algo, lo darían todo para que sus hijos
no marcharan rumbo a lo desconocido, a hacer a saber qué.
Juan miraba sin pestañear a su padre. Felipe
permanecía callado, pensativo, sin decir una sola palabra. No la
había dicho desde que ambos jóvenes habían decidido contar lo justo
a sus familias. No podían desaparecer sin más, el sufrimiento y la
agonía que pasarían sería terrible y no podían hacerles eso. Se
habían limitado a contar que partirían al mismo alba, no podían
decir dónde por la propia seguridad de las familias y, que si
volvían, España sería un lugar mejor para vivir. También habían
comentado que nada ni nadie les haría cambiar de opinión.
La decisión estaba tomada y era firme.
Manuel detuvo sus pasos, conocía a su hijo,
siempre había sido un niño escuálido, poquita cosa comparada con
los bestias de los hijos de sus amistades más inmediatas. Apenas
jugaba en la calle con los demás, era evidente que se sentía
diferente al resto de los muchachos. Cuando a los catorce años los
chavales ya comenzaban a decir tonterías a las niñas, el permanecía
callado, avergonzado, parecía muy incómodo ante esas situaciones.
Estaba de más el pensar que sus gustos no eran iguales.
A pesar de esa aparente inseguridad que
mostraba en algunas ocasiones, Manuel sabía de sobra que su hijo
era todo lo contrario, una persona decidida, comprometida con sus
ideas. Así lo mostró cuando un día, cuando este contaba con tan
solo quince años de edad, lo sentó en ese mismo sillón viejo que
ahora ocupaba su desolada madre y le confesó que en realidad a él
no le atraía el sexo femenino.
Manu se quedó mirándolo esperando quizá una
reacción de furia por parte de su progenitor, pero su reacción fue
toda la contraria. Manuel se irguió y sin mediar palabra asestó a
su hijo el mayor de los abrazos. Este valoraba la valentía, por
encima de todo y qué más le daba con quién decidiera compartir el
colchón. Ese comportamiento de su hijo, al descubrirle de verdad
quién era, le dijo todo acerca de él.
Por eso sabía que sus decisiones siempre
eran firmes y si había decidido partir, nada ni nadie le haría
cambiar de opinión.
—Padre, ¿usted no dice nada? —preguntó Juan
con miedo a la reacción de su padre, aunque en el fondo sabía que
lo iba a comprender.
Felipe suspiró hondo, ¿qué le podía decir a
su hijo si desde el día anterior él y Manuel ponían en juego la
integridad de sus familias con el tema del estraperlo? ¿Acaso tenía
la suficiente autoridad moral para poder recriminarle algo a su
hijo después de sus propios actos? La respuesta era un «no»
rotundo.
—No puedo decirte nada, hijo, eres dueño de
tus propias decisiones. Hace un par de años sí te hubiera dicho un
par de cosas, pero ahora, mírate, eres un hombre, y como hombre que
eres debes de ser consecuente con tus decisiones. Estoy seguro que
no es algo que hayas pensado a la ligera, lo habrás meditado bien y
si así quieres proceder, lo respeto. Solo espero que tengas cuidado
en lo que sea que vayáis a hacer, me gustaría volver a veros.
Juan miró a su padre sorprendido por las
palabras de este, no sabía cómo reaccionar pues lo dejó
completamente descolocado, por lo que con toda la simpleza del
mundo, se dejó llevar.
Dio dos pasos adelante y se abalanzó sobre
él, abrazándolo como si no hubiera un mañana. Su padre al sentir el
calor de su hijo y el ímpetu con el que este le ofrecía todo su
cariño, no pudo evitar llorar como si de un niño pequeño se
tratara. Juan no dudó en hacer lo mismo.
Todos los allí presentes imitaron al padre y
al hijo.
Carmen apenas había hablado durante toda la
cena, al contrario que su madre que no paraba de charrar ella sola,
aunque en verdad nadie la hacía verdadero caso. El padre de la
joven la miraba preocupado, esta casi no probaba bocado, en
realidad lo único que hacía era jugar con su tenedor dentro de un
plato de rico hervido que les había preparado la asistenta y
parecía preocupada por algo, al menos sus ojos así lo parecían
mostrar.
—¿Ocurre algo, hija? —preguntó de sopetón,
sacando a esta de su ensimismamiento y al mismo tiempo cortando la
intensa charla que tenía su madre con ella misma.
—¿Eh? —Carmen no sabía ni qué le había
preguntado.
—Digo que si te ocurre algo.
Carmen intentó disimular lo mejor que pudo
el nerviosismo que le impedía echarse un bocado. Tenía el estómago
completamente revuelto y aunque lo hubiera intentado no hubiera
conseguido que nada del plato entrara en su interior.
Demasiadas emociones juntas en un solo
día.
—No... qué va... es solo que tengo el
estómago algo revuelto, creo que no me ha sentado bien la comida,
¿puedo con vuestro permiso retirarme a mi cuarto a descansar? Ha
sido un día largo y he andado mucho empujando al tío, que pesa
bastante aunque no lo parezca—emitió una sonrisa nerviosa.
—Está bien —dijo su padre no demasiado
convencido—, no importa, retírate y descansa, hija.
Carmen colocó la servilleta de seda que
tenía colocada encima de sus muslos encima de la mesa y con una
sonrisa muy forzada se despidió de sus padres.
La puerta de su habitación se cerró tras
ella, apoyó su espalda en la misma y suspiró. Todavía no tenía
decidido cómo actuar en lo referente a decirles algo o no a sus
padres. La relación con ambos era muy distinta. Sabía que su madre
la quería, de eso no tenía duda, pero parecía que en ocasiones le
importaba mucho más la imagen que daban de cara al exterior que el
propio bienestar de su familia.
Mantenían una relación afectuosa pero no
quizá la esperada por una madre y una hija. Ambas casi ni hablaban
de cosas que de verdad importaran, tan solo de asuntos
intrascendentes que servían para que al menos mantuvieran una
conversación de vez en cuando.
Con su padre era distinto.
Su carácter, en muchas ocasiones, era
difícil, no era complicado encontrarlo de mal humor y con una tez
agria. Pero tampoco era complicado domarlo, Carmen sabía cómo. Ella
era la niña de sus ojos y él no lo ocultaba. Bien era cierto que la
estaba obligando a hacer cosas que realmente ella no quería, pero a
pesar de no contar con los sentimientos de la joven, no cabía duda
que lo hacía por su propio bien. Ambos se adoraban en silencio, no
lo manifestaban muy a menudo pero estaba de más el decir que era
así.
Por ambos le dolía la decisión que había
tomado, pero era evidente que su pesar se decantaba más por la
parte de su padre que por la de su madre.
Respiró hondo en varias ocasiones, acudió a
su armario para desvestirse y colocarse un pijama. Necesitaba
aparentar que todo iba bien y que iba a ser una noche más.
Pensó en Juan y sintió un enorme recorrer de
hormigas en su estómago, estaba claro que no iba a ser una noche
más.
Se metió en la cama y esperó a que la casa
quedara en silencio, signo inequívoco de que sus padres también se
habrían encamado.
Esperando sonó un leve golpe de nudillos en
su puerta.
—Adelante —dijo esta sorprendida.
Era su padre.
—Hola, hija. Me he quedado preocupado
durante la cena, ¿seguro que no ocurre nada extraño? —preguntó
arqueando una ceja.
—Claro, papá —mintió—, no pasa nada, ya te
digo, solo estoy cansada y algo revuelta, mañana mismo estaré mucho
mejor —mintió mucho más.
Su padre la miró fijamente, a pesar de las
palabras de esta, notaba algo en su expresión que no era real.
Sabía que le ocultaba algo, pero si ella no quería decírselo debía
de respetarla, por mucho que le pesara eso.
—Está bien, hija, que descanses —comentó
mientras reculaba y volvía a cerrar la puerta.
—¡Papa! —exclamó Carmen sin pensarlo dos
veces.
Su padre asomó de nuevo la cabeza.
—Sabes que te quiero, ¿verdad?
A su padre le sorprendió lo que acababa de
decir su hija, por supuesto que sabía que lo quería. No era ese el
motivo de su sorpresa, sino el hecho de que se lo soltara así, sin
más.
—Claro que lo sé.
—Y tú me quieres, ¿verdad?
Aquello cada vez era más extraño.
—Por supuesto, ¿a qué viene todo esto?
—Dímelo por favor, papá, dime que me
quieres.
—Te quiero, hija, de eso no tengas duda. Te
quiero más que a mi propia vida, ¿es que no lo tienes claro?
—Claro que sí, pero necesitaba oírlo —dijo
sonriéndole e intentando evitar que un río de lágrimas fluyera por
su rostro.
—Muy bien, hija —comentó extrañado por el
momento vivido—, que pases buena noche, mañana espero que estés
mejor y sonrías, como siempre.
Dicho esto cerró la puerta. Carmen no pudo
aguantar más el llanto. Saber que no había realmente un mañana para
ellos dos la estaba destrozando por dentro, ni siquiera la emoción
de saber que en unas horas se iba a reunir con la persona capaz de
dejarla sin respiración podía hacer que la pena por dejarlo todo
atrás no estuviera latente.
Se levantó de la cama y decidió cómo
despedirse de sus seres más queridos. Quizá no era la forma más
valiente, pero al fin y al cabo era una manera de hacerlo.
Agarró papel y una preciosa pluma que le
regaló su tío en su nueve cumpleaños. Comenzó a escribir lo que
sería su despedida.
No pensó lo que escribía, ni siquiera se dio
cuenta que con ella se ponía en un grave peligro.