Capítulo 1
MADRID,
sábado 18 de Julio de 1936
Al escuchar la noticia en Unión Radio se sintió más inquieto de lo normal.
Las palabras del locutor del noticiario sonaban forzadas. Dejaban
bien claro que el texto se había escrito en un acto desesperado de
auto convicción, mostrando que no pasaba nada que no se pudiese
arreglar. No parecía que aquello fuese otro intento sin sentido de
revuelta como el protagonizado por el general Sanjurjo hacía tan
solo cuatro años, la comúnmente conocida: Sanjurjada.
La mayoría de los allí presentes bromearon
ante tal mensaje de tranquilidad. Algunos ya lo habían escuchado
por la mañana temprano y no dieron importancia al hecho de que a
las cinco de la tarde volviesen a repetirse las mismas frases letra
a letra. Tampoco dieron importancia a que aquella fuese la quinta
vez que se emitía a lo largo de ese día. Creían de principio a fin
cada una de las palabras escuchadas.
Pero él no lo hizo.
Anselmo Salinas se consideraba a sí mismo un
madrileño de pro. A lo largo de sus cincuenta y ocho años de vida
había vivido ya demasiadas cosas y, gracias a eso, había generado
una cierta inquietud por todo lo que ocurría a su alrededor. Cada
día, casi sin eludir una cita, recorría la pequeña distancia que
separaba el kiosco de su amigo Manolín de su domicilio, situado en
pleno centro de la capital española, para comprar la prensa e
informarse de cómo estaba el mundo en aquellos momentos. Ese día
fue distinto. Siguiendo las indicaciones del doctor, guardó cama
durante la mañana. Un mal resfriado —palabras textuales del
médico—, había provocado en él una fiebre alta en los días
anteriores que había hecho que ese día cambiara de rutina,
impidiendo así enterarse de nada.
Pagó su café despidiéndose a la vez de Paco,
el simpático dueño del bar. Este charlaba animadamente con dos
parroquianos acerca de lo del mensaje que acababan de escuchar y no
cesaba de criticar la noticia. Lo hacía a la vez que reía mostrando
los huecos de los dientes que le faltaban en la boca.
Salió del establecimiento con su curiosidad
a pleno rendimiento y dirigió sus pasos hacia el kiosco. Sabía que
a Manolín todavía le quedarían ejemplares por vender, ya que ni por
asomo conseguía desprenderse de las pocas unidades que traía día a
día a su negocio.
Durante el trayecto observó como un grupo de
niños vestidos con chalecos de rombos y pantalón corto jugaban
dando patadas a una pelota de goma en plena calle de la Gran Vía.
No les importaba el asfixiante calor que azotaba la capital a lo
largo de todo el día, ni mucho menos los coches pues apenas podrían
pasar unos tres o cuatro en toda la jornada. Otros chavales, en
cambio, sentados cerca del improvisado terreno de juego comían
algunas chucherías tales como pipas de girasol y chochos, que era una especie de chufas muy ricas y
que tenía muchísimo éxito entre los más pequeños. Ver niñas en la
calle era algo menos común, pues su diversión solía transcurrir en
sus casas jugando a cocinitas con cientos de cacharros imaginarios,
pero no imposible, pues muy de vez en cuando podían verse en grupo
con sus muñecas de trapo y sus peponas de largas trenzas.
Anselmo no pudo evitar pensar en la suerte
de esos niños pues apenas eran conscientes del mundo en el que les
había tocado vivir. Él anheló estar ajeno a todo, tal y como ellos.
Deseó que su única preocupación fuera jugar y crecer más o menos
feliz. Pero no, no era así. Rumores de malestar militar llegaban
por doquier y esta vez parecían algo más serios que en anteriores
ocasiones. Quizá por eso, su desasosiego iba en aumento.
—Buenas tardes, Anselmo —dijo Manolín con la
mirada aburrida al no tener demasiado trabajo—. Pensé que algo te
había pasado esta mañana al no dejarte caer por aquí. Ya me tenías
preocupado, sabes que gracias a ti mi familia todavía puede comer
pan de Viena todos los días.
Manolo González tenía aspecto de bonachón,
era la opinión popular, pero tan solo los que tenían la suerte de
conocerlo a fondo, como Anselmo, podían no sólo confirmarlo, sino
añadir que quizá fuese una de las mejores personas que cualquiera
podía tener el gusto de tratar. Su cara redonda hacía juego con su
no menos circular cuerpo. Muy entrado en carnes, a Manolín no le
importaba admitir que lo suyo era el buen comer, siempre que
tuviese algo que llevarse a la boca claro estaba. Sus evidentes
canas, unidas a su desairado cabello y descuidada barba de pocos
días, quizá mintieran acerca de su verdadera edad, pues aparentaba
algunos más de los cincuenta y cinco años que realmente tenía. Su
kiosco, legado de su padre era, aparte de una estupenda mujer y dos
hijos maravillosos, lo único que tenía.
—Buenas tardes, Manolín —respondió
cortésmente—. Tienes razón en eso de que no suelo faltar, pero un
pequeño resfriado sin importancia ha evitado mi fiel visita. Por
favor, dime que aún te quedan diarios.
—Ojalá tuviese que decirte que no mi querido
Anselmo, sería un día grandioso. Pero bueno, ya sabes cómo funciona
esto, demasiado tengo con poder sobrevivir —hizo una pequeña
pausa—. Veo en tus ojos algo de inquietud, supongo que por lo mismo
que yo la tengo.
—Así es, Manolín, pienso que esto no es otro
intento descoordinado.
—En el fondo lo temo aunque en realidad no
sé qué pensar, supongo que al final será otra Sanjurjada. Toma, anda, échale un vistazo a esto
—dijo mientras le ofrecía un ejemplar del Abc y otro del diario Heraldo
de Madrid.
A Anselmo le gustaba anunciarse a los ojos
del mundo como una persona apolítica, pero entre los que más lo
conocían sabían que en el fondo era un republicano de izquierdas
moderado que ocultaba tal inclinación simplemente para que no le
etiquetaran de una cosa o de la otra. Era consciente de que eso
estaba de moda en aquellos días. A pesar de abalanzar sus ideas
hacia la izquierda, no se privaba de comprar un diario de cada
ideología. Pensaba que siempre era bueno contrastar las
informaciones para así acercarse de la forma más verídica a la
realidad de la noticia.
Siempre pensó que todo era mejor verlo desde
dos puntos de vista. Aunque ni con esas estaba seguro de conocer
siempre la verdad de primera mano.
Lo primero que leyó fue el titular de la
portada del diario Heraldo de Madrid, de
clara influencia izquierdista.
La República, que es la
ley, necesita de todos, ¡A defenderla!
El titular no dejaba lugar a dudas. Un
asalto al cuartel de Melilla había sido perpetrado y el gobierno no
estaba dispuesto a dejar que se extendiese. Culpaba del mismo a una
pequeña parte del ejército de Marruecos pero no le daba más
importancia que a una mínima rebelión e instaba a los españoles a
permanecer en la calma y en la unidad ante tal afrenta.
Seguidamente observó la portada del
Abc, correspondía a una edición de última
hora ya que la noticia había llegado a su redacción al cierre del
diario.
El gobierno habla al
país por «radio» de un movimiento militar en Marruecos.
Anselmo, después de leer el titular continuó
con la redacción de la noticia. En ella, se hacía alusión al mismo
mensaje que acababa de escuchar en la radio hacía unos minutos. Se
informaba de que un pequeño grupo de militares había osado a
declararse en guerra contra la unidad nacional, pero que estaban
seguros de que el asunto no iba a trascender más y que en el
territorio peninsular nadie se atrevería a seguir los pasos de los
insurrectos. Llamaban a la calma pues la situación estaba
totalmente controlada y no iba a pasar a más.
—¿Qué piensas de esto, Anselmo? —dijo el
kiosquero sacando a este último de su lectura.
—Algo no anda bien. Los rumores de una
planificación a gran escala son reales y me temo que algo muy
oscuro está por venir.
—Hombre... yo pienso también que todo esto
es muy raro, pero de ahí a una sublevación a gran escala... va
mucho... quizá esto que nos anuncian sea cierto y todo quede ahí,
en un pequeño motín.
—Hazme caso, Manolín. Espero no tengamos que
acordarnos de esta conversación dentro de unos días, pero todos mis
sentidos me dicen que no es un pequeño motín como dices. Se habla
de generales muy experimentados preparando la sublevación, suenan
nombres como el del general Mola. No sé si has oído hablar de él,
pero por lo que sé es un hombre ambicioso, dudo que puedan
conformarse con una pequeña reyerta.
El semblante del amable kiosquero se tornó
en preocupación casi de inmediato.
—Mira, no sé ni puedo saber cómo acabará el
asunto, pero por favor, te voy a pedir una cosa por la amistad que
nos une: No abras mañana el negocio, es más, no lo hagas hasta ver
cómo se desarrollan los acontecimientos.
—¿Estás loco? —dijo Manolín con evidente
molestia en su tono— Mira, Anselmo, con todos mis respetos, mi
familia no está acomodada como la tuya y para mí cada día es un
reto nuevo que afrontar. Tengo que darle de comer a mis hijos y el
cierre de mi negocio, aunque sea por unos pocos días, me supondría
la ruina total. ¡No puedo hacer eso!
—Yo correré con los gastos de esos días de
cierre, tienes mi palabra de honor, pero enciérrate en tu casa con
tu mujer e hijos. No salgas a la calle bajo ninguna excusa,
escuches lo que escuches. Piensa que a pesar de ser una ciudad
grande aquí prácticamente nos conocemos todos y sabemos de qué pie
cojea cada uno. Eso nos puede meter en un lío.
—Pero, ¿qué problemas te van a traer a ti?
Todo el mundo en la capital conoce a tu familia y sabe que es de
derechas. Aunque tú seas un bicho raro dentro de tu propia estirpe
y te seduzcan más las ideas liberales, pienso que no tendrías
problema alguno si algo pasase.
Anselmo negó con la cabeza en repetidas
ocasiones. Estaba nervioso. Muy nervioso.
—Eso es algo que no podemos saber —insistió—
Pero por si acaso, por favor, hazme caso, de verdad. Desearía en
una semana reírnos del pobre intento de esos torpes militares, pero
me temo que no va a ser así.
El kiosquero desvió durante unos instantes
su mirada de la de Anselmo y comenzó a sopesar las palabras de
éste. Quizá tuviese razón. Puede que en esta ocasión todo fuese
distinto y las tranquilas calles madrileñas se impregnaran del
horror de un enfrentamiento abierto. Posiblemente su honestidad al
manifestar sus ideas liberales cada vez que alguien se acercaba a
su negocio a comprarle cualquier artículo tan solo le trajese
problemas mientras las aguas estuviesen revueltas. Si era verdad
que el tal general Mola —aunque en realidad no había escuchado
hablar de él— estaba detrás de ese motín, el asunto podía ser mucho
más serio de lo que les querían hacer creer y algo muy peligroso
estuviese a punto de desencadenarse.
—Está bien —dijo apesadumbrado—, tú ganas.
Quizá mientras no nos aseguren de que todo es una pequeña
insurrección sin importancia debería tomarme unas vacaciones.
Total, hace un calor que no hay quien lo aguante y nadie se acerca
aquí. Cada vez viene menos gente. Pero te juro que como cierre tan
solo por tus ideas disparatadas, me vas a pagar un mes entero de
sueldo y no voy a tener ningún reparo en gastarme la mitad de tu
dinero en buen vino.
Anselmo no pudo más que sonreír ante las
palabras de su amigo, ni los mayores problemas del mundo podían
aplacar su gula.
Miró hacia el horizonte y observó como un
tranvía hacía su recorrido cargado de gente ataviada con sus
mejores galas. Algunas, incluso cantando la popular versión que
entonaban los madrileños de la canción Mi
Jaca, dedicada al considerado patético cartel que los
seguidores del político de la CEDA Gil Robles habían colocado en la
Puerta del Sol, aspirando a conseguir trescientos diputados en las
elecciones que decía así: «Mi jaca / galopa y
corta el viento / cuando va por los trescientos / caminí... to del
poder". Envidió profundamente a esas personas, ajenas a la
preocupación que, con cada vez más fuerza, se cernía sobre sus
pensamientos. Igual que los niños de antes.
Deseó con todas sus fuerzas que esa estampa
no dejase de repetirse nunca en su amado Madrid.
Algo le decía que no iba a ser así.
Los tres años siguientes a aquél caluroso
dieciocho de julio tan solo le dieron la razón.