Capítulo 54
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
Los tambores ya podían escucharse.
El sonido ya no parecía tan lejano y con
cada golpe que se daba, el nerviosismo en su interior crecía. La
familia no le estaba dando problema alguno, es más, hasta
consiguieron charlar sobre algunos temas banales. Juan descubrió
que, a pesar de parecer que eran pudientes, no estaban para nada de
acuerdo con el nuevo régimen.
El padre del niño, que Juan descubrió al
poco rato de estar ahí que se llamaba Miguel, había sido un
activista republicano durante el primer año de la guerra de forma
clandestina. Había conseguido ser tan sigiloso en sus movimientos
que nadie sabía realmente si había ayudado a un bando o a otro. La
gente, al ver que tenían dinero, dio por hecho que eran de derechas
y los habían dejado en paz.
El joven miró por la ventana, no dejándose
ver más de lo necesario por si un francotirador lo avistaba. Pensó
varias veces si eso era posible, ¿qué mas daba que estuviera
asomado en un balcón? Vio como en casi todos había gente, realmente
parecía más sospechoso que no hubiera nadie. Por si acaso decidió
no tentar a la suerte y permanecer oculto a los ojos de
todos.
Además, desde su posición tenía localizado a
Anselmo, al que veía completamente impasible y a todos los
componentes del grupo de las granadas, incluida Carmen, algo que lo
tranquilizaba sobremanera.
Los tambores seguían sonando, cada vez el
ruido se hacía más latente.
Ya estaban llegando.
Ya solo quedaban minutos para actuar.
Carmen escuchaba el sonido de los tambores
como si de una cuenta atrás se tratara. Cuanto más cerca resonara
cada golpe, más cerca estaba la hora de actuar.
Palpó la granada, la tenía oculta bajo su
falda. No se le ocurrió mejor lugar para que no llamara la
atención.
Miró hacia el palco, reconoció uno de los
rostros que lo acababa de ocupar. Se trataba del ministro Serrano
Súñer, conocido popularmente con el sobrenombre del cuñadísimo, por ser el cuñado de doña Carmen Polo.
Si Serrano ya ocupaba su lugar dentro del palco, Franco no tardaría
en hacerlo.
Se giró, fijó su vista en el edificio en el
que estaría esperando paciente Juan, sonrió con dulzura pues sabía
que en aquellos momentos él la estaría mirando fijamente.
Agustín pudo llegar por fin a la plaza, no
cabía un alma en la misma, pensó que sin duda era la mayor
aglomeración de gente que había visto en toda su vida. Eso no
facilitaba las cosas, ante tanta multitud le iba a resultar harto
complicado encontrar a su prometida.
Aun así no desistió, sabía que estaba ahí,
que seguramente no se movería hasta que pasara la procesión por ese
punto, y para eso aún quedaba, poco, pero quedaba.
Los tambores resonaban cercanos, no debía
faltar demasiado para que los cofrades desfilaran por aquel
lugar.
Comenzó a andar apartando gente, lo bien
vestido que iba le daba derecho a dar empujones a la chusma que
había ahí de pie. Sólo esperó no coger algún tipo de enfermedad
pues esa gente pobre tendría de todo tipo de problemas de
salud.
Giró sobre sí mismo, elevándose sobre sus
pies para poder tener una perspectiva mejor. Justo cuando estaba a
punto de poner su vista sobre la fuente en la que Anselmo estaba
apostado, un griterío comenzó a sonar de manera imprevista.
Los gritos de «arriba España» se sucedían
una y otra vez, veía a la gente emocionada y no comprendía qué
pasaba.
Cuando la gente comenzó a cantar el
Cara al sol al unísono, dirigió su vista
hacia el frente, ahí lo comprendió todo.
Carmen sintió que le flaqueaban las
piernas. Tal y como había ordenado su tío al trazar el plan de
actuación, entonaba el popular himno para que nadie pudiera
levantar sospecha sobre ellos. Tenían que hacerse pasar por
ciudadanos de a pie que venían a ver la procesión del Santo
Entierro y al mismo tiempo poder ver de cerca al caudillo, al gran
liberador de la patria.
Sin dejar de entonar el canto, miró hacia
atrás, su tío seguía con la misma mirada impasible, solo que
cantando al igual que lo hacía toda la plaza entera. No debía de
quedar mucho para que este diera la orden de actuación.
Juan escuchó cómo la gente cantaba y no pudo
evitar asomar algo más la cabeza a través de la ventana del balcón,
todos parecían borregos siguiendo a su pastor.
Lo que ninguno parecía darse cuenta es que
el pastor los estaba conduciendo a una miseria extrema y a una
paupérrima calidad de vida.
Acarició con su dedo índice el fusil.
Parecía que la hora de usarlo estaba llegando, no sabía siquiera si
sería capaz de impactar una sola bala en el palco en el que el
caudillo saludaba ahora a la población. De pequeño no tenía tan
mala puntería, junto a otros niños tiraba con cierto tino piedras a
las gallinas. Pero comparar eso con disparar un MP-38 sería como
comparar la Segunda República con aquello que estaban viviendo
ahora.
Además, Antonio les había dicho que tuvieran
cuidado con el retroceso, no tenía ni idea de lo que era el
retroceso, pero no sonaba nada bien.
—Por favor, ahora os pido completo silencio
y no os asustéis por lo que voy a hacer, cuando tengáis que
explicarle esto a vuestro hijo, decidle que todo era un
juego.
La familia capitaneada por Miguel asintió
con asombro, no tenían ni idea de qué iba a venir a continuación,
pero con esa arma ahí nada bueno tendría que ser.
Juan continuó mirando hacia la ventana, sin
quitar ojo de Carmen. Sólo le importaba su seguridad, sería capaz
incluso de saltar desde el tercero si por un casual necesitara su
ayuda.
Lo que no imaginaba es que la iba a
necesitar tan pronto.