Capítulo 23

 

MADRID, 19 de marzo de 1940

 

 

 

Felipe y Manuel salieron a la calle con las piernas temblorosas, comenzaba la segunda fase del plan y, si la primera era peligrosa, esta no se quedaba atrás.
Nada más salir al portal miraron a un lado y a otro, debían de cerciorarse que no había nadie vigilando hacia su vivienda, que todo continuaba tan normal como cabía esperar dentro de unos tiempos tan anormales.
Sus cuerpos iban cubiertos de alimentos de primera necesidad que ellos habían considerado sobrantes de lo que precisaban para poder subsistir, al menos durante dos semanas. Por sugerencias de su contacto los llevarían a una tienda de ultramarinos no demasiado lejana del punto en el que residían y lo venderían casi a precio de oro, obteniendo un gran beneficio y permitiéndoles poder ganar algo de dinero. Viendo la situación actual de ambos desde luego no les iba a venir nada mal.
Ninguno estuvo de acuerdo en un principio en hacerlo así. Habían criticado con dureza esos comportamientos en la nueva España en la que vivían. Les repugnaba la gente que hacía eso mismo que iban a hacer ellos, pero comprendieron que las circunstancias de las personas cambiaban constantemente. Las suyas no podían haberlo hecho más.
Pensaron casi al unísono que si todo iba bien no deberían correr ese riesgo por demasiado tiempo. Al precio que se pagaban los alimentos en el mercado negro, con cinco o seis viajes más a Arganda tendrían suficiente para ir tirando unos meses. Tras eso emprenderían la búsqueda de un trabajo dentro de los límites de la ley. Un trabajo que les dejara dormir por las noches sabiendo que al menos no estaban expuestos a ese tipo de peligros.
Aunque eso no fuera una garantía de seguridad real.
Volvieron a mirar a un lado y a otro, tan solo un par de viejos sentados en un banco charlado y una vieja cosiendo viejos harapos eran las personas que en esos momentos había en la calle. Con decisión comenzaron a andar en dirección al dinero.
Lo que no sabían era que sí había unos ojos clavados fijamente en ellos.
Quizá los peores ojos de todo Madrid.

 

 

 

—¿Dónde quieres que vayamos? —preguntó nervioso Juan nada más salir del edificio.
—No sé, decide tú —contestó una no menos nerviosa Carmen.
—Verás, no conozco demasiado Madrid, apenas me he movido por el barrio en el que vivo y un poco por la zona en la que vives tú, toda esta zona ni la conozco.
—Vaya, pensaba que eras oriundo de aquí —comentó esta sorprendida al darse cuenta de que en realidad no sabía nada del joven.
—No, apenas llevo un par de meses aquí, mi familia y yo nos mudamos desde un pequeño pueblo de Alicante. Rafal, se llama.
—Bonito nombre el de tu pueblo, entonces te queda mucho por ver —dijo divertida ante la afirmación del joven—, ¿no conoces la puerta del sol?
Juan negó con la cabeza.
—Increíble, vamos.
Comenzaron a andar. Caminaban a una distancia lateral prudente entre uno y el otro, con miedo a que si con el roce saltaran chispas de electricidad como lo hacía cada vez que se tocaban. Ante el desconocimiento de Juan sobre la zona, Carmen decidió hacer de guía para intentar impresionar al joven que de una manera muy curiosa no dejaba de mirar a un lado y a otro.
—Mira, Juan, esta plaza se le conoce como la Plaza del Callao, acaba de terminarse la construcción. Si no me equivoco les ha llevado casi 30 años el construirla, ya que el proyecto de la avenida José Ant... —se paró en seco para rectificar sus palabras—, de la Gran Vía, les ha obligado a retrasarla. Ahora continuaremos por la calle Preciados.
Juan escuchaba con atención las explicaciones de la joven, desde luego no era solo fachada, Carmen albergaba en su interior una inteligencia inaudita para una mujer en los tiempos que corrían, al menos las que él había conocido hasta la fecha. La única preocupación que podía tener una mujer de la nueva España era la de encontrar un buen marido que las alimentara mientras ellas les daban hijos y hacían las labores del hogar.
Pero Carmen no.
Era diferente a todo lo que había conocido. Inteligente, decidida, preciosa, un poco alocada como había demostrado ya en alguna ocasión. Juan no dejaba de preguntarse por qué no todas las mujeres eran así, el mundo sería un lugar distinto, pero luego comprendió que eso no podía ser así, que Carmen tenía que seguir siendo única.
—Esta es una de las calles más comerciales de todo Madrid, como puedes ver.
El joven comprobó como así era, decenas de tiendas copaban paralelamente toda la calle, muchas de ellas con toldos identificativos. Sastrerías y camiserías ganaban por goleada en relación a los otros establecimientos.
—¿Ves ese establecimiento de ahí?
—Sí —Juan hizo un esfuerzo tremendo para ver qué ponía en el letrero. Había aprendido a leer gracias a un maestro de su pueblo que había puesto todo su empeño en niños que él mismo considerara con potencial, pero la falta de práctica y lo extraño de las letras del cartel, hizo que le costara algo más de lo habitual su lectura. Aun así lo consiguió—, pone... «El Corte Inglés», ¿no?
—Así es. Ahora mismo es una sastrería, bastante antigua por lo que parece, pero mi padre me ha comentado que un amigo suyo que acaba de regresar a España la ha comprado para hacer de ella uno de los negocios más importantes de todo Madrid. Su nombre es Ramón Areces y dicen que es un monstruo de los negocios. Por lo que me han contado estoy segura que este sitio va a dar que hablar, y no poco. Por cierto, ¿ves ese edificio con reloj que se ve al final?
Juan asintió.
—Es la puerta del sol, primera parada de nuestro particular viaje.
A Carmen se la veía disfrutar realmente. Estaba encantada de mostrarle a Juan un lugar al que amaba tanto. Además, veía en la mirada del joven una ilusión tremenda por descubrir lugares nuevos, no podía creer que no conociera todo aquello todavía, eran lugares tan tremendamente famosos en todo el país que le era inconcebible.
Nada más acceder a la Puerta del Sol, Juan abrió la boca de par en par, había esperado algo majestuoso, desde luego, pero aquello escapaba de todo lo que había imaginado hasta el momento. Era sin duda el lugar más increíble que había visitado en toda su existencia.
La cantidad de gente andando por la ella se había multiplicado por diez, nunca había visto semejante concentración de personas andando por un mismo lugar. Varios coches de la policía estaban aparcados frente a un edificio de aspecto sobrio, supuso que era una dependencia del cuerpo. Muchas personas compraban en las decenas de puestos ambulantes que había a lo largo del emplazamiento, la venta de almendras garrapiñadas parecía estar presente en todos ellos. Varios cafés en los que personas exquisitamente vestidas tomaban algo sentadas en sillas de metal, muchos de ellos puro en mano, flanqueaban los accesos a la misma. Una de las cosas que más llamó la atención a Juan fue el enorme cartel en el cual se podía leer «Tío Pepe, sol de Andalucía embotellado, Gonzalez Byass».
Ese lugar era increíble.
—Ese edificio tan grande, el del reloj, es el edificio más antiguo de toda la Puerta del Sol, es la Real Casa de Correos. Tiene casi 200 años.
—Es precioso —comentó Juan sin poder cerrar la boca mientras lo miraba.
—Si supieras para lo que se usa ahora quizá cambiaría tu visión sobre el mismo.
—¿A qué te refieres?
—Ahora mismo es la sede de la Dirección General de Seguridad. Básicamente se dedican a torturar a gente ahí dentro, no hacen otra cosa. Dicen las malas lenguas que mucha gente ha muerto en su interior, no pudiendo resistir la gravedad de las torturas, me da asco solo pensarlo.
Juan volvió a mirar el edificio sorprendido ante la revelación de Carmen, tenía razón, a pesar de que la arquitectura del mismo le seguía fascinando, ya no lo miraba con los mismos ojos.
—¿Quieres que comamos unos barquillos? Es la hora de comer ya y, no sé tú, pero mis tripas resuenan mucho. Conozco un puesto donde los tienen buenísimos, no te preocupes, yo invito —dijo al mismo tiempo que le hacía un guiño con el ojo.
Al joven le llamó la atención el atuendo del vendedor del pequeño puesto en el cual se había detenido Carmen. Iba vestido con un pantalón negro y una camisa blanca, hasta ahí todo normal. Lo que llamó su atención fue el chaleco y la especie de boina de color gris que hacían juego el uno con el otro. Desde luego algo nada habitual.
Carmen compró unos cuantos barquillos que el vendedor, sonrisa en boca, envolvió en un papel de color gris. Decidieron comerlos mientras comenzaron a andar en dirección a la Calle Mayor, según informó la joven al rafaleño.
—Esta es la calle Mayor, el inicio del Madrid de los Austrias, para mi gusto, la zona más bella de todo Madrid.
—¿Austrias?
—Sí, los antiguos reyes que hubo en este país, antes de la llegada de los Borbones.
—Vaya —dijo Juan sorprendido—, sabes mucha historia.
—Una de las cosas buenas que tiene mi padre —dijo sonriendo—, es que nunca ha descuidado mi educación. Normalmente no se suele a dar mujeres, prefieren que aprendamos las cosas propias del hogar para ser unas buenas esposas españolas, pero me ha dado una educación como se daría a cualquier hombre de buena familia, en eso no puedo tener queja.
—Me alegra que así sea, eso te hace distinta a las demás, sin duda.
Juan miró inmediatamente hacia el frente mientras sentía la vergüenza en su propia nuca, no podía creer que esas palabras hubieran salido de su boca. No había discusión en que había hablado sin pensar lo que iba a decir. No sabía de qué manera, pero parecía que esa chica lo estaba embrujando, no parecía él mismo.
Ya no sabía si eso en realidad era bueno o no.
Carmen, totalmente ruborizada, también miraba hacia el frente. No entendía en absoluto a qué había venido esa frase, sobre todo teniendo en cuenta que el joven le había dejado claro cuáles eran sus intenciones para con ella, esas palabras sonaban más bien a otra cosa.
Eso sí, no podía negar que estaba encantada de haberla oído, era justo lo que deseaba.
—Dobla hacia la izquierda —dijo la joven de repente, intentando quitarle hierro al asunto y que la situación volviera a tornarse normal—, voy a mostrarte algo increíble: La Plaza Mayor.
Juan obedeció. Pasaron justo al lado de unos comercios en los cuales parecía que vendían monedas muy antiguas, Juan no supo ni de lejos estimar la fecha de algunas de las que se podían ver en el escaparate, pero desde luego podrían tener cientos de años.
Tras pasar el por el umbral de un arco, llegaron a su nuevo destino.
El joven sintió la necesidad de frotarse los ojos nada más acceder a la plaza, ¿lo que podía ver era real? Tenía la sensación de haber retrocedido en el tiempo cientos de años, habiendo vuelto a un pasado en el que seguro que todo era mejor que en la actualidad.
—Y aquí la tienes: La famosa Plaza Mayor —dijo una sonriente Carmen.
Con algo menos de afluencia de la que habían podido presenciar en la Puerta del Sol, la plaza también estaba repleta de gente. Casi todos bien vestidos, con trajes de aspecto caro, cuidados bigotes y fumando cigarros —que aunque pudiera parecer que no, era todo un lujo en aquellos días—. Ellas estaban enfundadas en vestidos con telas aparentemente caras, algunas con grandes abrigos de pelo y otras con estrafalarios sombreros. Todas paseaban agarradas por el brazo de sus respectivos maridos.
—Así que aquí es donde se reúne toda la aristocracia de Madrid —dijo Juan maravillado ante lo que veía.
—Algo así —dijo entre risas producidas por el comentario de Juan—, desde luego es un punto fuerte en ese aspecto. Las camiserías que aquí venden sus productos tienen fama de ser las mejores de toda la ciudad, una de ellas pertenece a mi tío, el padre de mi prima Cloti. Las sombrererías que ves, más de lo mismo y los cafés que complementan los negocios, los más caros y más exclusivos de la zona, exceptuando el Museo Chicote, en plena Gran Vía —Carmen seguía negándose a utilizar su nuevo nombre—, que te puedo asegurar que sí es el local más exclusivo de todo Madrid.
—Vaya, y yo con estas pintas, van a pensar que vengo a robarles.
Carmen dejó escapar una carcajada, el comentario en sí no tenía demasiada gracia, pero todo lo que salía de la boca del joven provocaba en ella una sensación de felicidad poco habitual.
—Anda, no seas tonto, vas conmigo, ¿cómo van a pensar algo semejante?
—Pueden pensar que te he secuestrado —añadió divertido.
Los minutos pasaban tan rápido que ni ellos mismos podían creer que lo que les parecía instantes, en realidad eran horas. Ambos se sentían muy a gusto al lado del otro, la complicidad que tenían era algo más que evidente y ninguno de los dos se cortaba un pelo al mostrar la felicidad que estaban sintiendo en esos momentos.
Hasta tal punto que casi olvidaron lo que les venía a partir del día siguiente.
Carmen siguió mostrándole Madrid. Pasaron por la Plaza de la Villa hasta que llegaron al Palacio Real, la joven no dudó en contarle varias curiosidades sobre el mismo que había leído en sus libros de historia. Juan escuchaba apasionado, todo lo que salía por la boca de la joven le interesaba, era increíble la cantidad de conocimientos que podía albergar una persona de tan corta edad, ya eran demasiados incluso para una persona bien entrada en la madurez. Al joven llamó la atención los pilares que sobresalían de algo que parecía que se estaba construyendo enfrente del palacio.
—Supuestamente será una catedral —comentó Carmen al ver el interés de Juan—. Sólo tiene construida la cripta que se inauguró hace casi 30 años, pero las obras están paralizadas. Si te soy sincera pienso que nunca llegará a construirse del todo, quién sabe, el tiempo lo dirá.
Continuaron andando, pasando frente a la Plaza de Oriente.
—Aquí es mejor que no nos detengamos —murmuró la joven que miraba nerviosa a un lado y a otro—. La plaza es completamente preciosa, la estatua esa de ahí —señaló con su mirada sin dejar de andar una estatua ecuestre que mostraba a Felipe IV— es magnífica y las veinte figuras que rodean la escultura lo son más. Pero esta plaza es uno de los puntos de reunión más fuertes para los falangistas en Madrid, si alguno de ellos piensa que lo has mirado mal no dudará en inventarse algo frente a la Guardia Civil. Entonces sí tendremos un problema.
Juan escuchó escandalizado la explicación de Carmen, no tenía ni idea de que estaban pasando por un terreno tan peligroso. En realidad aquello parecía un apacible parque en el cual muchos ancianos charlaban animadamente sentados en bancos u otros simplemente leían periódicos.
Seguidamente pasaron por la plaza de España, a Juan le impresionó el edificio Gallardo, que la presidía. Pensó que parecía más un enorme palacio que un simple edificio.
Carmen disfrutaba especialmente al ver la cara de ilusión que traía el joven al descubrir todo lo que estaban viendo, se le veía realmente entusiasmado y eso la agradaba mucho. Podría haber pasado de todas las explicaciones, haber puesto cara de indiferencia ante todo lo mostrado. Pero no, todo contrario. Al rafaleño se le veía disfrutar, tenía cara de estar encantado y eso no podía hacer más feliz a Carmen.
Ella amaba su ciudad y ver como Juan también aprendía a apreciarla, hacía que ganara más puntos frente a ella. Si acaso se podía.
Ambos se detuvieron frente al monumento a Miguel de Cervantes, Juan lo miraba con detenimiento.
—Veo que te ha gustado este monumento, a mí, particularmente también lo hace. Es un homenaje a Miguel de Cervantes y a su obra más universal, el Quijote —comentó Carmen sin dejar de mirar el monumento.
Juan había oído hablar de esa obra, no sabía en qué momento de su vida, pero estaba seguro que algo había oído.
—El que está arriba es Cervantes, el escritor, las dos figuras de abajo son Don Quijote de la Mancha y su fiel escudero, Sancho Panza. Las estatuas de los lados, aunque no lo parezca pertenecen a una misma persona. Una es Dulcinea del Toboso y la otra es Aldonza Lorenzo.
—¿Y dices que pertenecen a la misma persona? —preguntó Juan enarcando una ceja.
—Así es, la obra del Quijote trata de una persona que tras leer muchos libros sobre caballeros acaba perdiendo la cabeza y creyéndose uno de ellos, viviendo disparatadas aventuras. Una de sus locuras fue convertir a esta señora, Aldonza, en su amada Dulcinea del Toboso, ya que esta última tenía más nombre de princesa.
—¿Y no acabarás tú así de tanto leer libros? —dijo Juan sin poder evitar reír tras su malicioso comentario.
Carmen lo miró sonriente, no sabía qué responder pues al ver la risa del joven tras el comentario, sus rodillas comenzaron a flaquear y su boca incapaz de moverse.
—En realidad eso de idealizar a una dama y acabar convirtiéndola en tu princesa me parece algo muy romántico. Es evidente que esas cosas solo sucedían en los tiempos de los caballeros andantes. Antes, estos caballeros luchaban por salvar a sus damas, no tenían miedo a nada y eran las personas más valientes que podían existir. Ahora el concepto de caballero es una persona adinerada, bien vestida y que fuma puros con una peste asquerosa. Sus damas están en sus casas criando a sus hijos y procurando tener la cena hecha para cuando vuelvan, me parece muy triste —Carmen suspiró con algo de desánimo.
Continuaron mirando la obra, ambos pensaban en las palabras pronunciadas por la joven. En realidad a ambos les parecía romántica la idea de que Alonso Quijano, más conocido como don Quijote, idealizara a su dama hasta tal punto que su único propósito fuera ganarse el amor de esta.
Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se dieron cuenta en el momento exacto en el que sus manos se juntaron.
7 dí­as de marzo
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