Capítulo 39

 

SEVILLA, 21 de marzo de 1940

 

 

 

Carmen andaba de un lado para otro empujando a su tío, este quería conocer cada rincón de la plaza y estaba claro por la forma en la que ponía los ojos de vez en cuando, que estaba tomando notas mentales de cada piedra de la misma. No sabía que rondaría por su cabeza en aquellos instantes pero imploró a Dios mentalmente para que ese hombre les llevara a buen puerto.
Miró a Juan, que cómo no, la miraba también a ella, este le dedicó una tierna sonrisa.
No sabía por qué, pero parecía que en él había algo nuevo, sus ojos la seguían mirando igual que durante el día anterior, pero parecía que su rostro estaba algo más relajado, como si hubiera conseguido quitarse un peso de encima.
Observó cómo Javier charlaba con Manu, que todavía caminaba con cierta dificultad, suponía que era por el intenso dolor que debía estar soportando el pobre.
Nunca había conocido un hombre que disfrutara sexualmente con otro hombre, en los círculos por los que se movía ella hacía tan solo una semana, aquello estaba absolutamente prohibido. El hombre debía de ser un hombre con todas las letras, hacer muchos hijos a su sumisa mujer y velar por que todo transcurriera por el camino correcto.
Ella nunca había estado de acuerdo con ese rol, tanto del hombre como de la mujer, sabía que la homosexualidad había sido algo común desde el principio de los tiempos, aunque la historia se hubiera empeñado en taparlo. No conocía profundamente a Manu, pero estaba segura de que era mucho más hombre que los supuestos que había conocido a lo largo de su vida.
Estaba segura que Juan no podía haber encontrado a un mejor amigo que él.
Mientras seguían escudriñando la plaza, no pudo evitar acordarse de su padre, apenas hacía poco más de un día que no lo veía, pero sentía que hacía una eternidad de aquello, lo echaba de menos. Mucho.
Carmen andaba tranquila sin saber que gracias a un tranvía que pasó por su lado, y del que tuvo que apartarse para no ser embestida, no fue descubierta por quien menos querría que lo hiciera.

 

 

 

La plaza de la falange quizá sería uno de los lugares que menos probabilidades tendría para un encuentro con la joven, sobre todo teniendo en cuenta que de seguro tendría el coco absorbido por el inútil de su tío.
¿Cómo si no iba a dejar una placentera vida llena de comodidades y huir hacia la mismísima miseria?
No había otra explicación.
A Agustín no le interesaba lo más mínimo ni la arquitectura de los edificios ni los monumentos de ninguna ciudad, eso lo dejaba para personas menos ocupadas y mucho más impresionables que él.
Él estaba en esa plaza no para hacer turismo, ni porque le importara lo más mínimo la famosa Semana Santa sevillana, estaba ahí para arrastrar a Carmen hasta el lugar del que no debería haberse movido.
Giró varias veces sobre sí mismo, escudriñaba las caras de cada persona de la que le alcanzaba la vista hasta que la abrumadora belleza de la joven descubriera su posición. No tenía ni idea de cómo era el rostro de la rata con la que había huido, a parte de su tío, pero sí tenía claro que se encargaría él mismo de darle su merecido.
Nada de entregarlo a las autoridades, ellos no darían ni la mitad del trato que le brindaría él en cualquier almacén alejado de la multitud. Desearía no haber nacido, desearía no haberle arrancado a su prometida de sus brazos.
Volvió a girar en dirección a la fachada del ayuntamiento, varias personas observaban las maravillas arquitectónicas que brindaba el edificio, observó cómo un tranvía pasaba por ese preciso punto en aquellos instantes, volvió a girar sobre sí mismo al tiempo que reemprendía la marcha, parecía que Carmen no se encontraba en ese lugar.
No importaba.
Tarde o temprano la acabaría encontrando.

 

 

 

Juan observaba divertido cómo la mujer que había traído de nuevo sus ganas de vivir a un primer plano se maravillaba mirando de un lado para otro.
Era evidente que estaba disfrutando paseando por las calles, más que ninguno de los integrantes del grupo. Parecía que había olvidado el motivo por el que allí se encontraban.
Miró a su alrededor, el lugar era enorme, no conseguía imaginar cómo Anselmo podría trazar un plan para acabar con la vida del dictador en un sitio que estaría abarrotado de gente, con cientos de ojos puestos en la seguridad del mandamás español y con los, según había relatado Anselmo, temibles Asaltantes.
Veía todo aquello como un práctico suicidio por parte del grupo.
El problema era que quizá una semana antes no le hubiera importado el fatal desenlace, pero ahora tenía un motivo por el que vivir, un motivo por el cual luchar.
Un motivo con nombre y apellidos.
Carmen Salinas.
Miró a Anselmo, su cabeza parecía funcionar a toda máquina, al menos eso denotaban sus ojos, que se movían a un ritmo frenético y que hubieran acabado mareando a cualquier persona mortal.
Pero el tío de Carmen parecía hecho de otra pasta, nunca había conocido algo igual. Siempre había tomado a su padre como referencia sobre cómo quería acabar siendo en su vida, pero con permiso de su progenitor, quería que alguno de los valores de Anselmo quedaran impregnados en su forma de ser.
—Creo que ya he visto suficiente —soltó de repente el paralítico dejando al resto algo sorprendidos.
Ya llevaban cierto tiempo en la plaza, pero era imposible que ya hubiera trazado un plan de actuación.
—¿Está seguro, señor? —preguntó un escéptico Pedro.
—No tengo duda, hijo. Regresaré a la pensión junto a Paco y Antonio, necesito pensar y comunicarles mi plan, si queréis podéis seguir viendo Sevilla. Luego, a la noche, en concreto a las nueve y media nos veremos en la calle San Diego. Sed puntuales, mañana es el día.
Los rostros de todos, sin excepción, se tensaron.
7 dí­as de marzo
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