Capítulo 9
MADRID,
17 de marzo de 1940
Sólo había pasado unos segundos desde que
Antonio disparara sus palabras cual dardo envenenado y Juan sentía
que su cuerpo no podía emitir reacción alguna.
¿De verdad pretendían acabar con el
Generalísimo?
Debían de estar locos.
Pasaron todavía unos segundos más hasta que
el joven por fin recobró el control sobre su figura.
—Esto suena más a una locura por una panda
de chiflados que otra cosa, lo siento, pero todo esto no va
conmigo. Adiós.
Acto seguido dio media vuelta y se encaminó
hasta la puerta, dispuesto a marcharse y no volver. Más tarde,
cuando volviera a coincidir con Manu, le sermonearía por haberle
llevado hasta aquel antro con aquellos pobres ilusos.
Casi había alcanzado la puerta cuando Manu
colocó su cuerpo entre él mismo y el paso hacia el mundo
real.
—Juan, por favor, no te marches, escucha con
atención lo que te vamos a contar —intentó sonar lo más cuerdo
posible, entendía la reacción de su amigo—. Sé que puede sonar
impactante, incluso como bien has dicho, una locura, pero si
decides escucharnos verás como para nada lo es. Piensa que uno no
puede soltar algo tan grande por su boca así como así —colocó sus
manos sobre los hombros de Juan, con cuidado, de esa manera
intentaría frenar las ansias de huir que vislumbraba en la mirada
del alicantino—. Verás cómo no es una locura. Confía en mí. Sabes
que no estaría implicado en algo que no pudiera ser real, me
conoces perfectamente.
—No es cuestión de confianza, Manu, confío
en que estáis convencidos incluso de lo que habláis, pero desconfío
de vuestras posibilidades. Si un ejército entero no pudo con él,
¿cómo ibais a poder vosotros solos?
—No estamos solos —la voz de Paco sonó
autoritaria desde atrás.
—Ni con todo Madrid podríais con ese hijo de
la gran puta, ha clavado sus garras de tal forma que es, hoy por
hoy, del todo imposible —contestó Juan sin ni siquiera girar la
cabeza.
—Déjalo —ahora era Pedro quién hablaba,
acababa de entrar de nuevo al comprobar que las jóvenes habían
tomado asiento en un alejado banco y que no había peligro alguno de
que escucharan lo que dentro se cocía—, déjalo que huya, ¿no lo
hizo ya en una ocasión?, parece que le importa una mierda lo que le
trajo a Madrid, aquí no queremos cobardes.
Juan no necesitó escuchar más, su movimiento
fue tan rápido que Pedro no lo esperó. Cuando quiso darse cuenta,
el joven lo agarró por el cuello y lo estampó contra la pared,
hundiendo su puño contra su cara en repetidas ocasiones,
consiguiendo que de su nariz, rota desde el primer puñetazo,
emanaran grandes cantidades de sangre sin control.
Paco y Antonio enseguida se abalanzaron para
sujetar a Juan, que parecía impulsado por los demonios mientras
golpeaba como un poseso a Pedro. No sin un gran esfuerzo, ya que el
joven en aquellos momentos poseía una fuerza sobrenatural,
consiguieron apartarlo de lo que parecía su saco de boxeo
personal.
Pedro cayó de bruces al suelo y María corrió
a toda prisa para socorrerlo, pero este la rechazó levantando su
mano. Sacó del bolsillo de su viejo pantalón un pañuelo de seda, ya
amarillento por el paso del tiempo y lo colocó en su nariz.
Seguidamente inclinó la cabeza hacia atrás y limpió con sumo
cuidado la sangre que seguía saliendo.
A Juan también le ofrecieron un pañuelo para
que limpiase su puño, que parecía que latía como un corazón
ensangrentado.
—Pegas fuerte, hijo, si has hecho lo que
acabas de hacer, es que sí te importa la situación que vivimos y
las injusticias a las que estamos sometidos día a día—dijo Antonio
mirando directamente a los ojos de Juan—. No somos locos, no más de
lo que la situación nos obliga a serlo. Estamos muy bien
organizados, además, ya te ha dicho Paco que no estamos solos.
Dentro de muy poco llegarán nuestros refuerzos desde París.
Conseguiremos nuestro propósito, pero necesitamos más gente como
tú, decidida, que luche por lo que cree, que no soporte los tratos
a los que nos vemos sometidos por el simple hecho de querer ser
libres.
—Exacto —añadió su amigo Manu—, no buscamos
otra cosa, tan solo nuestra libertad, la libertad del pueblo. Juan
—colocó de nuevo la mano encima del hombro de su amigo, que miraba
desconfiando de sus palabras—, recuerda lo que te hizo venir, en mi
opinión no tuviste otra opción, pero sabes que día a día están
muriendo personas, personas a las que podemos regalar el derecho de
la vida. Si Franco cae, el pueblo verá una nueva esperanza, verá
que podemos luchar hacia un futuro mejor, pues me temo que por
ahora, sólo nos espera la desesperación. Ya has visto con tus
propios ojos lo injusto del despido de mi padre, nos hemos quedado
sin sustento y eso que ni siquiera empuñó un arma durante la
guerra. ¿Lo ves justo, Juan? Dime, ¿lo ves justo?
Juan bajó la mirada, su fuero interior se
negaba a admitir que Manu tenía toda la razón.
Su amigo estaba en lo cierto, no pudo hacer
nada para evitar lo que ocurrió en su pequeño pueblo, pero cientos
de personas morían a diario debido a la represión o simplemente por
las consecuencias que estaba derivando el aislamiento internacional
al que estaba sometido el país.
Franco había tomado una postura autárquica,
de no importación de alimentos y enseres del exterior del país, y
eso estaba matando a las personas de hambre. Ese hombre no merecía
otra cosa que una muerte lenta y dolorosa. No sabía muy bien cómo,
pero sentía que podría calmar su sentimiento de culpabilidad si
ayudaba a acabar con aquel desgraciado. Por otro lado estaba el
despido del padre de Manu, no solo no había conseguido empleo para
su padre, si no que se había visto en la calle tan solo por no
pensar como la nueva doctrina mandaba. La situación era
insostenible y por momentos iba empeorando.
—Necesito tiempo, necesito pensar...
—No tenemos tiempo... —contestó Rocío con un
marcado acento andaluz.
—¡Pues lo necesito! —gruñó inyectando sus
ojos en sangre—, no es algo que pueda decidir a la ligera. ¿Cuál es
vuestro plan?
—Lo sabrás en su debido momento —la voz de
Paco sonaba solemne—, todavía quedan algunos cantos que pulir pero
en breve lo tendremos todo preparado. Entiende que confiamos en ti.
Al saber esto estamos en peligro pues puedes ir a denunciarnos y
acabaríamos todos en el paredón, de eso no te quepa duda. Si
confiamos es porque Manu no cesa de insistir en que eres un hombre
de bien. Tanto si decides participar como si no, te pedimos
discreción, por favor. La vida de mucha gente está en juego. Espero
que te decidas a ayudarnos, estoy seguro que podrías aportar mucho
por lo poco que sé de ti.
Juan respiró hondo, había algo en la forma
de hablar de ese hombre que conseguía amedrentar a la más fiera de
las bestias. Sus palabras sonaban conciliadoras, dulces pero firmes
al mismo tiempo. Casi era imposible negarle nada, aunque debía de
pensarlo bien. No era una decisión fácil.
Ya había puesto demasiado en peligro a sus
seres más queridos con lo que lo llevó a huir hacia Madrid, no
quería volver a hacerlo pues si lo descubrían conspirando contra el
régimen, su familia se vería involucrada y, esta vez, dudaba de que
pudieran salir airosos de aquello.
—Dejad que lo piense con detenimiento
—volvió a insistir una vez más—. Os daré pronto una contestación,
os lo prometo. No soy sólo yo, hay más gente tras de mí.
Entendedlo. Tengo que velar por el bien de mi familia, bastante
daño les he causado ya.
Todos, a excepción de Pedro, que seguía con
la cabeza echada hacia atrás para contener la hemorragia,
asintieron. Entendían la posición del joven, no era algo que se
pudiera contestar tan rápido.
—Está bien —añadió Antonio—, intenta
comunicárnoslo lo antes que puedas. Pero por favor, no tardes
demasiado, el tiempo apremia. Piénsalo bien.
Juan asintió.
—Si no os importa, voy a marcharme, necesito
meditar.
—Te acompaño —dijo acto seguido Manu.
—Perfecto, Juan, vuelve cuando quieras, esta
es tu casa —manifestó Antonio a modo de despedida—. Perdona lo de
Pedro, es un bocazas, pero tiene buen fondo.
Pedro, sin mover la cabeza de su posición,
levantó la mano que le quedaba libre, a modo de disculpa. Juan hizo
lo mismo, aunque sabía que este no lo vería.
Un leve movimiento de cabeza, acompañado de
ninguna palabra sirvió como despedida del joven al resto del grupo.
Salió por la puerta acompañado por su buen amigo Manu.
Cuando la madera se cerró tras su espalda,
pensó durante unos instantes si aquello que había sucedido ahí
dentro había sido real. El día estaba dando para mucho, desde
luego. Primero lo del despido de Manuel y las posteriores
reflexiones que había traído eso, más tarde el que Manu lo llevara
a ese siniestro lugar, lo de que hubiera aparecido Carmen... Ese
pensamiento hizo que detuviera su mente por completo, ¡Carmen!, ¡lo
había olvidado!
La joven, seguramente, todavía estaría por
los alrededores. Le debía una explicación y pensaba cobrársela, no
podía creer que lo hubiera seguido. ¿Con qué fin? Eso era algo que
debía averiguar, costara lo que costara.
Trazó una semicircunferencia con su cabeza,
ante la atónita mirada de Manu, que no sabía que hacía. Su objetivo
fue divisado en apenas unos segundos. Estaba sentada en un banco,
al lado de la otra joven, que por cierto era bastante menos
agraciada que su nueva «amiga». Parecía que estaba llorando pues
tenía la cabeza gacha y sus manos cubrían su cara.
Manu comprendió lo que su amigo hacía cuando
vio que este comenzaba a andar en dirección a las dos jóvenes que
habían irrumpido en medio de la reunión que mantenían. Parecía
enfurecido.
Juan iba dispuesto a soltar barbaridades por
la boca, estaba furioso ante la situación, sobre todo al no
comprender los motivos que habían llevado a la joven para que
siguiera sus pasos. Pensaba decirle de todo, nada bueno, heriría
sus sentimientos de tal forma que desaparecerían sus ganas para
siempre de ir siguiendo a la gente. No tendría piedad ni mediría
ninguna de sus palabras.
Manu temía por la reacción de su amigo, lo
seguía para impedir que cometiera ninguna locura, sobre todo al ver
que su cara emanaba furia a raudales. Trataría de evitar que esa
misma furia cometiera estupidez alguna, lo de la joven seguro que
había sido una chiquillada.
Cuando Juan llegó hasta la posición en la
que ambas estaban sentadas y justo cuando estaba dispuesto a
comenzar a soltar improperios, un sollozo emitido por la joven, que
lloraba desconsoladamente, lo cambió todo.
Su gesto, hasta ahora descompuesto, se
relajó por completo, como si en realidad no hubiera pasado nada.
Sus puños, apretados con rabia se abrieron liberando toda la fuerza
de su cuerpo. Su voz, que hubiese sonado diabólica y absolutamente
atemorizante, cambió su tono hasta uno casi paternal.
—¿Por qué lloras? —acertó a decir con ese
mismo tono, para la sorpresa de Manu, que estaba preparado para
intervenir esperando lo peor.
Carmen sintió que el corazón le daba un
vuelco al escuchar la voz de Juan, había hecho un completo ridículo
y ahora mismo no podía mirarlo a la cara.
Tampoco le salían las palabras.
—Creo que está avergonzada —dijo su prima,
saliendo en defensa de su familiar—, no queríamos que nada de esto
saliera así.
—¿Y cómo queríais que saliera? —respondió
Juan levantando una ceja.
—Me temo que eso es algo que debería
responder ella misma, aunque creo que por ahora no va a poder ser
—dijo Cloti mientras su brazo derecho rodeaba el cuerpo de su
prima. Al mismo tiempo que apoyaba el izquierdo sobre su
hombro.
Juan respiró hondo, aquella joven estaba
realmente avergonzada por lo ocurrido. Decidió no darle demasiada
importancia al asunto, ya descubriría la razón de por qué lo
seguían, ahora lo más importante era que la muchacha dejara de
llorar.
—Carmen —Juan se agachó y buscó la cara de
la joven—, mírame a los ojos, te pido el favor —dijo al mismo
tiempo que apoyaba su dedo índice en la barbilla de esta,
comenzando después a subir de manera muy suave su cara para que sus
ojos se pudieran encontrar—. No me importa qué hicieras, me importa
que esos ojos derramen tanta lágrima sin motivo. No pasa nada —dijo
casi en un susurro—, no llores más.
Carmen miró fijamente los ojos de Juan.
Deseó besarlo, al instante, sin pensarlo. Nunca había dado un beso,
por desgracia los tenía reservados para alguien a quien nunca
amaría realmente. Se preguntó cómo sería la sensación de dar su
primer beso a alguien a quien realmente amabas. Necesitó sentir esa
sensación a través de los labios de Juan, pero reprimió enseguida
ese sentimiento, ya la había fastidiado lo suficiente como para
seguir haciéndolo sin control.
Aunque no iba a ser una tarea fácil de
cumplir, decidió dejar de llorar.
Era increíble lo que sentía por ese
muchacho, apenas lo conocía pero estaba totalmente segura de que
era el amor de su vida, de que jamás querría estar con otro hombre.
Fuera como fuera, tendrían que acabar juntos, para siempre.
—Así me gusta —dijo Juan—, esos ojos no se
hicieron para llorar. Ahora, ¿qué tal si te acompaño a tu casa?
Después de lo de ayer no sería buena idea que volvieses
sola...
—¡No! —exclamó de repente Carmen para
sorpresa de Juan, que abrió los ojos como platos—, no me dirijo a
mi casa, sino a casa de mi prima, Cloti, qué... bueno... no dista
mucho de la mía en realidad.
—Así es, vamos a mi casa, Carmen pasa hoy el
día en mi compañía. Aunque si gustas nos podrías acompañar
igualmente, al menos hasta casi llegar —añadió Clotilde al
percatarse de lo que diría su madre si los viera llegar con dos
jóvenes de dudosa posición social.
Juan miró a Manu, que asintió sin pensarlo
dos veces. El mayor de los García, que no era tonto, ya se había
fijado en la forma en la que Carmen miraba a su amigo. Era evidente
que ahí había algo más que un intento de amistad.
Aquello era amor, y del bueno.
Pensó en que era una lástima que Juan ahora
mismo no fuera capaz de poder ver eso, sabía que la mente de su
amigo estaba cegada por la rabia acumulada en su pasado. El dolor
lo acompañaba en cada paso que daba y no era algo fácil de dejar a
un lado. Era consciente de que le costaría muchísimo dejarlo todo
atrás y poder centrarse en algo que lo devolviera a la vida. No
hacía falta ser heterosexual para darse cuenta de la belleza
descomunal que emanaba la joven, eso, acompañado de la mano a la
dulzura que despedía por todos los poros de su piel, hacían que
Carmen fuera algo inusual. Sólo esperaba que Juan también lo
acabara viendo.
Cuando quedara a solas con su amigo, tendría
que tener una charla seria con él.
—Está bien, os acompañaremos —dijo al final
Juan con cierta desgana. El paternalismo se iba marchando dando
paso de nuevo a una indiferencia forzada hacia la joven. Algo no
funcionaba bien dentro de él—. No tenemos nada más importante que
hacer.
Carmen se puso de pie, seguida por su prima
que hizo lo mismo. Apañaron lo que pudieron sus ropas, arrugadas al
haber estado sentadas en el banco de cualquier manera. Cuando ambas
estuvieron listas comenzaron a andar.
Por el camino apenas hablaron, Carmen estaba
demasiado nerviosa, Juan pensativo, intentaba averiguar por qué
tenía esos cambios de humor repentinos hacia la joven. Manu y
Cloti, simplemente no tenían nada que decir, al menos en
público.
Cuando todavía faltaba un camino
considerable para llegar hasta el destino, a unos metros de pasar
por delante de la fuente de Neptuno, Carmen se detuvo en seco,
haciendo que sus acompañantes hicieran lo propio.
—Creo que deberíais seguir vosotros dos
solos —dijo mirando a Manu y a Cloti, dejando a ambos, incluyendo a
Juan boquiabiertos ante la petición de la joven.
Su prima la miró sorprendida, esa no era la
Carmen que conocía. Ella siempre la había visto como una niña muy
inteligente, eso sí, pero indecisa y complaciente en la mayoría de
ocasiones. La habían educado para ello. Esa decisión de quedarse a
solas con aquél joven era la mayor locura que la había visto hacer,
mucho mayor que ir a perseguirlo a la aventura.
—¿Estás segura, Carmen? —dijo su prima
enarcando la ceja, esperando a que su prima recuperase la lucidez y
diera una negativa por respuesta.
—Segurísima, siempre y cuando a Juan no le
importe acompañarme a tu casa dentro de un rato —dijo
mirándolo.
Juan no supo que contestar en aquel momento,
si no le hubiese pillado tan de improvisto, la respuesta casi
segura hubiera sido un «no». Pero aquello lo había desconcertado,
hasta tal punto que sus hombros sólo fueron capaces de emitir una
señal de: «me da igual».
—Está bien —Carmen miró su reloj suizo,
regalo de su padre por su dieciséis cumpleaños y al que tenía un
afecto extremo—, tu padre estará trabajando y tu madre, gastando su
dinero. Calculo que tengo un margen de tres horas para poder llegar
a tu casa sin que nadie sospeche nada. Si mi padre llama por
teléfono a tu casa, invéntate cualquier excusa por la que no puedo
contestar. ¡Gracias, prima!
Cloti no hacía más que mirar a la joven,
extrañada ante el giro que acababan de dar los acontecimientos y
sorprendida ante la decisión con la que estaba hablando Carmen. Los
sentimientos que estaban germinando en su interior para con ese
chico, desde luego la estaban transformando de una manera
increíble. Eso en parte le alegraba, aunque por otro lado la
aterraba pues no sabía en qué podía desencadenar aquello.
Casi seguro en algo no muy bueno.
—Bien, como quieras, pero por favor, no
llegues tarde. No me hagas tener más preocupaciones de las
rigurosas.
Carmen le guiñó un ojo en señal de
complicidad, había algo en su mirada un tanto inusual, un nuevo
brillo que era añadido al sinfín de bellos detalles que estos
mostraban.
Cloti suspiró, sabía que nada ni nadie la
haría cambiar de idea en esos momentos. Ella nunca se había
enamorado, pero si el amor significaba perder los estribos por
completo como había hecho su prima, prefería quedarse como estaba.
Resignada ante la situación miró a Manu, que tenía cara de no
entender nada.
—¿Me acompañas? —preguntó con desgana.
Este, sin saber muy bien qué decir, limitó
sus actos a un leve asentimiento con la cabeza, no sin antes mirar
de reojo a su buen amigo, que parecía que quería huir de ahí en
cualquier momento. Sería interesante ver en qué acababa
aquello.
Muy interesante.
Aunque más interesante fue cómo acabó el
día.