Capítulo 24
MADRID,
19 de marzo de 1940
Cuando cerraron la puerta de la casa de los
García, a Manuel todavía le temblaban las piernas.
El temor a ser interceptados por cualquiera
de los cuerpos de la ley hacía que un nudo estuviera bien atado
dentro de su propio estómago. Todo había salido a pedir de boca,
pero aun así el miedo y los temblores que sufría no había nada ni
nadie capaz de sacárselos del cuerpo.
La tensión había sido máxima.
Palpó su ropa interior por fuera, el dinero
seguía ahí. Ninguno de los dos era pudoroso con el escondite
elegido para el transporte del dinero. Necesitaban llevarlo en el
lugar menos visible de su cuerpo y, aparte de ese, tan solo había
otro que ni por todo el oro del mundo estaba dispuesto a utilizar.
Al menos no si no era de extrema necesidad.
El tendero ya había sido avisado de que
llegarían con la mercancía, por lo que ellos tan solo se limitaron
a entrar en la tienda, decir la frase mágica que era: «Buenos días,
me da dos bacaladillas enteras» y seguir al dependiente que con un
arqueo de cejas los llevó a la trastienda, no sin antes asegurarse
de cerrar bien el pestillo de la puerta, por si acaso.
Los productos fueron pagados religiosamente
y como si de oro se tratara. El mismo tendero se encargaría más
tarde de distribuir los mismos entre nuevos contactos que a su vez
harían una nueva distribución.
Toda una cadena hasta llegar el producto a
un consumidor final que tendría que pagar el sueldo de un mes para
poder comer un plato de garbanzos con chorizo.
A ellos les dolía más que a nadie esta
situación pero no podían mirar en el bienestar del resto de las
personas, ahora mismo lo único que les importaba era sus familias y
la manutención de estas. Para eso contarían con alimentos
suficientes y con dinero fresco, por si las moscas, aparte de los
ahorros que cada uno de ellos mantenían ocultos dentro de sus
propios colchones.
Al día siguiente, de nuevo al alba tomarían
otra vez ese tren, ya quedaba menos para poder estar algo más
tranquilos.
O eso pensaban.
Durante el trayecto de vuelta intentaron no
dar importancia el gesto que habían protagonizado frente al
monumento, al menos de manera visible pues en los interiores de
ambos, la maquinaria de sus pensamientos funcionaba a toda
velocidad.
Cuando fueron conscientes del acto que
acababan de protagonizar, sus corazones comenzaron a bombear sangre
a tal velocidad que hasta Juan comenzó a sentir un leve mareo en su
cabeza. Sus pulsos se incrementaron de una manera muy a tener en
cuenta y sendos sudores recorrían sus espaldas.
Ninguno sabía muy bien qué había pasado,
simplemente se habían dejado llevar, olvidando las repercusiones
que podía tener en ellos mismos un gesto en apariencia tan inocente
pero que en realidad ocultaba tanto tras del mismo.
Carmen andaba sin saber qué decir ni qué
pensar. Hacía tan solo unas horas tenía las cosas bastante claras
pues Juan se las había dejado hacía un par de días y ahora, sin
más, le dio la mano —¿o se la había dado ella?— y lo peor de todo,
estuvieron un rato sin soltarse.
¿Todo aquello qué quería decir ahora?
Iba a volverse loca porque necesitaba una
explicación, pero tenía claro que no iba a reunir el valor para
solicitarla. Además, Juan también estaba completamente en silencio,
casi seguro que pensando en los mismo que ella.
Deseaba que no estuviera arrepintiéndose de
lo que acababa de hacer.
Juan no podía creer lo que había hecho —¿o
había sido ella?—, no pudo creer cómo olvidó de golpe todas las
barreras que le impedían acercarse a la joven y se había tirado de
cabeza al océano.
Eso era impropio de él.
Su pasado había desaparecido por unos
instantes de su mente y eso le dolía más que cualquier acto
realizado, no podía creer cómo había podido ocurrir algo parecido.
Carmen lo había conseguido y eso lo aterraba, no sabía qué pensar,
qué decir, qué hacer, cómo actuar a partir de ese momento.
Nunca había tenido su propio interior tan
divido, la voz que le decía que debía respetar lo que le había
llevado hasta ahí gritaba frente a la otra que decía que Carmen
podría ser la mujer de su vida y, que como no hiciera algo, esta
podría perder la paciencia y no querer esperar a que tomara una
decisión.
Entre pensamientos confusos y enfrentados,
atravesaron toda la avenida de José Antonio sin percatarse siquiera
de ello. Andaban de manera automática, sin reparar donde pisaban
sus pies, confiaban en que estos les llevasen por el camino
correcto pues no podían pensar con claridad alguna.
Dejaron en su lado derecho a la fuente que
representaba a la diosa Cibeles y continuaron andando. Pasaron
justo por la puerta del Palacio de Linares, todavía no habían dicho
una sola palabra y la situación se tornaba más y más incómoda según
iban transcurriendo los segundos.
Al llegar al punto en el que la Puerta de
Alcalá estaba anclada desde hacía exactamente 162 años, Carmen se
detuvo en seco.
—Juan —dijo rompiendo el incómodo silencio—,
no es buena idea que me sigas acompañando por esta zona, podríamos
ser vistos por mi padre, entenderás que no le haga demasiada
gracia.
—Claro —dijo sonriendo levemente—, es
natural lo que me dices, no quiero causarte ningún problema.
Prométeme al menos que no tomarás callejones oscuros ni poco
transitados. No queremos un susto como el del otro día.
Carmen sonrió para mirar después hacia el
suelo. En seguida levantó la cabeza para despedirse.
—Te lo prometo. Bueno, pues entonces mañana
nos vemos al amanecer para partir hacia Sevilla, ¿no?
Juan quedó en silencio, había algo que había
comenzado a pensar un poco antes de pasar por la fuente de la
Cibeles, su principal lucha en aquellos instantes era por si reunía
o no el valor para hacerlo.
Respiró hondo, levantó la cabeza hacia
arriba mientras lo hacía, mirando al cielo.
Le echaría valor.
Agarró las dos manos de la joven, que lo
miraba con los ojos abiertos como platos y con una cara de sorpresa
evidente ante el acto que estaba realizando el rafaleño.
La miró a los ojos y se atrevió.
—Carmen, esta va a ser mi última noche en
Madrid y... —calló unos instantes, intentando reunir una nueva
dosis de valor— me gustaría pasarla a tu lado.
La joven sintió que un nudo se le formó de
golpe en la garganta, tanto era así que hizo el intento de hablar
pero ninguna palabra salió de ella.
—Sé que te parecerá una locura, pero lo
necesito. Entenderé que no quieras pero tengo que intentarlo. Si
accedes, por favor, reunámonos a las 2 de la madrugada en este
mismo punto. Espero poder llegar puntual pues si no me equivoco no
hay un solo reloj en la casa en la que vivo. Adiós, Carmen, espero
que decidas que sí.
Dicho esto dio media vuelta sin poder creer
el mismo sus propias palabras. No sabía si el rostro de la joven se
debía a la sorpresa de la proposición o a un sentimiento de
disgusto al no saber cómo decir que no.
Comenzó a andar el camino de vuelta.
Cuando apenas llevaba recorridos unos metros
escuchó la voz de la joven a sus espaldas. Vociferaba su nombre.
Ante esto dio media vuelta.
Cuando lo hizo observó a una Carmen que
corría hacia él como podía debido a la larga falda que vestía,
llevaba algo en la mano, algo que Juan no supo identificar en un
primer momento.
—Toma —dijo jadeante al llegar hasta su
posición.
Juan extendió la mano y esta dejó caer un
objeto no demasiado grande en ella. Era su reloj de muñeca. El que
tanto quería ella.
—Para que no llegues tarde —dijo con una
sonrisa muy nerviosa.
Sin decir más dio media vuelta y se marchó
por donde había venido corriendo para después continuar por el
camino que le conduciría hasta su domicilio, pero esta vez sin
tomar callejones oscuros.