Capítulo 10
MADRID,
17 de marzo de 1940
Ambos observaban en silencio como sus hasta
ahora acompañantes andaban a un ritmo acompasado. Parecía que
hablaban de algo, les hubiera gustado saber de qué. Aunque en el
fondo podían hacerse una pequeña idea.
El tema eran claramente ellos dos.
Hacía tan solo unos instantes que habían
quedado con la única compañía del otro, aunque al menos a Juan le
parecía que había pasado toda una eternidad desde eso. No sabía por
qué la joven había hecho esa petición a su prima. Tan solo había
querido ser cortés al haber observado cómo lloraba
desconsoladamente pero, al menos por ahora, no quería tener nada
más con ella que no fuese una relación cordial y, en un principio,
lo más alejada posible el uno del otro.
Quizá ese sentimiento que ahora
experimentaba se debía a que la chica lo desconcertaba por
completo. A Juan le gustaba entender todo lo que pasaba a su
alrededor y eso se le escapaba por completo. Provocaba en él algo
que todavía no estaba preparado para vivir, una extraña sensación
que lo dejaba sin fuerzas, sin ánimo de luchar por mantener su
convicción de que el recuerdo por su pasado siguiera vivo. No podía
permitirse flaquear en ese sentido, sus principios eran lo primero
y tenía muy claro cuáles eran.
Al menos los tenía claros por ahora.
Casi sin percatarse de ello, ya habían
perdido de vista a Manu y a Cloti.
—¿Y bien? ¿Cuáles son tus planes a partir de
ahora? —comentó por fin Juan, rompiendo el incómodo silencio que se
había generado.
Carmen pensó durante unos instantes la
respuesta que iba a dar al joven.
—Primero de todo, creo que deberíamos comer
algo, no sé tú pero yo estoy hambrienta.
—Carmen... verás... yo...
—No te preocupes, Juan —cortó enseguida a su
acompañante anticipándose a una incómoda respuesta, estaba claro lo
que iba a decir, no hacía falta ser un genio—. Llevo algo de dinero
encima, mi padre no me deja salir de casa sin nada por lo que pueda
pasar.
Juan sintió que su rostro se iba pigmentando
lentamente hacia el color rojo, en circunstancias normales hubiera
mandado a la mierda a cualquier persona que intentara mostrar pena
por él, pero los ojos con los que lo miraba la joven impedían una
negativa por su parte.
Se limitó a apretar los labios y a asentir
con la cabeza.
—Mira, allí mismo hay una tienda de
ultramarinos, compremos algo y comámonoslo sentados con
tranquilidad en cualquier banco.
Juan acató sin decir una palabra los deseos
de la bella mujer, era muy cierto que sus tripas clamaban por algo
de sustento. Quizá no fuera tan mala idea la propuesta de
Carmen.
Entraron en la tienda que había señalado la
joven, era casi diminuta. Unas cuantas estanterías repletas de
latas con los más diversos contenidos daban la sensación de apenas
cabrían unas cinco personas dentro de la misma sin que llegara a
faltar el aire, aunque ambos jóvenes hubieran apostado a que eran
los primeros clientes que tenía en todo el día. Sobre todo al ver
la cara con la que los miraba el tendero, que parecía que les
hubiera vendido su propia ropa a poder ser.
Juan no pudo evitar fijarse en los numerosos
carteles de apoyo a la falange que la adornaban. Quizá ese apoyo no
fuera real, pero estaba claro que sí era un buen salvoconducto para
intentar realizar una vida lo más normal posible consiguiendo que a
ese tendero lo dejaran comerciar en paz. El apoyo a la falange era
todo un seguro de vida.
—Deme usted un buen pan, pero quiero que
como mínimo sea de ayer, no me venda usted los restos que tenga de
la semana pasada.
El comerciante quedó visiblemente
sorprendido ante la decisión con la que hablaba Carmen, estaba
claro que la joven sabía lo que quería.
—También me va a usted dar unas mollas de
bacalao —prosiguió Carmen—, espero que sea fresco y no me venda
usted algo que no quieran ni los gatos. ¿Tendría usted algo de
aceite, señor?
—El aceite es un bien muy codiciado, bella
señorita, qué más quisiera yo disponer aunque fueran unas gotitas
para poder mejorar la comida de los míos —respondió el tendero
cabizbajo.
—No importa, lo comeremos sin aceite, aunque
mejora mucho con él.
El comerciante asintió y dispensó lo
requerido por la joven, esta sacó dinero de su bolsillo y lo
entregó en la misma mano del amable hombre.
—Quédese con el sobrante, sé que las cosas
no andan bien y seguro que usted necesita este dinero más que yo
—dijo Carmen a la vez que le regalaba un guiño con sus
impresionantes ojos.
El hombre no pudo articular palabra, había
algo en esa muchacha que no era normal, algo que la hacía distinta
a todas las sumisas que acudían a diario cabizbajas sin más
pretensión que cumplir con su obligación.
Quizá fuera que no estaba muy acostumbrado a
ver en su establecimiento a mujeres acomodadas, pero estaba seguro
que todo aquello iba mucho más allá, que no solo se trataba de eso.
Tras una larga pausa sonrió, esa bella dama le había salvado el
día, pero ambos jóvenes ya habían abandonado su pequeña y austera
tienda.
Tomaron asiento apenas a unos metros del
local.
Juan no hablaba, Carmen lo miraba de reojo
esperando a que este dijese algo. La joven partió con sus manos el
pan en dos, ofreciendo a Juan el trozo de mayor tamaño, estaba
segura de que él tendría en aquellos momentos más hambre que ella.
También con sus manos desmenuzó los trozos de bacalao que acababa
de comprar y se los dio a Juan para que comenzara a comer.
Este no dudó un instante en cuanto tuvo en
la mano el suculento bocado, no había tomado nada desde el desayuno
cuando apenas se llevó a la boca un trozo de pan duro como las
piedras con algo de vino y azúcar. El pan con el bacalao le sabía a
gloria bendita.
Ambos pasaron un rato comiendo en silencio,
sin decir nada, tan solo se limitaban a masticar lo que echaban a
sus bocas. Ninguno de los dos se atrevía a mirar al otro a los
ojos, hasta que Juan fue el primero en decidir hablar.
—¿Por qué lo has hecho? —dijo sin apartar la
vista de enfrente.
Carmen tragó rápidamente, la pregunta de
Juan la descolocó de una manera evidente.
—¿Qué he hecho? —contestó con una nueva
pregunta.
—Se me ocurren varias cosas, pero ahora
pregunto por lo que acaba de pasar ahí dentro. ¿Por qué le has dado
tanto dinero de más a aquél hombre que no conoces de nada?
Carmen respiró antes de hablar y miró
también al frente.
—No sé —dijo al mismo tiempo que levantaba
los hombros—, supongo que he pensado que yo no necesito el dinero
de la misma manera que él. Tengo la suerte de vivir en una familia
en la que no nos falta de nada, si yo tengo y él no, ¿por qué no
ayudar en lo que pueda? Dime, ¿por qué te sorprende?
Juan pensó bien su respuesta antes de
contestar.
—Supongo que no es lo típico que se ve hoy
en día. Los ricos, sois ricos y los pobres, somos pobres. No se ven
muchos salvadores rondando por ahí.
—¿Me consideras una salvadora? —su voz
denotaba sorpresa ante la afirmación del joven.
—Algo así, si no fuese por ti, hoy quizá ni
hubiera comido y, si no fuese por ti, ese hombre quizá hoy no
hubiera sacado para dar de comer a su familia.
Carmen sopesó las palabras de Juan, no lo
había visto de esa manera, quizá el joven tuviera razón con sus
palabras pero decidió no darle demasiada importancia a aquel hecho.
Desde bien pequeña había intentado obrar de corazón, sin meditar
mucho en sus propios actos, siempre tratando de hacer lo que le
dictaminara la conciencia. Era algo que sin duda había aprendido de
su tío Anselmo.
—¿Y si no fuera por ti, qué sería de mí?
Sólo Dios sabe cómo hubiera acabado lo que ocurrió anoche. ¿Te
puedo considerar entonces mi salvador?
Juan tragó antes de hablar.
—Supongo que no, pasé por el lugar justo en
el momento justo. Cualquiera podría haberlo hecho.
—Pero fuiste tú, no cualquiera.
Juan hizo caso omiso a la última afirmación
de la madrileña y dio un nuevo bocado a su manjar. El joven
engullía como si no hubiese un mañana mientras que Carmen daba
pequeños bocados a su trozo de pan con bacalao, no quería que Juan
pensara de ella que era una cualquiera por su forma de comer.
Una vez no quedó ni una miga por comer,
continuaron en completo silencio, seguían evitando mirarse. Juan
tenía su vista clavada en el cielo, Carmen en lo que había frente a
ella y de vez en cuando y sin que este se pudiera percatar, echaba
una pequeña mirada en su dirección para poder contemplar lo que
hacía. Nuevamente fue Juan quién decidió hablar.
—¿Y ahora?
—Ahora... ¿damos una vuelta?
—Si quieres... —contestó con desgana el
alicantino.
Las conversaciones no fluían.
Ambos se pusieron en pie y comenzaron a
andar, el paseo del prado estaba infestado de gente que andaba de
un lado para otro. Los tranvías pasaban casi vacíos, pocas personas
podían permitirse el lujo de no usar sus piernas cuando querían
llegar de un punto a otro en la capital. No demasiados coches
circulaban en aquellos momentos, aparte del tema del combustible,
era la hora de comer y los que tenían coche solían tener sustento
en sus casas.
No habían andado demasiados metros cuando
Juan formuló la pregunta más temida por Carmen.
—¿Por qué lo has hecho?
—¿Ahora qué? ¿Acaso no conoces otra
pregunta? —contestó algo molesta al comprobar que Juan repetía la
misma frase que había pronunciado comiendo.
—Ya sabes, seguirme. ¿Por qué me seguías?,
¿qué buscas?, ¿qué quieres?
Carmen sintió como un frío sudor le recorría
la espalda, sus piernas flaquearon y a punto estuvo de perder el
equilibrio. Dio gracias a que el joven no se percatara de esa
reacción por su parte, al menos no lo manifestaba en su
rostro.
—Verás, Juan, yo...
—¿Qué?, responde...
—No sé muy bien qué responderte para que no
me consideres una loca, ni yo misma sé muy bien la razón por la que
he actuado así.
—Alguna tienes que tener, yo no persigo a
nadie sin motivo.
Carmen respiró hondo y decidió sacar todo su
valor para pronunciar las palabras que a continuación saldrían de
su boca.
—Yo... desde ayer... desde que te vi... no
sé de qué manera pues no lo entiendo muy bien, pero quedaste
clavado en lo más profundo de mi alma.
Juan no deseaba escuchar esas palabras, pero
desde luego las esperaba., Quizá no de una manera tan poética, pero
al menos un «me gustas» sí estaba esperando.
—Carmen, ayer posiblemente te salvé la vida,
no debes de confundir un sentimiento de gratitud hacia mi persona
como un sentimiento de algo más —añadió bastante frío, sin dejar de
mirar al frente.
—No confundo nada, Juan, no soy tonta. Estoy
muy segura de lo que te hablo. En mi vida había sentido algo igual
por alguien, no me cabe duda de lo que te hablo. Realmente no sé si
estoy enamorada o no, pero si te puedo asegurar que estoy sintiendo
algo muy fuerte por ti. Necesitaba volver a verte, no pensar que
todo empezaba y acababa en un mismo instante. Por eso te seguí.
Pero hay algo de lo que estoy segura, no es sentimiento de gratitud
como tú dices. No pienses por eso que no estoy agradecida por que
me salvaras, faltaría más, pero te puedo asegurar que lo que ronda
por mi interior es algo mucho más fuerte, algo que no te puedo
explicar con palabras.
El joven respiró hondo. Debía medir sus
palabras para no herir a la joven más de la cuenta.
—Carmen, yo...
—Lo sé —interrumpió esta—, no te
intereso...
—No, para nada, no es eso. Desde el
mismísimo momento en el que te vi tu belleza irrumpió en mí como un
golpe de frío viento, pero no puedo sentir por ti eso que esperas
que sienta. Ahora mismo me es imposible.
La joven notaba como cada palabra
pronunciada por Juan se clavaba en su corazón como si de cuchillos
afilados se trataran. Era lo último que quería oír, pero era
realista y sabía que eso era, de lejos, lo más lógico que podía
esperar. No podía pretender que Juan se enamorara de ella a las
primeras de cambio, hubiera sido todo un milagro. Un hermoso
milagro, eso sí.
—No quiero que te lo tomes demasiado mal, es
mi situación actual la que me impide sentir lo que esperas de mí en
estos momentos. Por favor, no preguntes cual es esa situación
porque me es imposible poder hablar de ella ahora mismo. Tengo
demasiado dolor como para poder hablar.
Carmen asintió sin decir una sola palabra,
estaba intentando contener a toda costa las lágrimas aunque sentía
que al más mínimo descuido, un torrente inundaría su cara.
Era la primera vez en su vida que le partían
el corazón y, debido al dolor que comenzaba a sentir y que le
oprimía cada vez más por dentro, estaba segura de que sí era amor
lo que sentía por aquél chico. Ahora ya no le cabía duda
alguna.
Juan contempló al mirar a Carmen como esta
intentaba contenerse para no llorar, él también se sentía muy
dolido en su interior. Dolido por no poder sentir por aquella
muchacha algo tan bonito como lo que seguramente sentiría ella,
pero su mente no estaba preparada para aquello. No podía, aunque en
el fondo sentía que quería.
—Se está haciendo algo tarde, no quiero que
tengas ningún tipo de problema con tus familiares, ¿Quieres que te
acompañe a casa de tu prima ya? —preguntó Juan.
Carmen movió su cabeza en señal de
asentimiento, si abría la boca para hablar lloraría sin consuelo.
Sentía la necesidad imperiosa de encontrar la calma antes de poder
articular una sola palabra.
—Bueno pues... tú me guías, no tengo ni idea
de hacia dónde vamos —comentó Juan sonriendo, intentando quitar
algo de tensión al momento que acababan de vivir.
Continuaron el resto del camino hacia la
casa de Cloti de nuevo sin decir ni una palabra. La situación se
había vuelto bastante incómoda desde la declaración de Carmen y
ninguno de los dos tenía ganas de expresar nada. La joven iba
indicando el camino a Juan con sus propios giros y dirigiéndose
ella misma hacia el destino final. Juan se limitaba tan solo a
seguirla, convirtiéndose en algo parecido a su sombra.
Llegaron hasta el punto final de su trayecto
cuando apenas faltaban unos minutos para que el reloj marcara las
cuatro de la tarde. La joven sonrió al muchacho a modo de despedida
y se dispuso a entrar en el edificio, no era lo que realmente
quería, pero necesitaba acabar con ese incómodo encuentro cuanto
antes. Cuando se dio la vuelta para perder de vista a Juan, este la
agarró por el hombro, sintiendo de nuevo la misma electricidad que
había sentido hace apenas un día, en su primer encuentro.
—No me gustaría que me odiaras —comentó Juan
con una mirada desgarradora.
Carmen giró su cabeza, pero no su
cuerpo.
—Ni te odio ni te odiaré. No sé qué es lo
que te ocurre pero lo respeto, ojalá pudiera cambiar las cosas,
pero parece que no. Quizá lo que más me duela es que te encierras
en ti mismo y no me dejas ayudarte. Desconozco si en realidad
podría hacerlo, pero si no me cuentas lo que te pasa, ten por
seguro que no puedo.
—Lo siento, Carmen, por ahora no puedo. Eres
una joven extraordinaria. Si te soy sincero, no pretendía
establecer contacto alguno contigo, necesitaba alejarme de ti, pero
hay algo que me empuja a querer tenerte cerca de mi vida, ¿seremos
al menos amigos?
La joven sonrió con los ojos a punto de
estallar en un mar de lágrimas ante la propuesta de Juan.
—Claro... Lo seremos... —dijo evitando a
toda costa que el llanto saliera de ella.
Juan se acercó por detrás y la besó en la
parte trasera de su cráneo, comprobando el dulce olor que emanaba
su cabello.
—Volveré a buscarte un día para que demos
una vuelta, por lo que he entendido, tu prima pasa la mayor parte
del día sola, por lo que lo intentaré por aquí. No quiero ponerte
en el compromiso de que tus familiares no vean juntos, soy
consciente de lo que pensarían al verte al lado de alguien como
yo.
Carmen asintió, sentía que no podía contener
más las lágrimas, por lo que giró de nuevo su cabeza y entró en el
portal.
Cuando la puerta se cerró y quedó separada
de Juan lloró como nunca antes había hecho en su vida.