Capítulo 35

 

SEVILLA, 20 de marzo de 1940

 

 

 

Fernando Galán caminaba con paso firme hacia el despacho de su jefe. Le hubiera gustado disponer de más noticias de las que realmente tenía, pero algo era algo. Portaba ropa de civil, pues había estado dando vueltas por las calles de Sevilla en busca de algo sospechoso. Ir vestido de Guardia Civil de seguro no iba a ayudarle para descubrir cualquier conspiración que pudiera darse lugar en la capital hispalense.
Durante esos paseos no se percató, evidentemente, que pasó al lado del grupo que pretendía acabar con la vida del glorioso Generalísimo.
—¿Puedo pasar, señor? —dijo después de golpear suavemente sus nudillos contra la puerta del despacho de Ros Gutiérrez.
—Adelante, cabo, cuénteme.
El secretario había estado esperando durante todo el día la visita de su subordinado, cualquier nuevo dato que pudiera aportar sería crucial para evitar un mal mayor. Sabía que en eso Galán era un auténtico experto, por eso su cariño para con su persona.
—Verá, señor, no sé si es mucho o poco lo que he podido averiguar, pero algo es. He investigado acerca de las identidades de los cuatro supuestos legionarios, ha sido costoso pero gracias a los expedientes de estos, unidos a la puta que los vio en el burdel, hemos confirmado que sus identidades son falsas.
Ros Gutiérrez aprobó ese dato con un suave movimiento de su cabeza, aquello era un comienzo.
—Es más —prosiguió Galán—, he conseguido identificarlos gracias a los informes de enemigos de la patria.
Ros sonrió, los informes de enemigos de la patria había sido una de las mejores cosas que se habían creado en los últimos tiempos. Eran una especie de dossiers en los cuales, acompañados de una foto, si se disponía, se identificaban las personas consideradas una amenaza para el buen funcionamiento del país, tanto si eran españoles como si eran extranjeros.
—Como ya le he dicho, ha sido muy duro, demasiadas horas frente a esos papeles, pero al final nuestra puta ha sabido dar con la identificación de uno de ellos. Se trata de Thierry Phievy, un antiguo brigadista internacional que trabaja para la Internacional Comunista de París. Supongo que los otros tres también.
Ros sintió dos sensaciones parecidas pero muy distintas en su estómago. Una fue angustia, cada vez que escuchaba la palabra «comunista» sentía esa misma sensación, era algo que no podía soportar. La otra fue un creciente nerviosismo que poco a poco iba apoderándose de él, el hecho de que cuatro brigadistas internacionales coincidieran con un peligroso anarquista catalán en un mismo burdel no podía significar nada positivo.
Y mucho menos podía tratarse de algo fortuito.
—¿Ha averiguado algo de Romero? —dijo al mismo tiempo que tragaba saliva.
—No, pero me he puesto en contacto con varios infiltrados en grupos anarquistas que lo conocen y dicen que es una persona que adora los burdeles, creo que sé cómo poder atraparlo.
—Sorpréndame.
—Sé de buena mano que ni él ni los brigadistas han pisado el que se considera el mejor antro de todo Sevilla, no sé si ha oído hablar de él, el cabaret El Zapico, está en la calle Leonor Dávalos, en la alameda de Hércules.
—He oído hablar de él —cortó a Galán.
—Bien, estoy seguro que tarde o temprano lo visitarán, no sé qué han venido a hacer a Sevilla, pero sé que no se marcharán sin pisar ese local. No me importa tener que vigilar durante todas las noches de mi vida, pero hasta el día que los cace ahí, estaré montando guardia. Aunque no duerma.
Ros no sonrió ante la afirmación que hizo su hombre por pura fachada, pero por dentro sintió una satisfacción enorme ante tal muestra de patriotismo y de sentido del deber que acababa de mostrar el cabo.
—Está bien, Galán, confiaré en usted, como siempre. Quiero resultados lo antes posible, evite cualquier problema que quieran causarnos estos hijos de puta.
Fernando asintió, sabía que su jefe sentía orgullo por él y eso hacía que su pecho se inflara enormemente.
Saludó al secretario de manera rigurosa y se dispuso a salir del despacho.
Ros miró hacia su costado, tenía un precioso crucifijo tallado en madera de roble, regalo del propio Serrano Súñer. Cuando no conseguía ver las cosas claras pedía consejo a Dios, de esa forma siempre encontraba solución a sus problemas.
Entonces lo vio claro.
—¡Galán, vuelva inmediatamente! —grito de repente.
El cabo dio media vuelta asustado, no sabía que mosca le había picado a su jefe, pero desde luego debía de ser algo importante por el grito dado.
—Hay que encontrar a esos terroristas antes de la procesión del Santo Entierro.
—Señor... no acabo de entender...
—Franco presidirá este año la procesión desde la plaza de La Falange, creo que esa gentuza ha venido a acabar con su vida.
Al escuchar las palabras del secretario, Fernando lo vio claro, todo tenía sentido. Era algo tan simple como maquiavélico, eso lo asustó en demasía.
—Señor, eso que me dice usted es muy grave, pero tiene todo el sentido del mundo.
—No sé cómo no me había dado cuenta antes, quizá era lo más obvio y por eso no lo logré ver con claridad. Si esos hijos de puta intentan acabar con la vida del caudillo, ahí estaremos nosotros para impedirlo. Pero si conseguimos detenerlos mucho antes de que ese día llegue, habremos triunfado por completo.
Fernando Galán comprendió lo grave de la situación, con los ojos muy abiertos, se limitó a saludar de nuevo a su superior y a salir del despacho lo más rápido que sus piernas le permitieron. Montaría un dispositivo de vigilancia cerca del burdel desde ese mismo instante.
El destino del país estaba en sus manos.
Daría la vida por él si hiciera falta.
Literalmente.
7 dí­as de marzo
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