Capítulo 8

 

MADRID, 17 de marzo de 1940

 

 

 

Ambos jóvenes insistieron en no desayunar, no querían hacer gasto ante la preocupante situación que se les venía encima, aunque la constante repetición de Cristina para que lo hicieran llevó a que tomaran un poco de pan mojado con vino y unos granos de azúcar.
Manu había instado a Juan a que se vistiera rápido para salir a la calle, pues según este necesitaba que lo acompañara a un lugar. Éste, a pesar del misterio de la petición, decidió aceptar sin rechistar una palabra.
Salieron del maltrecho portal con cuidado al cerrar la puerta, tenían miedo de que el edificio cayera al suelo del golpe. Comenzaron a andar, sin decir una palabra pasando frente a un parque de vegetación seca, con dos bancos en sus laterales. Ambos bancos estaban ocupados, uno por unos ancianos que charlaban sin demasiado ánimo mientras apoyaban sus cuerpos hacia adelante con desgana en sus bastones. En el otro banco había dos jóvenes que miraban fijamente hacia la posición de ambos jóvenes.
Pero Juan no se percató de ello.
—¿Me vas a decir adónde vamos o me vas a dar una sorpresa? —preguntó socarrón Juan.
—Quiero presentarte a unos amigos, creo que te resultarán interesantes.
—¿Unos amigos? —dijo extrañado Juan—, Manu, verás, te lo agradezco pero en estos momentos no me apetece hacer amistad con nadie, no me encuentro en un buen momento de ánimo y quizá les parezca un poco antipático. Lo único que vas a conseguir es quedar tú en un mal lugar por mi culpa.
—No es ese tipo de amigos que imaginas, lo comprenderás cuando lleguemos al sitio en cuestión.
Juan siguió andando mientras miraba con el ceño fruncido a su amigo, no sabía a qué tipo de amigos se refería, pero desde luego había creado en él una expectación que hacía mucho tiempo que no sentía en su interior.

 

 

 

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Clotilde intentando hacer que su prima reaccionara, estaba completamente inmovilizada, mirando hacia la posición de los dos jóvenes. Éstos seguían andando sin prestar atención en la presencia de ambas muchachas.
—No sé... no esperaba que fuera tan fácil, tenía mi pequeña esperanza de poder encontrarlo, pero mi cabeza me decía que iba a ser algo imposible. Al final no ha sido tanta la locura de venir a este barrio.
—¡Venga, vamos! —dijo su prima levantándose de golpe del banco en el que estaba sentada.
—¿Qué haces?
—Vamos a seguirlos, a ver adónde van. Quizá este no sea su domicilio, quizá la vivienda pertenezca al amigo y él viva en otro lugar, vamos a comprobar qué hacen y así puede que salgamos de dudas. ¿Acaso no hemos venido precisamente a esto?
—¿Seguirlos? ¿Estás loca?
—Menuda pregunta. ¡Vamos!
Carmen no tuvo más remedio que aceptar la petición de su prima y las dos jóvenes comenzaron a seguir a los hombres a una distancia prudente, necesitaban saber hacia dónde se dirigían y despejar así la incógnita. Si no hacían eso, toda aquella locura no hubiera tenido sentido alguno.
Aunque algo decía a Carmen que, en realidad, no lo tenía.
—Desde luego es tan guapo como me imaginaba —comentó Cloti en voz baja, sin dejar de andar.
—Ya te dije, pero no es eso sólo, no sé cómo explicarte, pero te puedo asegurar que si hubiera sido completamente feo también estaría haciendo esto. Tiene un magnetismo que me atrae hacia él. No lo puedo evitar. Es algo fuera de lo común.
A Carmen le flaqueaban las piernas debido al nerviosismo que en aquellos momentos acarreaba, ya casi había olvidado por completo el fatídico episodio ocurrido el día anterior. El corazón parecía que se le iba a salir por la boca y su respiración iba anormalmente rápida, no imaginaba que todo iba a suceder tan rápido.
Cuando ya habían recorrido una distancia considerable detrás de los dos jóvenes, vieron como éstos se detuvieron frente a algo que parecía un almacén medio en ruinas, con una puerta de madera bastante ajada y con las ventanas cerradas a cal y canto con maderos.
¿Qué tipo de lugar era ese?

 

 

 

—Ya hemos llegado, es aquí —dijo Manu mientras miraba la puerta, sonriente.
—¿Y aquí qué hay? —Juan cada vez estaba más extrañado por el lugar al que lo había conducido su amigo.
—Enseguida lo sabrás.
Manu golpeó con sus nudillos primero una vez, seguidos de otras dos rápidas para finalizar con dos golpes más, separados considerablemente uno del otro. Parecía algo así como una llamada secreta, al menos eso le pareció a Juan.
Una mirilla, en un principio oculta en la puerta, mostró unos ojos negros como el carbón, acompañados por un gesto que mostraba una rudeza extrema en los alrededores de los mismos. Esos ojos observaron a las dos personas que tenía enfrente y abrió la puerta.
Ambos pasaron.
Juan, algo titubeante.

 

 

 

—Han entrado, ¿qué habrá dentro? —preguntó una curiosa Cloti.
—Ni idea, pero creo que no es una buena idea estar aquí, no sabemos qué hacen ahí dentro, desde luego no tiene muy buena pinta —contestó Carmen.
—Pues vayamos y averigüémoslo, quizá nos sorprendamos gratamente.
—¿Qué dices? No pienso ir, si ocurre algo mi padre nos mata, ya has visto lo reticente que se ha mostrado a que saliera de mi casa. No puedo perder toda su confianza, ayer ya perdí demasiada.
—¿Ahora que hemos llegado hasta aquí te vas a echar para atrás? Carmen, eso es impropio de ti, no creo que nos haga daño echar un vistazo.
Dicho esto comenzó a andar en dirección a la casa donde los jóvenes habían entrado, desoyendo a su prima Carmen, que no hacía más que llamarla una y otra vez para que diese media vuelta.
Pero nadie ganaba a cabezona a Clotilde Siñeriz.

 

 

 

Antes de hacer un repaso visual a cómo era el sitio por dentro, Juan lo hizo con las personas que habían sentadas alrededor de una mesa de madera, hecha juntando dos puertas unidas con un madero en su centro. Un grupo formado por cinco hombres y dos mujeres lo miraban de arriba abajo como si hubiesen visto un perro hablando. Dos de ellos, parecía que superaban la cuarentena con creces aunque, con los tiempos que estaban viviendo, era algo difícil de decir pues había personas de veinte años que aparentaban tener cincuenta. Los otros tres parecía que no superaban la treintena, de los cuales dos mostraban un rostro demacrado, sin duda por el hambre que estarían soportando. Las dos mujeres eran con toda seguridad bastante jóvenes, de la misma edad que Juan y Manu, supuso, pero con un semblante crudo y fuerte, impropio para las mujeres de aquella época. Una de ellas presentaba un cabello rubio, no demasiado largo, en cambio la otra tenía una melena larga y morena, por su rostro no parecía de la capital, al menos Juan no había visto demasiadas así en Madrid.
—Éste es Juan, os he hablado de él en más de una ocasión. Estos son Paco y Antonio —dijo señalando a los de más avanzada edad, que hicieron un leve asentimiento con sus cabezas—, ellos son Pedro, el que está sentado encima de la caja en vez de una silla, Javier, este es Manuel, como yo. Ellas son Rocío —dijo señalando a la morena de pelo ondulado y largo—, una sevillana afincada en Madrid y María, una de las mujeres con más carácter que encontrarás en toda tu vida.
—Que te den por el culo —dijo esta con un tono demasiado masculino.
—Ya me gustaría a mí —contestó Manu arrancando una risa generalizada.
Juan no daba crédito a la contestación de la joven, nunca había visto a una mujer hablar de esa manera, desde luego su padre tuvo razón cuando le dijo antes de llegar a la capital que «en Madrid, encontrarían gente de la más variopinta».
—Juan, te preguntarás qué hacemos aquí, aunque quizá sea más importante la pregunta, qué haces tú aquí —comentó su amigo Manu.
—No te quepa la menor duda —contestó el muchacho.
Manu tomó aire antes de comenzar a hablar, como si sus palabras guardaran una extrema importancia. Eso hizo que Juan prestara más atención, si cabía.
—Lo que te voy a contar jamás puede salir de aquí, revelándote ésto confío más en ti que en nadie en el mundo, si no quieres escuchar nada, todavía estás a tiempo de abandonar este lugar. Una vez que se entra, no se puede salir, ¿me he expresado con claridad?
Juan quedó muy sorprendido ante las palabras de su amigo, ¿a qué se refería?, ¿qué clase de lugar era ese?, ¿quién era toda esa gente? Demasiadas preguntas que necesitaban respuesta, la curiosidad le podía, no podía abandonar ese lugar sin saber qué se cocía dentro.
—Muy claro. Cuéntame —respondió decidido.
Manu volvió a tomar aire.
—Antes que sepas de nuestras actividades, mejor que sepas por qué estás aquí, te ayudará a comprender qué pretendemos. Creo que ese nefasto episodio que ocurrió en tu pasado, te convierte en una persona muy válida para nuestra causa.
—¿Qué causa?
—Dime —dijo Antonio, uno de los dos que aparentaban más edad—, ¿no estás cansado de esta situación? De la de que no haya absolutamente nada que echarse a la boca, la de que no puedas decir abiertamente lo que piensas ya que te pueden, con suerte eso sí, encerrar en una de las abarrotadas cárceles, la de que salvajes puedan actuar impunemente y ocurran desgracias como la que viviste tú en tu pueblo. En definitiva, la de que no seamos personas libres.
A Juan le sorprendió, y mucho, el discurso que acababa de escupir el hombre, sus palabras rezumaban un ligero halo de esperanza, como si conociese la solución a todos esos problemas que planteaba. Aunque quizá lo que más le sorprendía era que esas personas conocieran lo que pasó en Rafal, esperaba que eso no se tornara en su contra, sino, tendría que tener una buena charla con su amigo.
—Por supuesto que estoy cansado, ¿quién no?, cualquier persona con un mínimo de inteligencia lo está. Bueno —enseguida se dio cuenta de sus palabras—, menos las personas acomodadas, esas están encantadas con esta situación. Cada día que pasa, mientras nosotros nos ahogamos más, ellos viven mejor.
—Exacto —continuó Javier, que dio un enérgico salto inmediato de la caja en la que estaba sentado—, y para que todo esto deje de ocurrir, tenemos un remedio.
—¿Un remedio? —preguntó escéptico Juan, con la ceja arqueada.
—En efecto, se trata de...
Paco levantó la mano interrumpiendo a Javier, que quedó con las palabras ahogadas en su interior. Seguidamente hizo un gesto de silencio, llevándose el dedo índice a su boca, para después señalar la puerta.
Todos miraron en la dirección que marcaba Paco con sus dedos.
Por la parte inferior de la misma, pasaba luz natural, una luz que se había visto interrumpida por lo que parecía la silueta de dos piernas que, supuestamente, estaban frente a la madera.
Paco hizo gestos con sus manos para que todos se tranquilizaran, al mismo tiempo que comenzó a andar hacia la puerta. Si alguien los estaba escuchando y corría a dar el chivatazo, todos y cada uno de los allí presentes se podía dar por muerto.
El paredón los esperaba.
Paco colocó su fornido cuerpo, de una manera sorprendentemente sigilosa frente a la entrada, sacó de su bolsillo trasero su vieja y oxidada navaja y aguardó el momento idóneo para sorprender a su presa.

 

Carmen observaba con los nervios a flor de piel cómo su prima ponía la oreja tras la puerta por la que había entrado hacía unos instantes Juan. No sabía si estaba escuchando algo o no, pero a juzgar por su rostro parecía que no. No paraba de hacer muecas de «no me entero de nada», por lo que su esfuerzo por saber qué pasaba ahí dentro parecía que iban a caer en saco roto. Decidió comenzar a andar hasta su posición para pedirle que lo dejara ya.
Caminaba con paso lento pero decidido, tenía miedo a que Juan la descubriese haciendo un acto tan patético como infantil y automáticamente no quisiera volver a saber de ella.
Ése era su mayor temor.
Cuando apenas había recorrido la mitad de la distancia para llegar hasta la posición de Cloti, la puerta se abrió de repente y una mano salió para agarrar a su prima de la cabeza y de golpe, arrastrarla al interior del viejo lugar.
Carmen ahogó un grito y comenzó a correr en dirección de donde hacía unos instantes, estaba su prima.

 

 

 

Paco se sorprendió, y mucho, cuando comprobó que la persona a la que tapaba la boca con una mano y, con la otra, navaja incluida, apuntaba directamente a su cuello, era en realidad una mujer bien vestida. De todas las posibilidades habidas y por haber, esa era por la que menos hubiera apostado. Aun así, no soltó a su presa, estaba en la puerta escuchando y eso ponía a todos los presentes en un peligro sin igual.
—Déjala hablar —ordenó Antonio—, tenemos que saber qué hacía espiándonos. Quiero saber quién la envía.
Paco obedeció, soltó la mano poco a poco, liberando la boca de la joven, para que pudiera dar las pertinentes explicaciones, eso sí, sin bajar la guardia. Si por cualquier razón tuviera que dar un tajazo a su joven cuello, no dudaría en hacerlo. Había que proteger lo que había allí dentro.
—Habla, ¿por qué estabas espiándonos?
La joven se dispuso a hablar cuando en la puerta comenzaron a sonar fuertes golpes, muy rápidos e insistentes.
Paco tapó de nuevo la boca de la joven al mismo tiempo que el corazón comenzaba a palpitarle a un ritmo desenfrenado, al igual que el de todos los presentes.
En el año cuarenta, cuando alguien llamaba así a una puerta, tan solo podía traer desgracia pues, por lo general, solía ser la Guardia Civil que venía a llevarse a alguien a los cuartelillos, debido a una acusación vecinal o a vete tú a saber.
Paco apretó más fuerte la oxidada navaja contra el cuello de la joven, un leve movimiento hacia izquierda o derecha, y su cuello quedaría seccionado como el de un pollo en un matadero.
Hizo un gesto con la mirada a Pedro para que abriera la puerta, que seguía sonando sin cese.
Éste, antes de andar sacó también su navaja del bolsillo, de poco le podría valer si el que estaba llamando llevaba un arma de fuego en sus manos, pero menos daba una piedra. Comenzó a andar despacio hacia la puerta, que seguía sonando de manera insistente. Cuando ya se halló enfrente de la misma, respiró y la abrió de par en par preparado ante lo que pudiera encontrar tras esta.
Su sorpresa fue mayúscula cuando otra joven, ésta de una belleza sin igual, apareció tras ella con el rostro descompuesto y con una desesperación palpable.
Juan tardó unos segundos en reaccionar, jamás hubiera imaginado ver ese rostro tras la puerta cuando justamente se había temido lo peor. Cuando por fin lo hizo, tan sólo pudo decir una palabra.
—¿Carmen?
Todos volvieron su mirada hacia él, ninguno esperaba que Juan supiese quien era.
La joven sentía en esos momentos un cúmulo de emociones indescriptibles, la alegría de volver a ver frente a ella a su querido Juan, había quedado ensombrecida con el pavor que sentía todo su cuerpo al contemplar a su prima amenazada de muerte por aquel hombre, que parecía que no titubearía en caso de tener que sesgar el cuello de Cloti.
—¿La conoces? —preguntó Rocío con un marcado acento del sur.
—Sí... —dijo sin todavía poder creer lo que contemplaban sus ojos—, pero no entiendo nada...
—Soltadla, por favor —imploró Carmen con lágrimas en los ojos—, es mi prima, no estaba haciendo nada malo, tan solo quería saber qué hacía Juan aquí dentro.
Juan no daba crédito a lo que escuchaba, ¿quería saber qué hacía dentro de aquél lugar?, ¿acaso lo estaban siguiendo?
—Suéltala, Paco —medió Manu acercándose lentamente con la mano en alto hacia el hombre mientras observaba con detenimiento la cara de su mejor amigo, que parecía no comprender nada de lo que estaba sucediendo.
Paco los miró uno a uno, poco a poco fueron relajando su rostro, por lo que él también lo hizo y soltó a la joven, que enseguida corrió a abrazar a su prima y a llorar junto a ella.
—¿Qué has escuchado de lo que hemos hablado, jovencita? —preguntó inmediatamente Antonio, la preocupación por que aquella joven hubiese oído algo, era mayúscula.
—Nada, lo juro por Dios —dijo entre sollozos—, es verdad que lo he intentado, no lo niego, pero a través de esa puerta, por mala que pueda parecer, no sale ni una sola palabra de aquí dentro. Lo juro por Dios.
Todos se miraron, la joven parecía decir la verdad.
—Está bien, salid fuera y esperad si queréis a que salga Juan, o marchaos, como prefiráis, pero no quiero volver a veros por aquí cerca, ¿está claro?
—Muy claro, señor.
Ambas, sin dejar de llorar salieron por donde habían venido, Carmen miró por unos instantes a Juan, que seguía con cara de no entender absolutamente nada.
Tuvo miedo de haberlo perdido para siempre. Todo indicaba a que sí.
Una vez las jóvenes hubieron salido de su lugar de reunión, Paco mandó fuera a Pedro, para que se asegurase de que nadie pudiera saber lo que iban a hablar a continuación. Pedro confirmó con dos golpes en la puerta de que ya podían seguir hablando sobre el asunto que los había reunido ahí.
—En fin, corramos un tupido velo a lo que acaba de suceder pero, Juan, controla a tus amiguitas, nos jugamos demasiado —dijo Antonio mirando inquisitivamente al joven.
Juan pudo contestar cualquier cosa, pues no tenía culpa alguna de lo que acababa de suceder, eso sin mencionar que ni siquiera eran sus amigas, la situación se había tornado demasiado surrealista. Aún así, optó por callar y asentir.
—Bien, como ya ha dicho Javier, tenemos un remedio para acabar con ésta situación. Muchos piensan que esta etapa no durará mucho, que no puede ir a peor y que las cosas solo pueden tender a mejorar. Nosotros no pensamos así. Nos esperan años de represión, de muerte, de hambre, de enfermedades, de castigo a los que no pensamos como ellos. Todo este mal tiene un nombre y un apellido. Nosotros vamos a acabar con él.
Juan esperaba expectante tras la pausa adoptada por Antonio.
—Francisco Franco —prosiguió—, vamos a acabar con su miserable vida.
7 dí­as de marzo
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