Capítulo 33

 

SEVILLA, 20 de marzo de 1940

 

 

 

La Real Maestranza se mostraba gigantesca ante sus ojos. No era la primera vez que veían una plaza de toros, vivían en Madrid, pero no sabían explicar por qué esta les causaba más impresión que la plaza de Las Ventas.
Puede que fuera ese arte que se adivinaba en cada ladrillo que desprendía un aura de magia difícil de explicar, y eso que a ninguno de los tres le gustaba la fiesta nacional, es más, detestaban que se cometiera tal atrocidad en su interior.
Aun así, supieron apreciar ese aire místico que desprendía.
Rodearon la plaza hasta dar con la puerta número veintitrés, tal y como Romero Chico les había indicado. A pesar de no querer aparentarlo, los tres estaban bastante nerviosos, se estaban jugando demasiado y aquella reunión no era cualquier cosa.
Antonio miró a su alrededor al llegar al punto de encuentro, a pesar de que mucha gente deambulaba por los alrededores de la plaza, nadie se parecía a esa vieja y estropeada fotografía que había llegado a sus manos en la que apenas se podía apreciar el rostro del anarquista.
Hasta que lo vio.
Apoyado en un árbol, no muy lejano al lugar en el que se encontraban, fumando un cigarrillo liado —seguramente de restos de colillas del suelo— y con la mirada clavada en los tres líderes del grupo venido de la capital.
Antonio dio un codazo para que Paco se percatara de la presencia del hombre que buscaban. Este asintió y miró a su alrededor para ver si alguna autoridad se encontraba cerca. No era así.
Los dos comenzaron a andar empujando la silla de Anselmo hasta la posición del catalán.
—Buenas tardes, Romero —dijo a sabiendas que no se equivocaba con la persona que tenía enfrente.
—Buenas tardes, supongo que sois Antonio y Paco, ¿y él?
—Mi nombre es Anselmo, he sido elegido para guiar esta locura. Tú dirás cómo quieres hacerlo.
Romero se sorprendió por la determinación con la que hablaba aquel hombre que parecía tan poca cosa, era evidente que las apariencias engañaban.
—Me gusta tu decisión, necesitamos algo así para lo que vamos a hacer. El plan es muy sencillo —hizo una pausa momentánea para mirar a su alrededor y comprobar que nadie escuchaba—, Franco presidirá la procesión del Santo Entierro desde un palco que será montado en la plaza de La Falange. Qué hay que hacer es muy sencillo, lo difícil es hacerlo.
Anselmo enarcó una ceja, a la espera de que Romero Chico continuara con su explicación.
—Se le lanzarán unas granadas de mano, para a continuación acribillarlo con unas metralletas.
A Anselmo le faltó poco para levantarse de aquella silla y echar a correr ante tal disparate. Antonio y Paco pusieron caras de no creer lo que oían.
—¡Está loco! —gritó sin pensar las consecuencias que podría tener esa elevación de tono.
—Shhh —Romero puso su dedo índice sobre su boca al mismo tiempo que corroboraba que nadie había prestado atención al grito—. ¿Quiere que nos descubran? Sé que suena a locura, pero no es tan descabellado. Si consiguen tomar buenas posiciones las granadas pueden o bien matar o bien generar un tremendo caos, por eso lo de los fusiles. Si todo va bien se acabará con la vida del caudillo, de su mujer, de su hija y de un selecto grupo de hijos de puta.
—Pero no entiendo para qué necesitáis a gente como nosotros para llevar a cabo esta empresa, te aseguro que ninguno de los que hemos venido estamos preparados para algo así, ¿no hubiera sido mejor gente profesional?
—Por supuesto que hubiera sido lo ideal, pero comprenda que todos somos gente conocida. El solo intento de tomar posiciones para tratar de acertar al caudillo sería un suicidio, nuestras caras y manos están manchadas de sangre, somos viejos conocidos de las autoridades. Además, nuestra parte era proporcionar las armas, y eso es algo que hemos conseguido sudando sangre pues unos brigadistas se han jugado el cuello para introducirlas al país desde Francia, vestidos de Legionarios, trayéndolas hasta aquí con el consiguiente riesgo. No podemos asumir todo, es por eso que necesitamos de su ayuda.
Anselmo comprendió las palabras de Romero, acercarse hasta la figura del caudillo era una tarea casi imposible. Habría cientos de ojos velando por su seguridad y si en el atentado se implicaban rostros conocidos, sería sin duda un auténtico error.
—¿Y qué hay de Los Asaltantes? —preguntó el paralítico.
—¿Cree de verdad que ese grupo existe? —respondió un escéptico Romero.
—No es algo que crea, es algo que sé de buena tinta. Con esa guardia especial mezclada entre la gente lo único que podemos asegurarnos es un buen tajazo en la garganta.
—Siento no poder decir nada, no me he preocupado más allá de lograr que los brigadistas entraran en el país con el arsenal de armas, que ya es bastante. A partir de ahora tomarán el mando ustedes y de ustedes depende el éxito de la operación o no. Igualmente, si lo considerasen necesario y como último recurso podríamos involucrarnos nosotros, pero consideren el peligro que ello conlleva. Suya es la decisión.
Los tres reflexionaron sobre lo que el anarquista acababa de decir, no sabían cuál era la mejor opción pero aún quedaban unos días para poder pensar las cosas fríamente.
En concreto tres, contado el propio.

 

 

 

No olvidaban la causa por la que se encontraban pisando tierras hispalenses, pero aun así estaban disfrutando mucho con lo que sus ojos estaban observando.
Sevilla era simplemente preciosa.
Todos sin excepción —menos Rocío, obviamente—, miraban maravillados cada edificio que veían. No era común ver tanto edificio de color blanco y decorado con tantas plantas en Madrid y eso agradaba a la vista de cualquiera.
Rocío hacía de guía, les explicaba cada rincón por el que pasaban, cada edificio remarcable, cada monumento.
A Carmen, que caminaba agarrada de la mano a su amado Juan, le gustó especialmente el Hospital de la Caridad y la Torre del Oro, era una apasionada de los monumentos importantes y si eran bellos su interés se multiplicaba por cien.
A pesar de las circunstancias por las que estaba en ese preciso lugar, en ese preciso momento, estaba encantada de que fuera así. Hacía tan solo una semana no imaginaba que iba a encontrar el amor verdadero, dibujado en la persona de alguien tan humilde como Juan.
Mucho menos podía imaginar que dejaría su plácida y estructurada vida en la capital española para, por una parte permanecer al lado de su amor y por otra luchar por unos sentimientos reprimidos y acallados por haber nacido quizá en el tipo de familia equivocada.
No podía ser más feliz.
Miró a Juan sonriente, este le devolvió el gesto y sintió cómo su corazón se aceleraba hasta el punto que parecía que iba a escapar de su pecho.
Pensó que si salían de esa locura ambos escaparían para poder contraer nupcias y vivir en un pueblecito, apartado de todo y de todos, formarían una familia y serían felices. Felices para siempre.
Ojalá todo saliera como todos esperaban.
Sin darse cuenta, evidentemente, se acababa de cruzar con la única persona que podía impedir que eso fuera así.
7 dí­as de marzo
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