Capítulo 45
SEVILLA,
21 de marzo de 1940
Fernando miró de manera fugaz a sus
hombres, los necesitaba, sabía que él solo no podría hacerse cargo
de la totalidad de la situación, parecía que todos estaban
preparados.
Actuó.
—¡Alto a la Guardia Civil! —gritó pistola en
mano, apuntando directamente a Romero. Este, instintivamente,
levantó las manos en señal de rendición.
Acto seguido el resto de guardias gritaron
lo mismo que el cabo, apuntando a cada uno de los terroristas, que
también levantaron las manos de inmediato.
Galán miró sonriente a los ojos de Romero,
con esa típica mirada de: «He ganado, has perdido», a lo que el
catalán respondió con su más despreciable mirada y apretando los
dientes.
Fernando miró a las fulanas que había
alrededor de los terroristas, estaban aterradas, casi al igual que
el resto del cabaret, que miraba con ojos sorprendidos lo que
estaba sucediendo alrededor de ellos.
—¡Moveos de aquí, vamos! —gritó a las
chicas.
Estas obedecieron y comenzaron a levantarse
de sus asientos.
Lo que sucedió a continuación ocurrió tan
rápido que ni al propio Galán le dio tiempo para ver qué había
sucedido.
En un leve descuido por su parte, Romero
agarró a una de las chicas y la colocó a modo de escudo humano.
Llevó su mano atrás y en menos de un segundo sacó una pistola que
tenía oculta para después disparar contra el cabo de la Guardia
Civil, acertando con el disparo de lleno en el vientre de
este.
Fernando, que ni sabía que acababa de
ocurrir sintió una fuerte quemazón debajo de su tórax. Notó cómo
sus piernas se quedaban sin fuerzas para poder sostener su cuerpo y
cayó de bruces al suelo.
El momento de confusión generado hizo que
los otros cuatro anarquistas aprovecharan para tirar la mesa,
haciendo que los guardias retrocedieran unos pasos y perdieran la
oportunidad de éxito en caso de un disparo, pues los cuatro falsos
legionarios habían saltado en distintas direcciones ocultándose
detrás de otras mesas.
Comenzaron a disparar hacia todos lados,
consiguiendo acertar hasta en tres ocasiones a tres de los
guardias. Uno de ellos sufrió un balazo justo al lado del hombro
derecho, otro sintió como el proyectil acertaba en su gemelo
derecho y el que queda en la parte baja del brazo. Los otros dos
guardias que quedaban en pie respondieron a los disparos, errando
casi todos menos uno, que atravesó una mesa de madera que había
colocado como escudo uno de los terroristas y se hundió
directamente en su pecho, causándole la muerte de inmediato.
El intercambio de disparos por ambas partes
se siguió sucediendo, sin fortuna para ninguno de los dos
bandos.
Alertados por el estruendo que ocasionaban
los proyectiles al salir de las armas, los doce guardias apostados
en el exterior para una posible ayuda entraron corriendo. Todos
llevaban la pistola en mano. Cuando llegaron al punto exacto en el
que se producía la trifulca identificaron rápidamente a Romero,
sabían que era el objetivo principal y no podían permitir que
escapara ni que acabara abatido por un disparo.
Uno de los guardias no lo pensó y se lanzó
sobre su espalda. Este todavía agarraba a la joven que usaba como
escudo. Al sentir el frío metal de la pistola en su sien la soltó,
arrojó su arma al suelo y no opuso resistencia.
El resto de guardias se unió al intercambio
de disparos con los tres anarquistas que quedaban vivos, sus vidas
no valían nada pues ya tenían en su poder al más importante, por lo
que no les importó disparar a matar.
Hasta treinta y seis disparos seguidos se
necesitó antes de abatir a los tres delincuentes, que murieron con
tres certeros disparos en el centro de sus frentes.
Un guardia se acercó hasta ellos para
cerciorarse sobre su muerte y dar un tiro de gracia en el caso de
hacer falta. En ninguno lo hizo.
Con rapidez, dos guardias acudieron a
interesarse por el estado de salud de su superior. Fernando yacía
en el suelo, a punto de perder el conocimiento ya que la sangre que
emanaba sobre su herida parecía muy seria.
—¡Rápido, una ambulancia! —gritó uno de
ellos.
El otro no dudó y extrajo de su bolsillo un
pañuelo de seda marrón claro, comenzó a apretar la herida para
intentar que no saliera demasiada sangre.
—Venga, cabo, que va a salir de esta —le
dijo casi como en un susurro.
—¿Tenéis a Romero? —contestó en un tono
apenas perceptible.
—Así es, señor, hemos conseguido detenerlo,
el resto ha muerto. Panda de hijos de puta —al agente le sorprendió
cómo Galán seguía preocupándose por todo a pesar de lo grave que
parecía su herida.
—No blasfeme, estamos en Semana Santa, en
Sevilla, la que debería ser capital de la nueva España.
Dicho esto perdió el conocimiento.
La ambulancia fue pedida gracias al teléfono
que tenía la oficina del club, apenas tardó unos minutos en llegar.
Dos médicos atendieron de inmediato al cabo en el suelo del palco
en el que había sucedido todo, aun así, era imprescindible su
traslado al hospital, el Guardia Civil estaba grave.
Dos de los agentes metieron a Romero Chico dentro del coche policial, este no se
negaba a nada, estaba resignado a como habían acabado las
cosas.
La culpa de todo la tuvo su afición por esos
clubs, quizá sin eso todo hubiera ocurrido de una manera
distinta.
Montaron con sumo cuidado al cabo en una
camilla y con el mismo cuidado lo introdujeron en la ambulancia. El
hospital más cercano estaba a unos cinco minutos de ahí. Al parecer
podría llegar a la mesa de operaciones, en la cual intentarían
extraerle la bala y salvarle la vida.
Ya en el hospital, la bala se la
consiguieron extraer, la vida no pudieron salvársela, a los tres
días acabó muriendo en el hospital.
Aun así consiguió su objetivo de salvar a
España, como quería.
Quién sabe qué hubiera pasado si esa noche
no hubiera entrado en el cabaret.