Capítulo 46

 

MADRID, 21 de marzo de 1940

 

 

 

Al contrario que Felipe, Manuel supo en todo momento lo que estaba sucediendo, la siniestra sonrisa de Federico lo decía todo sin decir nada. Cuando abrió los ojos esperaba la estampa que se encontró. No sabía el tiempo que había pasado desde que los cerró, pero no parecían ser minutos pues le dolía el cuerpo como si hubiera estado en esa misma posición, sin moverse, durante varias largas horas.
—Ha pasado un día —dijo una voz a su derecha, no era otra que la de Felipe.
—¿Cómo? —eso sí que le sorprendió, no esperaba tanto tiempo.
—Lo que oyes, acaba de amanecer. Abrí los ojos por la noche, ya no he podido cerrarlos desde entonces.
—Ese hijo de puta...
—En efecto, todo apunta a que ha sido él quien nos ha atado, ¿la intención?, que alguien me la explique. No tenemos nada para que nos roben, creo que ese hombre se ha equivocado mucho con nosotros, pero, ¿cómo lo habrá hecho?
—¿Acaso no es evidente? Las infusiones.
—Lo he pensado varias veces, pero es algo inverosímil, las has preparado tú, no él. ¿Cómo iba a conseguir este efecto en nosotros?
Manuel quedó en silencio, no sabía qué responder a su amigo, aquello carecía de sentido.
—Es algo muy sencillo —sonó una voz a sus espaldas al mismo tiempo que se abría la puerta del cobertizo. Conocían de sobra esa voz—. Preparé esa mezcla de hierbas en casa. No creáis que son baratas, las traen de China, o de Japón o algo así. El caso es que os dejan KO con tan solo un sorbo y vosotros, queridos amigos, habéis tomado un vaso casi completo.
Federico se plantó frente a los dos amigos. Su aspecto distaba mucho del ofrecido el día anterior. Su ropa ya no era harapienta, ahora vestía con un elegante traje de color gris. Iba complementado con una limpia camisa blanca con rayas y una corbata en tonos grises y marrones. Su pelo estaba repeinado hacia atrás, pero su sonrisa era la misma que mostró a Manuel momentos antes de caer sumido en el sueño inducido.
Una sonrisa paralizante.
—¿A que me queda mucho mejor que lo que llevaba ayer? —comentó al mismo tiempo que daba una vuelta completa levantando sus brazos para mostrar mejor sus vestiduras.
—Federico, eres un hijo de puta, ¿qué puedes querer de nosotros? —soltó Felipe con la mayor cara de desprecio que podía mostrar una persona humana.
—Oh, sí, por supuesto, es muy sencillo, para entender lo que quiero de vosotros primero debo presentarme bien ante vosotros. Mi nombre es Federico Pozal —dijo con cierta teatralidad—, sólo que no os he comentado mi segundo apellido —hizo una pausa para otorgar mayor dramatismo a lo que iba a decir—. Mi nombre es Federico Pozal Giménez. Aunque todos me conocen como inspector Giménez.
Tanto Manuel como Felipe sintieron que sus mundos caían al suelo y eran pisoteados con fuerza por aquel hombre. Entre todas las posibilidades pensadas y por pensar, ninguna se parecía ni lo más mínimo a esa.
Estaban perdidos.
—¿Me estás diciendo que todo esto ha sido un burdo montaje para tenernos justo donde querías? —Felipe fue el primero en poder articular una palabra.
—No te quepa duda, y deciros que lo he pasado en grande. Habéis sido unos completos necios.
—¿No hubiera sido más fácil detenernos en el tren? ¿Has tenido que montar todo esto?
—¿Y acabar con la diversión tan pronto? No, de ninguna manera.
Manuel casi vomitó ante la triunfal sonrisa que estaba emitiendo aquel ser despreciable.
—¡Eres un cabrón! —vociferó Felipe, moviéndose como la cola de una lagartija en la silla.
—Sí, lo soy, pero no sabéis cuánto. Tenéis suerte, vais a recibir una demostración. ¡Chicos! —Gritó hacia el exterior.
Ni Felipe ni Manuel pudieron girar la cabeza lo suficiente debido a su posición para poder ver qué era lo que entraba, pero no tardaron demasiado pues lo expusieron delante de sus miradas.
Eran tres hombres, cada uno de ellos portaba un objeto. Uno llevaba en sus brazos un aparato raro, no supieron identificar lo que era. Otro tenía algo que Felipe no había visto nunca, pero Manuel sí, en su fábrica, era una batería eléctrica. Lo que llevaba el otro no era muy difícil de reconocer, una vara gruesa de hierro.
—¿Sabéis que es esto? —dijo el inspector señalando hacia el primer aparato.
Ninguno respondió, pero lo miraron bien. La parte de abajo consistía en una caja de madera brillante, de la que salía algo parecido a una palanca. La parte de arriba, algo más sofisticada, parecía una compleja máquina que acababa en algo que se asemejaba a un instrumento musical, a una trompeta en concreto.
—Es un fonógrafo, es un invento que tiene más de medio siglo, aunque no se ven demasiados por aquí, pero claro, en la policía tenemos uno. ¿Para qué lo queremos? Sencillo, nos sirve para grabar confesiones, aunque no lo creáis hay veces que se muestran algo reacios a condenar a muerte sin una prueba. Esto nos sirve. Los otros dos objetos también los utilizamos mucho, sirven para hacer confesar.
Ambos miraron ambos «instrumentos» con el lógico miedo de lo que se les venía encima.
—A ver, vosotros sois dos simples ratas de tres al cuarto, no representáis nada, lo que me interesa es todo lo que hay detrás, quién os facilita todo, quién os compra lo que trapicheáis... eso... Si confesáis rápido, os prometo una muerte rápida en cuanto os juzguen, prometo meteros el tiro de gracia yo mismo, para que no sufráis demasiado en la cárcel. Creedme, se pasa mal.
Manuel y Felipe no dijeron una sola palabra, no eran tontos y sabían que si hablaban más de la cuenta no solo estarían ellos en peligro, también lo harían sus familias.
—Yo no sé nada —dijo primero Manuel.
—No sabes, ¿eh?. No pasa nada, seguro que yo consigo que recuerdes.
Anduvo hasta la mesa, en ella habían dejado los tres objetos, dos de los hombres se habían alejado, otro estaba al lado del fonógrafo, dándole a la palanca para que todo aquello se grabara.
Aunque no era idiota, sabía que tenía que parar cuando su jefe comenzara con el baile.
El inspector agarró el palo de hierro. Pesaba, pero no era la primera vez que lo cogía, ya estaba acostumbrado.
Se dirigió hacia Manuel, que se encogió por el miedo a lo que pasaría.
—Tranquilo, ahora no te voy a matar, si no todo esto no tendría sentido. No podrían juzgarte en un juicio sumarísimo y nada de esto valdría. Eso sí, puede que duela algo —hizo una pausa mientras miraba como un sádico la vara—. Dicen que la zona donde menos puede doler un golpe en todo el cuerpo, es en el lateral del brazo. Dime si es verdad.
De pronto atizó con una tremenda fuerza en el lateral del cuerpo de Manuel, que soltó el más desgarrador de los gritos de dolor.
Felipe cerró los ojos con fuerza, a pesar de que debía de permanecer unido a su amigo, no quería ver con sus propios ojos como de seguro le había partido el hueso del tremendo golpe. El grito soltado por Manuel lo decía todo. No hacía falta verlo.
Manuel seguía retorciéndose de dolor, dos grandes lágrimas caían por su cara. Si hubiera podido soltarse de la silla habría matado a aquel demente, con sus propias manos, con el hueso roto incluso.
Felipe abrió los ojos, la imagen que se reveló ante él era todavía más aterradora que el golpe sobre su amigo.
7 dí­as de marzo
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