Capítulo 20

 

MADRID, 19 de marzo de 1940

 

 

 

En los primeros metros no dijo nada, esperó a ver si él se animaba a contarle qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos. Se limitó a empujar la silla rumbo a su destino.
No veía la cara de su tío, no sabía si estaba serio o tenía la falsa sonrisa que había mostrado en su vivienda, realmente no le importaba, lo único que necesitaba saber eran los motivos que lo habían empujado a presentarse sin previo aviso en su piso.
—¿Acaso no piensas decir nada? —dijo ya desesperada al ver que este no se animaba.
—¿Decir? ¿Qué quieres que te diga?
—No te hagas el tonto conmigo ahora, tío, sabes a la perfección a lo que me refiero.
Su tío giró la cabeza y le dedicó una sonrisa, esa no parecía cínica, o al menos la había disimulado demasiado bien en el caso de serlo.
—Digamos que siento curiosidad —dijo con la cabeza de nuevo mirando al frente.
—¿Curiosidad? —quiso saber Carmen— ¿Por?
—No sé, ayer me dejaste pensativo. Quiero comprobar de qué va todo esto, no quiere decir que muestre interés real en vuestra «causa» —hizo un gesto de comillas con sus dedos—, pero siento curiosidad por saber si sois una panda de pirados o no.
—¿Y qué pasaría si a tu juicio lo somos? —quiso saber la joven.
—Quizá entonces me interese por lo que vais a tratar de hacer.
Carmen no pudo evitar sonreír. Ese comentario lo hubiera pronunciado el Anselmo que ella recordaba, el Anselmo de antes del ataque, el Anselmo que ella adoraba.
Quizá su padre tenía razón y ella sola había conseguido reavivar ese fuego que sabía que todavía prendía dentro de su tío, quizá se había auto menospreciado. Fuera como fuese no podía estar más contenta, levantar en su tío de nuevo las ganas de vivir era el mayor regalo del mundo. Ojalá todo aquello fuera algo real y no tan solo un espejismo, como había llegado a temer en varias ocasiones desde que lo había visto en la cocina de su casa.
Por otro lado estaba contenta por haber cumplido con su palabra, les prometió un líder y un líder les iba a llevar. Deseaba con todas sus fuerzas que su tío comprobara con sus propios ojos cómo aquello era mucho más serio de lo que en un principio podía sonar y colaborara con su extrema inteligencia en la causa, con él todo saldría a pedir de boca.
Cuando el resto de los integrantes conocieran a su tío en todo su esplendor, conseguirían la confianza suficiente para llevar a cabo el cometido propuesto, daría unas alas que los haría volar directos a su fin, directos al fin del caudillo.
Continuaron camino a su destino en silencio, Carmen absorta en sus pensamientos, Anselmo expectante por ver qué se encontraría en el almacén del que le había hablado su sobrina.
Todavía era temprano, pero estaba segura que ante lo inmediato de todo ya estarían los integrantes dentro del local, esperando a ese líder que se acercaba empujado por ella misma, ese líder del que no podía sentirse más orgullosa en aquellos instantes.
Cuando llegó a la desdichada puerta hizo la llamada secreta, no tardó en abrirse.
Empujó la silla de su tío al interior del local, decidida, cuando la puerta se cerró y sus ojos se acostumbraron a la semi oscuridad que había dentro del almacén, comprobó que en efecto todos la esperaban.
Incluido Juan.

 

Los colchones iban todos juntos en un mismo vagón, ya los vieron el día anterior pero nunca hubieran imaginado que eran para tal causa. El suyo, en concreto, estaba situado el segundo empezando por abajo en una pila de cinco colchones. Ambos, por consejo del contacto de Manuel, habían tomado asiento un par de vagones alejados del preciado botín, para intentar no levantar sospechas.
Si acaso en una inspección encontraban el preciado botín, al menos que ellos pudieran estar a salvo.
Felipe no quitaba ojo, intentando en medida de lo posible disimular su inquietud, de todos los pasajeros que deambulaban todo el tiempo de un lado para otro. No paraba de preguntarse por qué esas personas no se estaban quietas y tomaban asiento mientras durara el trayecto, como hacía él mismo.
Intercambiaba sus miradas a la gente con otras al exterior, eso lo tranquilizaba bastante.
En uno de los corrientes y tremendistas pensamientos que a cualquier persona que vive una guerra le vienen a la mente, había imaginado que todo era destruido, que llegaría un punto en el que naturaleza dejaría de existir, dando paso a llamas, amasijos de piedras, caos y sobre todo, destrucción. En su pueblo natal, Rafal, no había vivido en primera persona grandes bombardeos, gracia a Dios, pero había escuchado en decenas de ocasiones en la radio el drama que se estaba viviendo sobre todo en las grandes urbes. Su imaginación no daba abasto con lo que él pensaba que sería todo aquello.
Aun no viviendo en primera persona los grandes ataques que caracterizaron la guerra, sí era cierto que en Rafal había vivido auténticas atrocidades. Como casi todo Alicante, Rafal había permanecido fiel a la república durante casi los tres años que duró la contienda. Felipe había visto de todo en su pueblo, desde varios intentos de incursión por parte de vecinos partidarios de la rebelión, hasta lucha entre hermanos, cada uno con una visión distinta sobre el destino que debía imperar en España, pasando por violaciones en lugares poco transitados y robos, muchos robos.
Incluso las propias autoridades del pueblo no tenían muy claro qué hacer, cada uno con unos propios ideales dentro de un mismo seno político que tan solo consiguió que se creara más clima de incertidumbre al no estar ni ellos mismos de acuerdo de cómo debían proceder en cada momento.
Un auténtico caos.
Lo que ni él ni la mayoría de sus convecinos sabía era que lo peor no era el conflicto en sí, sino lo que vino a continuación. Las represalias por parte de los nacionales no se hicieron esperar y, en un pueblo en el que todo el mundo se conocía eran bastante fáciles de aplicar. Ahí, al contrario de la gran ciudad, no hacía falta que alguien te delatara como «rojo», todos sabían quiénes habían estado en un bando y quiénes habían estado en el otro. Las humillaciones públicas, las vejaciones, de nuevo violaciones y sobre todo las palizas que por doquier suministraban los conocidos como Camisas Azules formaban parte del día a día. Punto y aparte merecía el empobrecimiento extremo por parte de la población que hacía que murieran personas con extrema facilidad.
Sobre todos niños.
Había visto morir ya a demasiados y eso quizá había sido lo más duro que había visto en toda su vida, mucho más que la guerra en sí.
Felipe no podía alegrarse de su nueva situación, sobre todo porque había acabado en la capital tras vivir en sus propias carnes ese caos que se había generado en su pueblo. Pero en el fondo estaba agradecido por haber acabado ahí, a pesar de todo.
El reencuentro con un amigo de la infancia como era Manuel y, sobre todo, las nuevas oportunidades que se le planteaban en un sitio tan enorme como Madrid, hacía que no echara tanto de menos su verdadero hogar como en un principio había previsto.
Y es que no sabía a ciencia cierta si todavía viviría en el caso de habitar en su pequeño pueblo.
Seguramente no.
Ahora tenía que centrarse en intentar dar sustento a su familia mientras seguía buscando la forma de hacerlo sin incurrir en el delito. Era evidente que no podía seguir tentando a la suerte durante demasiado tiempo pues las consecuencias podrían ser fatales, había huido de un inminente infierno en su pueblo, no podía permitirse el lujo de entrar en otro.
Dejó de mirar el exterior, ya más calmado. Miró hacia el frente, observó como un hombre con unas enormes gafas rotas pasaba cerca de él, no merecía la pena que le prestase mayor atención. Miró hacia el último asiento del vagón, algo llamó su atención, no lo había visto. Una mirada estaba clavada en él, la persona sonreía con suavidad.
No le hubiera inquietado lo más mínimo si no se encontrara en ese tren realizando ese tipo de trabajo.
Tampoco lo hubiera hecho si no hubiera recordado esa cicatriz.

 

 

 

Todos esperaban expectantes a que Carmen presentara al desconocido. Si hubieran apostado por el aspecto de la persona que supuestamente iba a traer, todos sin excepción hubieran perdido la misma.
Lo primero que rompía sus esquemas evidentemente era la silla de ruedas que hacía las funciones de unas piernas en el individuo. Después de eso estaba su aspecto, todos lo habían imaginado como un hombre fuerte, con decisión en su mirada, con un rostro duro, con fuego en los ojos. Aquel hombre era todo lo contrario. Era bastante enclenque, la mitad de la cara que mostraba la espesa barba que cubría por debajo de su nariz aparentaba una debilidad bastante pronunciada, con unos ojos cansados y sin ningún fuego.
Carmen debía estar loca si pensaba que esa era la persona idónea para liderar su causa.
—Aquí lo tenéis, Anselmo Salinas, la persona que os prometí, mi tío —comentó Carmen al comprobar que ninguno se atrevía a pronuncia ni una palabra.
Si el aspecto de Anselmo causó duda en un primer instante ante los presentes, el saber estos que era su tío tan solo creó un clima mucho más grande de incertidumbre. Algunos, como Rocío y Javier, dibujaron una sonrisa en su rostro de satisfacción al pensar que tenían razón y no podían dejar en manos de una niña ricachona del Madrid acomodado la búsqueda de una persona que abanderase su causa.
—Carmen, preciosa... —intervino Paco ante la tensión que se estaba generando por momentos en el ambiente— no sé cómo decirte esto... Tus intenciones, no caben duda de que han sido buenas, pero no estoy seguro de que tu tío sea precisamente la persona que necesitamos que nos guíe ante algo tan delicado como nuestro menester.
—Paco... —Carmen comenzó a hablar pero su tío levantó la mano para que callara enseguida.
—Creo que os estáis aventurando demasiado. Carmen me ha traído para que os conozca, no para que os lidere. Eso es algo que decidiré si realmente merecéis la pena, cosa que con toda lógica no me habéis demostrado todavía. Veo que me rechazáis con la mirada, que os creéis superiores por andar con vuestras propias piernas, que pensáis que mis músculos atrofiados son inferiores a los vuestros solo por el simple hecho de que los utilizáis con constancia. Dejadme deciros qué veo yo, veo una panda de gente que parece noble, o al menos noble es su causa, pero asustada. ¿Pensáis hacer algo tan complicado con miedo en vuestros ojos? ¿Con duda? Lo único que conseguiréis con todo esto es que el juicio sumarísimo que os hagan demore vuestra pena de muerte uno o dos días más. Si pensáis que vuestro barco llegue a buen puerto así, sinceramente lo lleváis claro.
—¡Yo no tengo miedo de nada! —intervino Pedro con los ojos inyectados en rabia.
—¿De veras, hijo? —contestó Anselmo sin ni siquiera inmutarse ante la reacción del joven—, dime, ¿cuál es tu papel dentro de esta misión?
—Todavía no lo sé... —dijo sin dejar de mantener la mirada fija a los ojos del paralítico.
—Oh... vaya... todavía no lo sabes... —comentó sonriente—, ¿Te puedo contar una curiosidad? Franco sale a cada acto con una guardia que ninguno de vosotros conoce, de hecho poca gente lo sabe, una guardia que conocen como Los Asaltantes. Te puedo asegurar que es su guardia más letal, siempre van infiltrados entre los asistentes a cada acto, vestidos como el pueblo. Su arma más letal no es una pistola ni un cañón, es su afilada y maltrecha navaja, con la que han rebanado cientos de cuellos cada uno. Se dice que suelen contarse por decenas en cada salida pública del caudillo. Su origen es confuso pero se les da ese nombre pues se cree que son bandoleros de los montes reclutados personalmente por el caudillo con la promesa de que se les perdonarán sus crímenes de asalto si actúan a su servicio. Además de una gran cantidad de dinero, dinero que se deniega al pueblo. Dime, hijo, ¿quién crees que identificará primero? —hizo una pausa en la que sonrió más todavía —¿Tú a un Asaltante o Los Asaltantes a ti?
Pedro tragó saliva ante el discurso que se acababa de marcar Anselmo, si pretendía asustarle, desde luego lo había conseguido.
Carmen asistió atónita ante la explicación de su tío, ¿cómo sabía todo eso si no salía de su casa y ni siquiera se apartaba de la ventana? ¿Acaso se lo había inventado para intimidar al bravucón de Pedro?
Anselmo contempló divertido primero la reacción del joven, que de manera paulatina fue calmando su ira y retrocediendo con el rabo entre las piernas cual perro asustado. Segundo por la cara de desconcierto de su sobrina que seguro pensaba cómo sabía él esas cosas si tan solo era un fantasma que moraba su propio hogar.
La explicación era sencilla: Su amigo Manolín.
Manolín había asistido impotente al asesinato de su mujer e hijos por parte de un fuego cruzado que comenzó sin previo aviso en medio la capital. Murió mucha gente, aunque a él tan solo le importaba las tres vidas que le había sido arrancadas de manera inesperada.
Tras ello había encontrado refugio encima del piso del Anselmo, que estaba abandonado pues sus ocupantes habían emigrado a Francia de forma apresurada y del cual Anselmo poseía llaves para lo que pudiera hacer falta. Manolín había pasado a ser una sombra pues salía a la calle como si de un espía se tratara, la paranoia se había apoderado de él y los pensamientos de que iban a ir en su búsqueda para matarlo presidían el centro de sus pensamientos.
En la auto clandestinidad que él mismo se había impuesto había descubierto ciertos secretos.
Moviéndose por círculos poco recomendables de gente menos recomendable aún, había descubierto cosas que muchos ni podían imaginarse. Anselmo lo recibía en su hogar cada noche, aparte de su sobrina y de la enfermera que lo cuidaba durante todo este tiempo había sido su enlace con el mundo real. Hablaban todos los días y ambos recordaban tiempos en los que al menos eran felices. Él le había contado lo de Los Asaltantes pues él mismo había conocido a uno en un viejo prostíbulo de la capital.
El alcohol y las mujeres hicieron que este confesase a lo que se dedicaba realmente.
—Nunca he oído hablar de esa guardia de la que hablas —comentó Antonio rompiendo el clima de desconcierto que había creado Anselmo con sus palabras.
—Motivo de más para pensar que estáis muy preparados para acabar con todo esto —ironizó el tío de Carmen.
—¿Y cómo sabemos que es verdad lo que cuenta este señor y no es una simple patraña para hacerse el interesante? —intervino Javier con una ceja enarcada.
Anselmo resopló antes de contestar.
—Si quieres, hijo, puedes comprobarlo por ti mismo, es muy sencillo. Ya sabes qué hacer.
La respuesta hizo que Javier se quedara sin argumentos para debatir.
—En fin, lo que yo os diga, solo veo una panda de gente asustada, veo a un gallo corriendo sin cabeza. Desde luego si pretendéis morir de una forma u otra, esta es vuestra ocasión. ¿Me llevas a casa, Carmen?
Carmen abrió los ojos ante la sorprendente petición de su tío, temía que hiciera justamente eso. No podía permitir que se marchara así, sin más, ahora más que nunca lo necesitaban para concluir con éxito su propósito.
—Tío, por favor —utilizó su tono más angelical—, creo que es más que evidente que te necesitamos. Necesitamos alguien con una mente como la tuya, sin ti, como bien dices podremos morir. Y digo podremos porque me incluyo. ¿Permitirías eso?
Anselmo la miró con ojos que iban rozando la desesperación ante tal afirmación.
—Carmen, no puedes involucrarte en esto, no puedo permitir que te pase nada y al lado de esta gente no vas a conseguir otra cosa, no saldrá bien.
—Si quieres que no me pase nada, ayúdanos, haz que no me pase nada. En ti confío, más que en nadie en el mundo entero. Sin ti como bien dices vamos a una muerte segura, si no quieres que eso ocurra, sé nuestro guía.
El paralítico miró a su sobrina, la táctica del chantaje que estaba empleando estaba dando sus frutos, no podía permitir que le sucediera nada. Conocía a la joven y sabía que por desgracia no vacilaba en sus afirmaciones, iría pasara lo que pasara con esa gente, por lo que tenía que involucrarse en el asunto.
Al menos para velar por su seguridad.
Antes de pronunciarse miró uno a uno a las fichas que tomarían parte de esa partida de ajedrez que querían jugar. Los dos que aparentaban más edad, a pesar de no haberse casi manifestado, parecían seguros de sí mismos, no hacía falta ser un lince para saber que seguramente eran los dos líderes de aquel grupo de insurrectos. Los más jóvenes aparentaban otra cosa, a pesar de un desparpajo evidente en personas de su edad y un entusiasmo palpable, como había dicho antes sus ojos emitían miedo a raudales.
Las dos chicas no dejaban de mirarse entre sí, como si en algunos momentos se llegaran a preguntar qué hacían allí con exactitud. De los chicos había tres que no se habían pronunciado, estaban sentados separados, uno de ellos cercano al grupo de los dos que sí habían mostrado sus bravuconadas y los otros dos algo más alejados. Uno de ellos mostraba evidentes signos de violencia en su rostro, aparentemente le habían dado una paliza pues aparte de los evidentes moretones, parecía que le faltaba algún que otro diente. El otro, que no dejaba de mirar a su sobrina tenía algo distinto en su mirada, en realidad no sabía identificar el qué, pero algo le decía que ese chico era distinto a los demás, que su brillo estaba muy por encima del resto. Esperaba no equivocarse, le prestaría atención a partir de ahora.
—Está bien —contestó al fin—, si acepto será bajo una serie de condiciones. Una: Me respetaréis en todo momento, eso significa que acataréis mis ideas y, digamos, mis órdenes, si no es así no sé qué hago exactamente aquí. Dos: Si en algún momento considero que el peligro es tan evidente que la seguridad de todos se va a ver comprometida, abortaré la misión de raíz y vosotros acataréis sin rechistar. Tres: En el momento que alguien me toque los cojones, me iré a la mierda y me llevaré a mi sobrina. ¿Está todo claro?
Sin dudarlo ni un instante todos asintieron al unísono.
—Perfecto —dijo Paco al ver que todos estaban de acuerdo—si no te importa pasemos a la parte trasera con Antonio —dijo dirigiéndose a Anselmo—, tenemos que empezar a dar forma a esto a la de ya.
Anselmo asintió y con sus brazos comenzó a empujar las ruedas de su silla en dirección al lugar indicado.
Había mucho que planificar.
Demasiado.
7 dí­as de marzo
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