Capítulo 40
MADRID,
21 de marzo de 1940
Manuel sacó cuentas mentales de cuánto
habían andado hasta el momento, calculó que alrededor de unos
cuatro kilómetros.
A pesar de que a campo abierto el frío
parecía que se dejaba palpar algo más que dentro de la capital, el
andar sin interrupción durante cuarenta minutos hacía que sintiera
una leve sensación de calor en su cuerpo. Aflojó la harapienta
bufanda que tenía desde ni se acordaba y continuó andando al tiempo
que miraba a su amigo Felipe y a Federico, el hombre que los había
salvado de un fatal desenlace a bordo del tren.
—¿Cuánto quedará? —comentó Felipe, que no
estaba demasiado acostumbrado a andar y ya notaba sus piernas
cansadas.
—Siento decir que no tengo ni idea, pero
estoy seguro que si la ciudad estuviera cerca, ya podríamos verla
desde aquí. Me temo que todavía nos queda un buen rato andando
—respondió Federico, que también parecía algo cansado.
El único que no lo estaba era Manuel, que
acostumbraba a andar cuando iba de camino a su fábrica, sita en la
otra punta de la capital y en la que necesitaba una hora para ir y
otra para volver día a día.
Eso cuando todavía conservaba su trabajo,
claro.
Le dolía mucho aquella situación, lo había
dado todo durante el tiempo que había estado trabajando en aquel
lugar. Era sin duda el mejor trabajador del que habían dispuesto
nunca y lo habían echado de aquella manera.
Con una patada en el culo y sin las gracias
por todo lo aportado durante aquellos años.
Como a un perro.
Manuel lamentó profundamente que se hubiera
llegado a aquella situación, una situación en la que contaba más la
ideología política que la valía misma de la persona, haciendo que
un país antaño próspero y prometedor ya no se distinguiera entre
profesiones.
Tan solo existían rojos y nacionales.
Y cuantos menos existieran de los primeros,
mucho mejor. De hecho ya se estaban encargando de que dejaran de
existir.
Continuaron andando durante unos diez
minutos más. La boca, también debido en parte a las leves brisas
que de vez en cuando golpeaban sus rostros, pedía a gritos algo de
agua pues se estaba secando considerablemente.
—Necesito beber algo, tengo la garganta que
ni me la siento —comentó Felipe.
—Te entiendo, amigo, me ocurre lo mismo. Si
pudiéramos echarnos unas gotas de agua a la boca seguro
aguantábamos una hora más caminando y quizá así lleguemos a Madrid
—dijo Federico mirando con el ojo cercano a la cicatriz algo
entornado a Felipe.
Ambos amigos asintieron, algo de agua les
vendría bien en esos momentos.
—Mirad —dijo Federico señalando con su
índice hacia lo que parecía un cobertizo de madera—, quizá allí
haya algo de sustento, hasta algo de comida puede.
Dicho esto comenzó a andar en dirección el
cobertizo ante el escándalo de Felipe y Manuel, que miraban al
hombre con los ojos abiertos como platos.
—¿Estás loco? —preguntó el padre de Juan— Si
nos descubren entrando ahí nos podemos buscar la ruina.
Federico comenzó a reír ante la preocupación
de Felipe.
—¿De verdad, querido amigo? ¿De verdad vas a
preocuparte ahora por eso cuando casi os agarran con un colchón
lleno de alimentos de contrabando?
Felipe pensó en las palabras de aquel
hombre, quizá tuviera razón y no fuera para tanto. Además tan solo
buscaban algo de agua para poder beber y si tenían la buenaventura
de encontrar algún mendrugo de pan, aunque fuera duro, tampoco
sería para tanto en comparación a lo que llevaban haciendo los
últimos días.
Llegaron al cobertizo, la puerta estaba
cerrada, al parecer con llave.
Federico miró a su alrededor. No había nadie
a la vista.
—Creo que está cerrado, deberíamos irnos
—comentó Manuel sin dejar de mirar nervioso hacia un lado y
otro.
—No os preocupéis, tengo llaves de esta
puerta.
—¿Cómo que tienes llav...?
No dio tiempo a que Felipe terminara la
frase. Con la planta de sus viejos y raídos zapatos, Federico
asestó un patadón a la puerta que cedió antes su empuje y acabó
abriéndose de par en par.
—Puerta abierta, os dije que tenía llaves.
Pasemos.
Ambos amigos hicieron caso y pasaron al
interior boquiabiertos. Estaban sorprendidos ante la decisión con
la que se movía Federico. Ese hombre desde luego era una caja de
sorpresas.
Al entrar no se veía nada, todo estaba
demasiado oscuro. Anduvieron con sus manos por delante mientras
palpaban todo lo que se encontraban al paso, como si fueran ciegos,
parecía que había una mesa con cuatro sillas alrededor. El resto de
la habitación fueron incapaces de identificarlo en un principio.
Cuando sus ojos consiguieron acostumbrarse un poco más a la
oscuridad, comprobaron que en el centro de la mesa había una vela,
y que al lado de esta se encontraba una caja con cerillas.
Fue Felipe el que agarró una y encendió la
vela.
El interior del cobertizo se reveló ante sus
ojos como por arte de magia, parecía una vivienda en toda regla
pues a pesar de sus reducidas dimensiones contaba con todo lo
indispensable para poder vivir en él. Aparte de la mesa y las
sillas que ya habían adivinado, comprobaron que la pared oeste
contenía una cocina para preparar el alimento diario. En el lado
contrario había un jergón, listo para el descanso. Además tenía una
letrina y un espacio aparentemente reservado para el aseo
personal.
La cara de asombro fue general.
—Vaya —dijo Federico girando sobre sí
mismo—, este lugar es todo un descubrimiento.
Felipe asintió al mismo tiempo que reposaba
sus nalgas sobre una de las sillas.
Federico comenzó a andar oteando el lugar
minuciosamente, se posó frente a unos viejos armarios que reposaban
encima de la cocina.
Los abrió.
—Vaya, aquí hay una bolsa de tela con algún
tipo de planta —la agarró y la acercó a su nariz, para olerla—,
parece Manzanilla a juzgar por su aroma. ¿Os apetece? Aquí hay
vasos de cristal y en ese rincón hay dos tinajas que apuesto que
contienen agua.
Manuel se acercó a ellas, en efecto
contenían el cristalino elemento. La probó.
—Está buena, bebed.
Felipe y Federico obedecieron y tomaron
varios sorbos introduciendo su mano en la tinaja, lo hicieron
despacio, el agua estaba muy fría.
—Bueno, qué me decís, ¿os apetece una
infusión?
—¿Ahora? Creo que deberíamos seguir —dijo el
padre de Manu, que se sentía descansado.
—Mira a tu amigo, necesita un pequeño
descanso, y yo también, una infusión no hará daño, a mí no me gusta
su sabor, pero si gustáis vosotros...
Ambos amigos se miraron, quizá un pequeño
descanso de diez minutos hiciera que retomaran el caminar con algo
más de energía. Además, una infusión siempre caía bien dentro del
estómago.
—Está bien, sentaos, yo las preparo —comentó
Manuel—, ando más descansado que vosotros.
Federico aceptó de buena gana y tomó asiento
frente a Felipe, que tenía un claro gesto de estar agotado.
Manuel llenó dos vasos de agua, uno para su
amigo y otro para él, se acercó hasta la bolsa con las hierbas y
echó un puñado a cada vaso, lo que él estimó oportuno.
Lo removió bien con una vieja cuchara que
había al lado de la cocina.
Acercó los vasos a la mesa, tomó asiento al
lado de su amigo y le dio el suyo a Felipe, que inmediatamente
acercó su vaso hacia la vela encendida y lo colocó justo encima,
para que se calentara el contenido.
Conseguido su propósito, Manuel hizo lo
mismo.
Saborearon la infusión lentamente, aquello
no sabía demasiado bien, pero entre que a ambos les gustaba con
algo de azúcar y allí no había, y que quizá la bolsa estuviera ahí
tanto tiempo que la hierba se hubiera desecado en exceso, restaron
importancia al asunto.
Terminaron en un periquete los brebajes, en
silencio decidieron esperar unos minutos más para comenzar a echar
a andar.
Manuel comenzó a sentirse cansado, quizá el
hecho de haberse relajado hubiera sacado a flote una sensación
oculta por los niveles de adrenalina que todavía tenía en sangre
debido al incidente del tren. Miró a Felipe, su rostro denotaba un
cansancio cada vez más extremo.
Federico parecía que se sentía igual.
Notó como los ojos comenzaban a picarle más
de lo habitual, como cuando el sueño se hace presa de uno e
irremediablemente tiene que cerrarlos para entregarse a Morfeo.
Pasó su mano por la cara, movió la cabeza bruscamente en un par de
ocasiones para intentar que desapareciera la modorra.
Lo preocupante vino a continuación.
Sus piernas comenzaron a pesarle de una
manera extrema, si hubiera decidido levantarse en aquel momento de
su asiento le hubiera sido imposible. Su trasero parecía pegado a
la silla. Intentó pasar su mano de nuevo por el rostro para ver si
conseguía hacer desaparecer esa sensación, pero le fue imposible
levantar los brazos, no obedecían sus órdenes.
Sus párpados comenzaron a cerrarse poco a
poco, en un último esfuerzo miró a su amigo, que al parecer se
encontraba sumido en algo parecido a lo suyo.
Consiguió girar la cabeza hacia delante, con
los ojos casi cerrados consiguió ver cómo Federico sonreía con la,
seguro, sonrisa más maléfica que había podido ver en toda su
vida.