Capítulo 47

 

MADRID, 22 de marzo de 1940

 

Nunca había visto a un sádico, pero no le hacía falta para saber que ese hombre tenía la cara que tendría uno.
Sus ojos emanaban fuego, al mismo tiempo que estaban abiertos hasta casi salir de sus órbitas, revelando unas venas en ellos que Felipe no sabía ni que existían.
Aquel loco se estaba divirtiendo de lo lindo con todo aquello.
En una décima de segundo comprobó todo lo que era capaz de pensar. Decenas de recuerdos asaltaron su mente, al mismo tiempo analizó la situación y llegó a la conclusión de que aquel hombre no se encontraba dentro de sus propios cabales.
Había preparado todo aquello con meticulosidad. Con una paciencia aterradora lo había calculado todo para que sucediera tal y como quería, aquella mente parecía sacada de aquellos libros que tan famosos se estaban haciendo, aquellos en que los protagonistas eran asesinos que de pequeños sus padres abusaban de ellos.
Todo el horror de la situación quedó reflejado en la estampa que tenía delante.
Como sacado de un manicomio, el inspector Giménez lo miraba con una sonrisa macabra. Mientras, tenía sujeto con sus manos unas pinzas metálicas que estaban conectadas con un cable al aparato que quedaba por utilizar. No sabía lo que era, pero no había que ser demasiado inteligente para pensar que no era nada bueno, sobre todo al comprobar como cada vez que acercaba las dos pinzas y las juntaba, salían chispas de aquello.
Felipe sintió como varias gotas de sudor recorrían su rostro, pecho y espalda, la imagen que se presentaba delante de sus ojos era una de las más terroríficas que había presenciado nunca.
El inspector parecía desquiciado, fuera de sí, si no era eso hubiera sido muy difícil de explicar el porqué de su rostro.
—Mostrad su pecho —dijo casi tirando baba.
Uno de sus matones reaccionó enseguida y obedeció las órdenes de su superior. Abrió la camisa que portaba el padre de Juan y seguidamente, ayudado por una navaja que llevaba en el bolsillo, rasgó la camiseta interior.
Giménez se acercó despacio mostrando las pinzas en todo momento.
—Tranquilo, esto está flojo. De momento.
Dicho esto enganchó cada una en sus pezones. La sensación de la electricidad no era muy grande, aun así molestaba. Lo que realmente hacía que Felipe comenzara a mostrar el dolor en su faz era lo que apretaban esas pinzas sobre algo tan sensible.
—No te preocupes, pronto ese dolor cambiará por otro, a no ser que quieras confesar algo, claro.
Felipe aun a sabiendas de lo que aquello podía acarrear, lanzó un escupitajo espeso a la cara del inspector.
Manuel, que aunque todavía le dolía horrores había cambiado el dolor por el miedo a lo que le iban a hacer a su amigo. Abrió los ojos lo más que pudo sorprendido por el gesto.
—¿¡Estás loco!? —gritó— ¡Confesaremos!
—¡No, de ninguna manera! —contestó Felipe a su amigo—, nos va a hacer lo mismo igualmente, ¿o es que acaso no ves la cara que tiene? Está disfrutando con esto, forma parte de su juego, ya no podemos hacer nada. Las consecuencias van a ser las mismas, no impliquemos a más gente.
Federico rió, realmente todo aquello le divertía, probaría cuánto serían capaces de aguantar. Limpió el gargajo de su rostro, sin dejar de sonreír.
—No hay problema, tú lo has querido. López —se dirigió a uno de sus hombres—, tráigame ese barreño de ahí lleno de agua.
López se asustó ante la petición de su jefe.
—Pero, señor...
—Hágalo o le enchufo los pezones también a usted.
López obedeció, sabía que hablaba en serio, a ese hombre nunca había que llevarle la contraria.
Cumplió la petición de lo que parecía un loco fuera de control y llevó lo que le pidió.
—Quitadle el calzado, poned sus pies a remojo.
Lo hizo el mismo López, sabía que aquello no podía acabar bien, pero peor podía acabar de no cumplir lo que se le pedía.
Tanto Felipe como Manuel asistían horrorizados al espectáculo montado por ese demente, ambos sabían lo que pasaba cuando se juntaba agua con electricidad.
—¿Vas a hablar ahora? —preguntó el inspector, que seguía arrojando baba cuando hablaba.
Felipe negó con la cabeza tembloroso. Federico había apagado la batería mientras ponían sus pies dentro del agua, no podía imaginar cómo sería aquello una vez que lo volvieran a conectar, aunque no tardó en averiguarlo.
—¿No? —continuó hablando Giménez—, no importa, seguro que ahora acabas hablando.
Apretó el botón que encendía de nuevo aquel aparato.
Manuel comprobó horrorizado cómo su amigo se retorcía del dolor, eso sí, sin soltar un solo quejido por su boca. En alguna ocasión, cuando trabajaba, había sufrido algún calambrazo al tocar alguna máquina eléctrica, de las nuevas que habían traído y desde luego no era una sensación agradable.
Aquello, añadido a la conducción natural que hacía el agua y que seguro amplificaba esa sensación, debía de ser una pesadilla.
—Veo que aguantas bien, no pasa nada, tenemos tiempo y casualmente esto tiene una rueda que hace que aumente los voltios que arrojan las pinzas, ¿lo subimos algo?
Giménez lanzó esa pregunta al aire, sabía que nadie la iba a contestar. Tampoco le hubiera importado la respuesta. La iba a subir igual.
Él mismo posó sus dedos sobre la rueda, aumentó un poco la salida de las pinzas.
Felipe se estremeció todavía más, aquello sería insoportable para la mayoría de los seres humanos, pero él lo estaba aguantando de forma estoica, como si estuviera hecho de piedra.
—Si no quieres hablar tengo más números en la rueda, probemos otro.
Subió un punto más, ahora sí gritó. El dolor era tan insoportable que nadie en el mundo hubiera podido quedar callado.
Continuó gritando desesperadamente, Manuel, que veía el sufrimiento de su amigo comenzó a gritar también, presa del pánico.
—¡Para, lo vas a matar! —dijo a la desesperada.
—¡Vas a hablar, por mis cojones que tú hablas! —ahora el inspector sí que había perdido la sonrisa de su rostro.
Giró un número más, el grito de Felipe se agudizó haciendo que retumbara dentro del cobertizo.
—¡Habla!
Al ver que su jefe estaba fuera de control, uno de sus hombres, asustado se acercó hasta él para intentar calmarlo.
—Señor —dijo en el tono que todo hombre hablaría a alguien fuera de sí mismo—, no siga subiendo, el cuerpo humano tiene un límite y ust...
—¡Calla! —dijo al mismo tiempo que se giraba sobre sí mismo y le arreaba un bofetón con todas sus fueras, mandó al hombre dos metros más atrás— ¡Haré lo que me salga de los cojones! ¿Entiendes?
Aumentó dos puntos más de golpe con los ojos a punto de salir de las órbitas y completamente desquiciado. Manuel seguía gritando como un niño pequeño al comprobar la escena, impotente por no poder hacer nada por su amigo. Más que nada porque no podía reaccionar de otra forma. De saber que todo iba a acabar así, hubiera hablado antes de dar lugar a todo eso.
De la misma fuerza con la que el cuerpo se sacudió al sentir el aumento de voltaje, Felipe dio un salto al mismo tiempo que emitía un grito ahogado, silla incluida y cayó varios centímetros atrás de donde se encontraba, derramando el agua por el suelo y soltando las pinzas de sus pezones. Un líquido amarillento caía por su pernera y empapaba también el suelo. Se había orinado.
Suerte tuvieron de que las pinzas no cayeron encima del agua derramada, si no el desastre hubiera sido mucho mayor.
López se apresuró a apagar la batería aun a riesgo de lo que su jefe pudiera hacerle.
Este no hizo nada. Había quedado paralizado mirando cómo Felipe había caído inerte al suelo, con los ojos en blanco y tirando humo por casi todas las cavidades de su cuerpo.
Manuel había dejado de gritar y había plantado su mirada sobre el cuerpo de su amigo, incapaz de reaccionar por el momento.
Con una tranquilidad pasmosa miró al inspector, que seguía sin mover un músculo de su cara.
—Hijo de puta, lo has matado...
—No está muerto... —respondió pasados unos segundos— Estará inconsciente...
López se acercó hasta el cuerpo de Felipe y plantó sus dedos en la yugular.
—Señor, sí lo está.
El inspector no sabía dónde mirar, aquello se le había ido de las manos.
—Hijo de puta... Hijo de puta... Hijo de puta... —comenzó a repetir en voz cada vez más alta Manuel, hasta que acabó gritando— ¡Hijo de puta!
Comenzó a moverse como un animal que quiere soltarse de las garras de su captor, quería dejar de ser presa para poder acabar con la vida del asesino de su mejor amigo.
A continuación pasó a emitir una serie de gritos indescifrables al mismo tiempo que lloraba sin consuelo, hasta acabar sólo llorando, dejando de moverse de su silla por completo.
Giménez miró el cuerpo.
—Enterradlo ahí fuera, soltad al otro, que se vaya.
López y los otros dos policías miraron a su jefe, ¿estaba loco? Si se iba de la lengua podría representar un problema grave para todos, la muerte de delincuentes era algo común en la nueva España, pero siempre bajo mandato, sin una orden directa aquello representaba también un delito.
Aunque pensándolo bien seguro que el inspector tenía algún tipo de plan para que sus manos no quedaran manchadas a los ojos de la ley.
Desataron a Manuel, que todavía estaba en esa especie de estado de shock en el que había entrado después de gritar como un poseso.
En cuanto el rojo se marchara de allí enterrarían el cadáver.
—Si vuelvo a saber de ti, si tu boca pronuncia mi nombre o algo parecido, iré a por ti y a por tu familia. Ningún agujero será lo suficientemente oscuro como para que te puedas esconder de mí. Ahora vete, apáñatelas para llegar hasta tu casa. No quiero volver a verte.
Manuel, todavía aturdido pasó por el lado del cadáver de su amigo, en dirección a la puerta de salida. Cuando llegó a ella se giró sobre sí mismo y con una tranquilidad sorprendente, se dirigió a los allí presentes.
—Juro que te mataré, juro que no descansaré hasta verte en el infierno.
Cerró la puerta sin que los allí presentes dieran crédito a las amenazas del madrileño.
Tampoco pensaron que su venganza se fuera a consumar tan pronto.
7 dí­as de marzo
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