Capítulo 53

 

SEVILLA, 22 de marzo de 1940

 

El hombre corría nervioso, debía de encontrarlo a tiempo aunque de seguro su objetivo no se movería de ahí. Si estaba en ese punto debía ser porque quería ver las procesiones en un lugar privilegiado.
Habían definido de nuevo muy bien cual sería la zona por la que se movería cada uno, por lo que si no se equivocaba él estaría no demasiado lejos de allí.
En efecto, vio su figura.
—¿Qué pasa? Pareces un perro jadeando —se burló de él, al verlo llegar con la lengua fuera.
—La he encontrado.

 

La plaza se estaba abarrotando de gente, casi no cabía un alfiler y eso no hacía sino complicar las cosas todavía más. Si fallaba con lo de la granada quizá podría causar un efecto devastador que acabara con la vida de muchos pobres civiles.
Sacó esa idea de la cabeza, no debía fallar, no iba a fallar.
Miró hacia su espalda, apostado en el centro de la plaza, con la excusa de que iba en silla de ruedas y no habría forma de poder ver la procesión de otra manera, su tío esperaba paciente subido en uno de los escalones de la fuente, silla incluida. Gracias a los buenos frenos de esta no se iría para adelante ni para atrás. En realidad la posición era genial para que el grupo de las granadas pudiera ver cuando este daba la orden de lanzar los proyectiles, levantaría su mano derecha para que quitaran las anillas, la volvería a levantar para que las lanzaran a la vez a su objetivo.
Todo parecía que iba a salir bien.
Anselmo miraba al frente, deseoso como todos de poder ver al caudillo en persona, aunque él quizá con unos motivos algo distinto al del resto de la gente.
Todavía faltaba algo para que Franco apareciera en escena, hasta que la procesión no se acercara hasta ese punto él no iba a ocupar su sitio.
Todavía no se escuchaban los tambores, había tiempo, aunque no mucho.

 

 

 

El secretario corrió a toda prisa una vez se hubo bajado del coche, varios dilemas se plantaban en su cabeza. Uno de ellos y el más importante, era cómo resolver aquello, sabía qué querían que sucediera, pero no sabía cómo lo iban a hacer. Romero había dicho todo lo que sabía, eso estaba claro.
La presión de verse ahogado en el garrote vil no dejaba lugar a dudas. La descripción que había dado acerca de los tres que conocía no ayudaría mucho, dos de ellos se podían parecer a cualquier persona que se acercara a ver la procesión, el otro, algo más particular por su silla de ruedas, sólo sería uno de tantos heridos en la contienda que estarían ahí para pedir a Cristo el poder de volver a andar.
Aquello era como buscar una aguja en un pajar.
Además se planteaba el conflicto de cómo Franco quería que se resolvieran los inconvenientes. De manera tajante pero sin levantar polvo. Tenía conocimiento de varios atentados que se habían planeado desde que Franco ascendió al poder, pero ninguno de ellos había trascendido por puro deseo del caudillo. Su afán de demostrar al mundo que todo andaba bajo control era una de sus mayores obsesiones.
De cara al pueblo, todo tenía que ir bien siempre.
Todo aquello lo llevó a la conclusión de que si quería matar los dos pájaros de un solo tiro, solo había una persona que podía ayudarle en toda esa locura.
Miguel El Mellao, antiguo bandolero y jefe de los asaltantes.

 

Agustín corrió lo más rápido que sus piernas le permitían hacia el punto que le habían indicado. Si aquello era verdad, esa misma noche volvería a Madrid con Carmen agarrada del brazo, bien fuerte, para que no volviera a tener la feliz idea de desaparecer así como así.
Atravesó angostas calles tan rápido como se le permitió, muchos puntos estaban tan abarrotados de gente que le era imposible pasar por ellos, por lo que tuvo que dar varios rodeos. Eso no era algo del todo positivo, sobre todo si no se conocía Sevilla y andaba casi sin tiempo para poder mirar un mapa.
Corría palpando debajo de su caro cinturón de piel marrón.
Lo que llevaba ahí lo había conseguido por la mañana, en un barrio del que no recordaba el nombre pero sí sus gentes, un barrio que en circunstancias normales no pisaría.
Tan solo la llevaba por si acaso...

 

 

 

Ros dio con El Mellao sin mucho esfuerzo. No andaba demasiado lejos de la comitiva que acompañaba a Franco y a su familia hasta su posición en la procesión. Como era habitual, iba vestido con ropa harapienta, al igual que sus hombres. Era la mejor forma de mezclarse entre la multitud y así asegurar la seguridad del salvador de la patria.
Ros se había preparado, y mucho, para saludar durante aquella jornada al Generalísimo, pero las circunstancias requerían que se dejara de tonterías y se dedicara a velar por su vida. Y por la patria, por supuesto.
—Mellao —dijo en voz baja llamando al hombre en cuestión.
Este no sabía de quién provenía la voz, pronto vio al secretario, que parecía algo nervioso.
—Dichosos los ojos, ¿cómo va todo?
—Mal, muy mal, pero puede ir peor. Necesito tu ayuda.
—Te escucho.
Ros relató todo lo que sabía al jefe de la guardia más letal de Franco, este no paraba de mostrar cara de sorpresa ante lo que le contaba el secretario, en varias ocasiones abrió la boca y demostró el porqué de su apodo.
—Ros, daremos con ellos y los aniquilaremos. De forma silenciosa, como siempre.
—Gracias, te debo un mundo.
—No me debes nada, lo hago por España.
—Y por el dinero que os da Franco...
El Mellao no respondió, tan solo sonrió.
7 dí­as de marzo
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