Capítulo 12
MADRID,
17 de marzo de 1940
Juan extrajo la llave de su bolsillo.
Aunque suponía que alguien habría en el domicilio, no quiso
molestar no fuera que estuvieran disfrutando del mayor de los
placeres españoles del que disfrutaban tanto ricos como pobres:
Dormir la siesta.
No había dejado de pensar ni un solo segundo
en lo intenso que estaba siendo hasta el momento el día. Primero lo
de su padre, más tarde lo de aquella extraña y alocada reunión y,
para acabar, lo de Carmen.
Carmen. No podía sacar a esa muchacha de su
cabeza, cuanto más intentaba no pensar en ella más lo hacía. Estaba
claro que su cerebro actuaba de forma totalmente independiente de
lo que él deseaba. ¿O acaso era su corazón el que lo hacía? Desechó
esa idea lo más rápido que pudo, no había hueco en él para esa
chica.
Pero entonces, ¿por qué no dejaba de pensar
en ella?
Prefirió auto convencerse de que era tan
solo una mala pasada de su mente, de que en realidad ni sentía ni
iba a sentir nunca nada por ella, que podrían ser simplemente
amigos.
Subió las rajadas y maltratadas escaleras
que le llevarían a la vivienda, no apoyaba su mano en la barandilla
al subir pues parecía que de un momento a otro aquello se podría
caer. Cuando llegó a su destino abrió la puerta con cuidado de no
molestar y accedió al inmueble. Al pasar por el salón observó que
tanto su madre como Cristina estaban sentadas charlando
animadamente en el viejo sofá de color marrón que presidía el
centro de la estancia. Estas nada más verlo lo saludaron
efusivamente.
—¡Hola, hijo! —dijo su madre—, dichosos los
ojos, os hemos estado esperando para comer durante un buen rato,
pero como no veníais, nos hemos decidido a hacerlo nosotras.
—¿Vosotras? ¿Solas? —preguntó
extrañado.
—Claro, tu padre y Manuel han ido a hablar
con no sé quién para ver si podían hacer eso que han comentado esta
mañana. Manu y tú os habéis ido y no sabíamos a qué hora ibais a
regresar aunque, por otro lado menos mal, porque aquí no teníamos
comida para todos. ¿Habéis comido algo Manu y tú?, por cierto,
¿dónde está? —quiso saber Cristina.
—¿Manu no ha regresado?
—No, pensábamos que estaba contigo.
Juan se extrañó sobremanera al conocer que
su buen amigo no había regresado todavía, era cuanto menos
curioso.
—Ha ido a hacer algo y nos hemos separado.
Pensaba que ya estaría aquí, en fin, supongo que llegará algo más
tarde, lo esperaré en mi habitación.
Las dos mujeres asintieron y Juan
desapareció del salón en busca de la soledad de su cuarto, una
soledad que cada segundo que pasaba ansiaba tener más y más.
No sabía muy bien qué le estaba ocurriendo,
pero desde luego no le gustaba lo más mínimo. Esa chica lo iba a
volver loco.
Manuel y Felipe salieron de aquella casa
con sentimientos encontrados, por una parte parecía que podrían
proporcionar alimento a sus seres queridos, eso es lo que más les
importaba, por encima de todo. Además podrían sacar algún dinero
extra, pero eso realmente era secundario. Por otro lado, con todo
aquello pondrían en juego su integridad, y no sólo la suya, sino la
de su propia familia. No paraban de hacerse una y otra vez la misma
pregunta.
¿Merecería la pena aquello?
La respuesta no era si no otra
pregunta.
¿Qué otra opción tenían?
Como cabezas de familia debían de velar por
la seguridad de su gente, pero ello también implicaba no dejarlos
morir de hambre, no podían permitir la desnutrición total de su
familia. El hambre —sin contar los fusilamientos descabellados que
había casi a diario—, era la principal causa de muerte. Manuel no
dejaba de pensar en su hijo pequeño, Mario, apenas se quejaba
porque a pesar de todo era un niño extraordinariamente fuerte, pero
él sabía que el mocoso lo estaba pasando realmente mal.
Además no hacía falta ser un sabio para
conocer que en cualquier momento podría contraer cualquier tipo de
enfermedad al tener las defensas por los suelos.
Aunque les pusieran en peligro, era por sus
familias por las que hacían todo esto.
Mañana por la mañana, con el alba, cogerían
ese tren del que los habían hablado.
Su sobrina no había ido a verle en todo el
día, era algo sospechosamente raro, desde luego, pero Anselmo no
sentía el ánimo necesario para preocuparse con eso.
Apenas había comido, su delgadez comenzaba a
ser extrema ya que casi nunca solía probar bocado. Carmen le
reprendía por ello con constancia, argumentaba que la inmensa
mayoría de los habitantes de «la nueva España» no tenían nada que
echarse a la boca, que él era un afortunado por tener alimento de
sobra para no tener que sufrir las penurias que otros
sufrían.
Pero él se sentía de todo menos afortunado.
Cada día que pasaba era una carga pesada en un lomo que no
aguantaba ni un kilo de más, no sentía la necesidad imperiosa de
agradecer a la vida que le dejara ver un nuevo amanecer. Le daba
igual tener que verlo o no, le daba igual si mañana amanecía muerto
en su caro colchón americano. Un colchón que le había puesto un
hermano que lo amaba y odiaba a partes iguales.
Seguía apostado con su silla, en el sitio de
siempre, al lado de su ventana, lo único que más o menos podía
soportar. Pasaba al día, al menos unas ocho horas frente a la
misma, viendo la vida pasar, viendo su muerte llegar.
No sabía si echaba de menos o no aquellos
días en los que sentía alguna ilusión por algo, no sabía pensar en
esa necesidad, ahora prácticamente no sabía pensar.
Regaló al cristal un nuevo suspiro que lo
empañó levemente, ver ese tipo de reacción en el material le hacía
recordar que todavía estaba vivo, si no, ni siquiera lo llegaría a
pensar.
Levantó la vista y miró la hora.
Parecía que su sobrina no iba a visitarlo en
el día de hoy.
Al comprobar que no era así, por primera vez
desde hacía mucho tiempo sintió una leve sensación de que le
faltaba algo.
Juan no dejaba de moverse en su incómodo
colchón de lana, tenía la espalda destrozada y a veces se
preguntaba si no era mejor dormir en el suelo, aunque cuando
pensaba en lo frío que solía ponerse por las noches desechaba esa
idea enseguida.
Todavía no había dejado de pensar en la
joven, en cómo lo había seguido por la mañana, pero sobre todo en
el por qué. La muchacha le había confesado algo que él mismo había
podido intuir a través del comportamiento de la misma, pero que
desde luego no estaba preparado para oír, sobre todo cuando había
causado tal impacto durante el día anterior, cuando la salvó de las
garras de aquél desgraciado.
Deseaba haber oído de todo de la boca de la
joven menos que sentía algo por él, esperaba que fuese un simple
sentimiento de confusión típico por haberla salvado, que lo hubiera
elevado a la categoría de héroe y de ahí la equivocación.
Al menos quería creer que era así.
Apenas había pensado en lo referente a la
reunión clandestina a la que lo había llevado Manu, tenía la mente
casi en su totalidad ocupada con el asunto de Carmen, a pesar de
que no era moco de pavo lo escuchado en ese viejo local. Nada menos
que matar a Franco, ¿estaban locos? Ellos solos querían conseguir
lo que un ejército no pudo.
—Semejante idiotez —dijo en voz baja para sí
mismo mientras negaba una y otra vez con la cabeza.
Sólo esperaba que Manu acabara recobrando la
sensatez y dejara de pensar esas barbaridades, si no provocaban a
nadie, si intentaban pasar lo más desapercibidos que se pudiera,
vivirían una vida plácida dentro de lo humanamente posible. Mejor
dejarse de provocar a una muerte casi segura. Ya había escapado de
ella huyendo de su casa, no entendía por qué tenía que asumir ese
tipo de riesgo si allí nadie lo conocía e iba a vivir en paz.
Tenía que tener una charla con Manu para
hacer desaparecer de su cabeza también esos pájaros. No sólo
pondría en riesgo su vida, sino la de toda su familia, ¿estaba
dispuesto a ello?, seguro que no lo había pensado con
detenimiento.
Luego estaban esas personas, ¿de dónde
habían salido?, es decir, ¿cómo había acabado conociendo Manu a
semejantes personajes? Quizá su mayor sorpresa fuera esa, creía
conocer los círculos por los que su amigo se movía, pero a la vista
estaba que no era así del todo.
La charla desde luego iba cogiendo por
momentos mayor intensidad.
Casi sin percatarse, había pasado ya varias
horas desde que se había tumbado en su incómoda cama. Sus
pensamientos lo habían ensimismado de tal manera que no se había
dado cuenta del largo tiempo que estaba acostado.
Aunque no le apetecía levantarse, total,
para lo que tenía que hacer...
Inclinó la cabeza hacia atrás para mirar de
reojo hacia la ventana, la noche ya había presentado sus
credenciales y casi se había comido por completo la luz natural del
día. Colocó de nuevo la cabeza en su posición natural y miró hacia
el techo.
Estaba entrecerrando los ojos cuando escuchó
fuertes gritos desde la entrada de la vivienda, parecían
desesperados.
De un salto y sin saber muy bien qué pasaba
se incorporó y comenzó a correr nervioso ante la señal de
alarma.
La distancia que separaba su habitación del
salón, que es de donde provenía el grito, se le hizo eterna, por su
cabeza pasaron cientos de posibilidades, a cada cual peor, que sólo
conseguían que su flujo sanguíneo aumentara más y más por cada
milisegundo que pasara.
Lo que jamás hubiera podido imaginar era lo
que estaba a punto de presenciar.
Felipe y Manuel subieron las escaleras del
edificio sin pronunciar una sola palabra, sus pensamientos ocupaban
toda su mente y ninguno de los dos quería perder el hilo de lo que
les pasaba por sus cabezas. La decisión era difícil pero ya estaba
tomada, ahora ya no había vuelta atrás y en sus pensamientos
coincidían en que encomendaban su futuro al propio destino.
Lo que tuviera que pasar, que pasara.
Manuel, que ya llevaba preparada la llave de
su vivienda en la mano trató de atinar a la primera en el cerrojo,
en la escalera no había luz y la noche ya había llegado casi en su
totalidad. Al tocar el pomo de la puerta notó que estaba mojado con
algo bastante espeso, no podía ver qué era por lo que acercó su
mano hacia la nariz.
Durante la guerra no había luchado, no quiso
participar por el bien de su familia, pero había ayudado a
suficientes heridos como para reconocer al instante ese olor.
Era sangre.
Su corazón comenzó a bombear a un ritmo
frenético, su presión sanguínea se elevó hasta tal punto que creyó
que en cualquier instante estallaría una arteria de su cuello.
Nervioso intentó varias veces introducir la llave en el cerrojo
ante la mirada atónita de Felipe, que no comprendía demasiado bien
lo que estaba sucediendo. Al cuarto intento atinó y abrió la puerta
de un plumazo. Sus piernas se movían solas por el interior de la
vivienda, su instinto le dijo que se dirigiera primero al salón,
necesitaba comprobar que todo estaba bien.
Muy a su pesar, no lo estaba.