Capítulo 34

 

MADRID, 20 de marzo de 1940

 

 

 

Don Vicente Salinas irrumpió de golpe en el bar fundado por Perico Chicote en el cual se reunían los hombres más importantes y poderosos de la capital española. Los hombres, que fumaban grandes puros en su interior mientras bebían los ricos brebajes preparados tras la barra del bar ni prestaron atención. No era la primera vez que Vicente entraba hecho una furia al local, tenía una cierta tendencia a enfurecer en su trabajo si las cosas no ocurrían tal y como quería, por lo que nadie lo tomó como algo extraordinario.
Algo más calmado que en su hogar, pero con la rabia metida todavía en las venas, dirigió sus pasos hasta la mesa del fondo. Sabía que estaría allí fumando un enorme puro habano y alardeando de lo bien que funcionaba todo alrededor de su perfecta vida.
No se equivocó.
Repeinado, como siempre y con una media sonrisa perenne, Agustín Mínguez de Guzmán, o el «soltero de oro», como era conocido entre los círculos femeninos de la alta sociedad, fumaba despreocupado y reía ante los comentarios de uno de tantos secuaces que siempre llevaba a su alrededor como sombras. Todos querían estar al lado de Agustín, sabían que acabaría siendo uno de los hombres más poderosos de Madrid al tener el favor del mismísimo Franco, mezclado con una proyección dentro del mundo de los negocios que hacía que pareciera que el 70% del dinero de un país hundido en la miseria lo estaba ganando él.
—Tenemos que hablar, a solas —dijo apoyando sus manos en la mesa y mirando con ojos inquisitivos al resto de los acompañantes del joven.
Una sola mirada del poderoso joven bastó para que todos desaparecieran.
—Siéntese, por favor.
Agustín sabía del poder que tenía. Este crecía cada día que pasaba, pero a pesar de todo sentía un respeto extremo y real hacia el que sería su futuro suegro, era de las pocas personas que realmente respetaba. Para él, Vicente había sido como un padre a lo largo de toda su vida y sus consejos le habían servido para llegar hasta la posición en la que estaba en ese momento.
Se lo debía casi todo.
—Usted dirá, parece que se lo van a llevar los demonios.
—No me andaré con rodeos. Carmen se ha marchado.
Agustín tardó unos segundos en digerir esa información.
—¿Marchado? ¿A dónde?
—Por lo que sé, a Sevilla. Todo viene en esta carta que nos ha dejado —colocó la misiva sobre la mesa—, te advierto que hay una parte muy dura, y es la que dice que no te quiere y quiere a otro hombre.
Agustín no escuchó nada de esa última parte, no esperaba encontrarse con esa noticia y agarró la carta para poder leerla con sus propios ojos.
Cuando acabó con ella la colocó encima de la mesa, para seguidamente dar un golpe con la palma de la mano sobre esta.
—¿Qué piensas hacer?
—¿No es evidente? Iré a por ella y la traeré a rastras —dijo al mismo tiempo que se levantaba de su asiento.
—¡Siéntate! —le ordenó Vicente.
Este obedeció sin rechistar, eso sí, sin cambiar ni un ápice su rostro desencajado por la ira.
—Si se ha marchado con mi hermano —comenzó a hablar en voz baja—, se trata de un asunto de rojos, de eso estoy seguro. Ahora mismo lo que más me preocupa es el bienestar de mi hija, pero es inevitable que piense en las repercusiones que podría tener si esto trascendiera. ¿Imaginas? Podrían tacharnos a todos de rojos y nuestra vida social y nuestra posición acabarían aquí mismo. Yo por padre de una roja y tú por prometido. Necesito discreción, encuéntrala y tráela, pero olvídate de lo de rastras, te quiero como a un hijo, pero si pones una mano encima de Carmen te las arrancaré de un bocado, ¿me has entendido?
Agustín luchó por morderse la lengua, si fuera otra persona la que hubiera pronunciado esas palabras, él mismo se hubiera encargado de pegarle el tiro con la espalda pegada a un muro. Pero el respeto y la admiración que sentía por don Vicente Salinas era mucho mayor que cualquier ego herido. No dijo nada, pero pidió perdón con la mirada.
Era evidente que Carmen estaba actuando de forma inconsciente, quizá hasta en contra de su voluntad, pero en el caso de encontrarla ya tendría tiempo de educarla como una buena esposa española cuando estuvieran casados.
—¿Y cómo quiere que la encuentre? —preguntó el repeinado—, no he estado nunca en Sevilla, pero imagino que no será un pueblucho de tres al cuarto. En un lugar tan grande sería como buscar una aguja en un pajar.
—Conozco a Carmen, la conozco demasiado, sé que estará cerca de cualquier monumento importante de la ciudad, es una apasionada de esas cosas. Llévate varios hombres, organizaos como haga falta para dar con ella, pero la quiero de vuelta en el menor tiempo posible. Una vez aquí tendré una seria charla con ella y no tendrás más de qué preocuparte, estoy seguro que es una chiquillada inducida por el inconsciente de mi hermano.
Agustín sintió cómo la rabia crecía en su interior, aquel rojo de mierda merecía el balazo que recibió por la espalda. Lamentó que en realidad no hubiera sido en toda la sesera.
Sonrió para sus adentros al comprobar que Vicente le había dicho que no tocara un pelo de Carmen, pero no había dicho nada de aquel despojo humano que era Anselmo, podría sufrir algún tipo de accidente y seguro que nadie lo lamentaría.
Luego estaba el caso del malnacido del que supuestamente Carmen se había enamorado, ese sí que podía darse por muerto.
Él mismo se encargaría de hacerlo con sus propias manos.
Nadie le quitaba nada a Agustín Mínguez de Guzmán, al menos sin pagar por ello después.
—Está bien, cuenta con que la traeré sana y salva, y sin tocarle un pelo, lo prometo. Partiré ya mismo, me llevaré a tres conocidos que de seguro me proporcionan una gran ayuda. En dos días a mucho tardar tendrás a tu hija de nuevo aquí. Espero que esa charla que dices surja efecto, no tengo ganas de ir corriendo detrás de ella cada vez que le dé la gana.
Vicente suspiró aliviado, sabía que podía contar con ese joven para lo que necesitara. Era por eso, aparte de la poderosa alianza que se formaría al juntar las dos familias, por lo que se había decidido por él y no por otro para casar a su única hija.
Agustín se levantó y se despidió inclinando la cabeza hacia su futuro suegro, el viaje a Sevilla sería largo y debía partir cuanto antes.
7 dí­as de marzo
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